Una mujer no demasiado guapa ni tampoco demasiado feliz se topa con otro padre poco satisfecho con su existencia, sólo que él parece esculpido por los dioses. El sujeto en cuestión la escoge entre todas las mujeres del vecindario, si puede definirse así, para practicar el adulterio, incluso llega a anteponerla a su propia mujer, tan bella como él, por lo que esa desigualdad inicial en lo que respecto al aspecto físico queda perfectamente alienada. ¿Qué más da que no sea la más guapa si consigue al hombre que desea?

Con reminiscencias de "American Beauty" y "Las horas", Todd Field retrata la infelicidad de la clase media americana con maestría, aunque también tiene tiempo para el deseo, la esperanza y el resarcimiento. En el centro de todo, nos muestra un romance cocido a fuego lento, esperable y, a la vez, emocionante. Absolutamente real, por sencillo y por imperfecto. Un idilio envuelto en una nube gris: las vidas mundanas de los que los rodean, la crianza de sus hijos, el sentimiento de culpa, ser el eslabón débil de sus respectivas parejas y, para colmo, la presencia de un pedólifo en el barrio que cataliza el ambiente, ya de por sí, asfixiante. El citado enfermo es el tercer protagonista de lo que nos cuenta Field, una trama que no viene a cuento pero que suma al conjunto general. Nos lo pone como víctima de la sociedad impía y nosotros, pobres espectadores, deberemos reprimir la empatía latente que emerge, en especial, cuando su madre le pide que sea lo único que no puede ser.

Al contrario, la presencia del amigo histérico de Brad resulta fastidiosa, siendo el único error de una película excelsa, en la que se ven algunas de las cosas más horribles del ser humano, y otras tantas de las más obscenas y reprobables en una sociedad puritana como la nuestra; y, aún así, "Juegos secretos" es una de las más pulcras, delicadas y sofisticadas cintas de este siglo. Una cinta perversa y, a la vez, tan sencilla como la vida misma. Una película para entregarte por completo, para gozarla y para temerla, y para compadecer a sus personajes, encarnados por unos inmejorables Kate Winslet y Patrick Wilson, que encajan a la perfección y realizan sendos trabajos genuinos, como todos los demás. Ahí se ve el talento del director al apreciar a cada personaje y, por ende, a cada actor. Impresionantes Haley y Sommerbille, incluso la Connelly está estupenda. Además de todo lo dicho, un guión magnífico, una fotografía deliciosa (siento debilidad por las películas con piscinas) y más de dos horas y cuarto de absoluto placer cinematográfico.