Es habitual que entre países colindantes se libren trifulcas y guerras para delimitar los límites de cada uno. Y si en alguno de los dos, o en los dos, hay gobernantes ambiciosos y obsesionados con ampliar los territorios a costa de conquistar más de lo que tienen, ninguno se conformará y se pasarán siglos pugnando para ganar un trozo más de tierra al otro, y al final los que menos tienen que ver con esa codicia ajena y que siempre resultarán más afectados, son los habitantes corrientes, los civiles de a pie que verán arrasadas y saqueadas sus aldeas, sus mujeres y niñas violadas, sus pobladores torturados y asesinados de las formas más ruines. La gente vale menos que una línea trazada en un mapa.
Rusia y Finlandia son uno de los incontables ejemplos, disputándose sus fronteras hasta bien entrado el siglo veinte. En “Sauna” el guión gira en torno a un cuento de terror ambientado a finales del siglo XVI, sobre dos hermanos que pertenecen a una de las comisiones encargadas de fijar los bordes exactos al terminar una larga guerra de veinticinco años. Con frecuencia, la paz que sobreviene tras una prolongada lucha sangrienta está envenenada y cargada de malos presagios; sofoca demasiados lamentos, demasiados resentimientos, demasiadas almas atormentadas. Es como la calma chicha entre dos tormentas, una calma sólo superficial, cuya marca es un silencio sepulcral doliente, agotado, asustado, sabiendo que hay tantas muertes que penar, tantas atrocidades que no han encontrado absolución, tantos espíritus que vagan sin descanso.
En su viaje al norte, Knut y Erik se cruzan con un enigmático pantano donde hay una sauna escalofriante que parece hacer algo más que lavar la suciedad del cuerpo...
Extraña y breve historia con capas subyacentes sobre los dolores y la crueldad de la guerra, las manchas de la conciencia, las fronteras entre el bien y el mal y la sangre que nunca se limpia cuando la culpabilidad es imposible de borrar.