Robert Bresson era un cineasta francés con un estilo personal e inclasificable. Su cine, vanguardista y experimental alejado de los parámetros cinematográficos habituales, ha sido, en mi opinión, excesivamente mitificado por los cinéfilos más recalcitrantes. Para el cineasta, los actores no deben interpretar, pues son modelos que deben mostrarse con naturalidad, su cine es frío, meticuloso, físico y gestual. Despojado de emociones convencionales, ascético, casi cercano al documental. Conceptualmente muy cercano al estudio de la condición humana.

En esta película nos muestra la vida de Michel, un carterista que vive en un piso espartano, sin cerradura en la puerta, una bombilla desnuda como fuente de luz, un camastro con un maltrecho colchón e improvisadas estanterías repletas de polvorientos libros. Tiene una inteligencia innata pero no quiere ni sabe trabajar. Opta por convertirse en carterista, convencido de que en la sociedad pueden existir individuos superdotados que estén exentos de la ley y regidos tan solo por sus propias conciencias.

Este tipo de cine minoritario y poco comercial, encumbrado por la crítica francesa de “Cahiers du cinemá”, habitual en sesiones de filmoteca de años pretéritos, ha sido alabado por estudiosos del arte cinematográfico y muchos pedantes ilustrados, o frikis despistados. He de reconocer que no se ajusta a mi perfil de cinéfilo y siendo fiel a mis principios, aún corriendo el riesgo de que el incondicional de turno, vote negativamente mi comentario, he de decir que aunque lo respeto, Bresson no me seduce, ni me emociona para nada (al menos en este film), sus personajes no me producen empatía, el tiempo, ese juez insobornable, ha erosionado su cine que en otra época pudo sorprender por su técnica narrativa o sus propuestas filosóficas. Yo no puedo decir esa magistral frase de Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”.