No me esperaba el discurso final que pone Fernando Fernán Gómez en boca del inconmensurable José Sazatornil (Saza) y que es, sin duda, el motivo por el que el espectador igual se despiste un poco. Por todo lo anterior, la película sería una suave comedia picante, sin mucho picante, sabrosa digamos, con ironía y mucha clase. Con unos papeles, tal vez previsibles pues parece que cada actor ocupa el personaje adecuado, pero que aún por eso, queda mejor. Y es que no le iría mejor a nadie el personaje de padre de familia harto de la vida familiar con 4 hijos y uno en camino, que a Agustín González. O ese papel de polvorilla al siempre efectivo Rafael Alonso. Luego, un acertado ambiente cinegético de lo más real con detalles ocasionales típicos de la época como ese brazo estirado que se le levanta a uno en una de las comilonas que se pegan. Además que el asunto entre el hijastro y Concha Velasco está relatado con un acierto enorme y de ahí todo transcurre con mucha verosimilitud.

No he visto machismo como dice uno, ni hay humor negro por una secuencia que no va más allá, lo que sí hay son unos diálogos y unas escenas que muestran la larga trayectoria de Fernán González en este tipo de cine de comedia dramática, que utiliza el humor como crítica social. Y es que no todo el mundo está capacitado para el humor, para denunciar con humor lo que sea, que siempre es más valedero que las quejas siempre iguales o los lamentos y lloriqueos. Son muchísimo más efectivos y demuestran un espíritu sin resentimientos. El caso es que el final escapa de una muestra de libre trayectoria que ha sido hasta ese momento la película, a un dirigido mensaje particular, que sí, que cualquiera puede sumarse a él, pero que por el simple hecho de hacerlo así, queda forzado a una imagen que se nos queda idílica pero que no deja de ser simplemente eso: Una foto, un instante, no un devenir de la historia.