La guerra se lleva a los 3 hijos de un matrimonio. A los cuatro años la mujer se suicida ahogándose y entonces él se decide ir en busca de sus 3 hijos. La historia es así, se supone que este suicidio es lo que le hace decidirse, tal vez no lo había hecho antes por no dejarla sola, se ve que ella estaba muy tocada. El caso es que con su viudez se le queda el camino libre para vivir la siguiente historia de amor con una joven viuda. Encuentro atractivo y lo mejor de la película.

Lo que sigue son una especie de aventuras que van sucediéndose con apoyo de un guion muy apañado. Cuando los 3 hermanos caen juntos ante el fuego enemigo es un gran apaño, como el que luego diga Russell donde están los huesos de sus hijos y se olvide de explicar cómo lo ha sabido. Evidentemente, no tiene nada que ver que sea un maestro del agua para que también sea un maestro de huesos. Luego marcha con unos turcos y entran en combate. Son atrapados y llega el momento en que se deshace del enemigo griego con un palazo, estando todos reducidos, que esa es la cuestión. Un palazo. Sí, suena poco deportivo. Y de poca imaginación, pero es así. Al encontrar a su hijo se supone que sería el momento emocional tope, pero Russell no ha sabido llegar a él con un clímax auténtico, se queda en encuentro tierno, solamente. De nuevo un cambio de escenario huyendo los dos por un pozo que les lleva a la libertad como por un tobogan de agua de un parque temático. Es superior por ejemplo en emoción, la secuencia de cuando él vuelve a ver a la joven viuda.
Una historia de un australiano que quería contar algo de su país y de sus antepasados en plan épico. Pero, en concreto, apenas cuenta una historia de amor recién pasada la I Guerra Mundial.