Basta ver el comienzo de "La fuente de la vida" para comprender el por qué del rechazo de los grandes estudios a esta producción. Una historia similar en manos de un artesano hollywoodiense -pongamos Ron Howard- podría ser contada potenciando la épica y reduciéndo a lo anecdótico su simbolismo y carga filosófico-existencial, constituyendo un enésimo "blockbuster" hueco.

Pero a Aronofsky no le interesa el factor espectáculo, ni los millones en la taquilla, sino que busca una reflexión sobre la aceptación de la pérdida, y la muerte como forma de creación, a través de un lenguaje visual extravagante, que a veces fascina y a veces irrita. Su narración trifásica resulta desequilibrada: mientras el episodio que se desarrolla en el presente tiene fuerza y dramatismo, emoción y credibilidad, los insertos del pasado de la España colonial resultan farragosos y mejor no hablar demasiado de la trama ambientada en el ¿futuro? y sus ínfulas de sermón filosófico-oriental que rozan lo ridículo, especialmente en el delirante tramo final.

Si hay algo en el filme que compensa la desmesura existencialista y la escasa sutileza de Aronofsky, es el trabajo de unos entregadísimos protagonistas, que pronuncian parlamentos imposibles sin perder la más mínima credibilidad. La preciosa escena del baño confirma la total implicación de Hugh Jackman y Rachel Weisz, insuficientes no obstante para hacer remontar el vuelo a una película fallida.

Interesante, visulamente sorprendente, a ratos hermosa... pero a menudo desaliñada, cargante y desmesurada. "La fuente de la vida" provoca ante todo frustración, pues con un tratamiento algo más comedido, quizá estaríamos hablando de una gran obra.