Hace años que no la veo, lo digo como mera aclaración, pues lo cierto es que esta crítica sólo responde al fallecimiento de Glynis Johns. Mejor dicho, al tsunami de recuerdos que me ha provocado un vídeo con el que me he topado de la actriz, encarnando a la madre de esa familia, cantando por el voto femenino. Yo, siendo un niño, aprendí y me sorprendí de que no hiciese tanto que las mujeres no podían votar. Caray, el mundo.

Porque sí, vi "Mary Poppins" decenas de veces a lo largo de mi infancia. Al principio, era mi madre quién me la ponía. Luego, era yo el que la pedía. Entre libros de la selva, tarzanes y reyes leones, "Mary Poppins" tenía su hueco. Así pues, esta crítica no es más que una reivindicación a una de las experiencias cinematográficas más emocionantes que recuerdo, cuyo mayor éxito es ser un cuento de amor, sencillo, amable y con un surtido de personajes a cada cuál más brutalmente encantador.

"Mary Poppins" es candor, pureza y carisma. Es magia y es amor. Es una película que te enseña sobre la vida: por un lado, el valor de la disciplina, a través de la niñera; por otro, la importancia de luchar por tus derechos, aún siendo una mujer privilegiada, como era la madre; y también te dice que tranquilo, que nada es tan importante, que se puede ser feliz limpiando chimeneas y que perder un buen puesto de trabajo no es el fin del mundo, pues ¿Qué hay mejor que pasar un día en el parque con tus hijos? En definitiva, el valor de las pequeñas cosas y de que el secreto está en saber combinar el deber y el ocio, ambos elementos tan fundamentales el uno como el otro.

Como el niño que fui, pido, ruego y hasta suplico, si es menester, que pongáis "Mary Poppins" a vuestros hijos.