Mi padre me contó una vez que fue a visitar a sus abuelos. Ellos estaban sentados en el patio de la casa, bajo una parra, y no se decían nada. Sólo estaban allí, disfrutando de una apacible tarde, en silencio. Mi padre, por entonces un niño de 8 años, sacó entonces unos caramelos de su bolsillo y les ofreció. Ellos tomaron un caramelo cada uno sin decir nada y se lo metieron en la boca. Sus caras siguieron impasibles, no hicieron ningún tipo de gesto ni de movimiento de las mandíbulas. Sólo siguieron alli, como ensimismados, mientras el caramelo se les derretía en la boca. Pienso que hay algo de sabiduría en eso de estar simplemente allí sintiendo transcurrir el tiempo, un ancestral placer que se ha ido perdiendo en esta cultura moderna de la vorágine, la velocidad, del "llame ya", del quiero ser famoso, esta cultura de montañas rusas con el corazón palpitando a mil y no tener tiempo ni para dormir, esta cultura a la que también Steven Spielberg ayudó a forjar con planos rápidos, vertiginosos y acciones a ritmo de puñaladas de loco. Los que están inmersos en esta cultura no pueden entender que un plano al rostro pueda durar cinco minutos, se aburren a morir en un paneo de diez minutos a un aparentemente insulso charco de agua, y sufren un paro cardiorrespiratorio cuando un diálogo entre dos personas se extiende más allá de los quince minutos. Han perdido la capacidad de disfrutar de la vida. Están en la parte gris de la existencia. Ya no son ellos mismos sino otros, son los que miles de Spielbergs diseñaron para no pensar. Alabemos esta obra de Tarkovsky que nos devuelve al universo pre Spielberiano, cuando gozar de la vida era simplemente sentarse bajo una parra y ver pasar el tiempo.