En la jerga que utilizamos en México, ser sacatôn es sinónimo de cobarde, de miedoso, de huir ante alguna situación que nos enfrenta la vida. El no madurar y aceptar las responsabilidades propias de una edad, que después de los treinta, nos confronta con nosotros mismos. Zach Braff en el rol de este apático hombre que a fuerza se quiere instalar en la época adolecente, siente un profundo temor a una paternidad que le pondrá en una situación nunca antes vivida. Y enredarse con una desatrampada universitaria puede ser el pretexto ideal. La pregunta es: ¿Por qué ese temor psicótico al crecimiento? Difícil descifrarlo, ya que se esconde dentro del ser humano de una manera tan sutil, como una especie de ira congelada. Tal vez debido a traumas vividos en nuestro pasado. Todo un reto descubrir esos recuerdos dolorosos. Pero Zach Braff detrás de esa cara bonachona y fraternal, esconde al ser neurótico que se niega a ser feliz. Muchos se reflejaran con el rol de Zach, otros se conmiserarán, otros tantos sentirán repulsión. Algo lógico, ya que a fin de cuentas todos buscamos el amor… y esta elegante película infantiloide es como una fuga hacía el mito de una boda que soñamos algún día, se haga realidad. Y no nos acordemos de los rompimientos que son tan dolorosos, pero a la vez tan deliciosos como si una banda tocara una melodía hipnótica, melancólica… que hacen que mi cuerpo se desplace muy lentamente a través del cristal.