Extraña y tierna película, sin duda. Uno de esos filmes menores, de los que llegan suavemente, de puntillas, como ese beso leve que te da tu madre en la frente cuando acabas de dormirte. Aunque no lo adviertas en tu parte consciente, ese gesto furtivo de ternura se graba, noche tras noche, en tu subconsciente, y abriga tus huesos y tu corazón como si fuese una bufanda tejida de cariño.
Puede que esta película sea como recibir ese pequeño beso cotidiano. Casi ni te das cuenta, no lo mencionas durante el día, en la superficie no le concedes más atención. Nunca hablas de ello, y tampoco lo hace tu madre. Pasáis el día hablando de las cosas corrientes, cuando tenéis tiempo. Pero, aunque nadie haga referencia a ello, flota sobre vosotros durante todo el día.
El gesto está ahí siempre.
Quizás esta película sea algo tan sencillo como el beso de una madre. Conforta el espíritu sin necesidad de grandes palabras, ni de explicaciones racionales. De alguna forma, tiene una llavecita que abre una cerradura por ahí dentro, más o menos por el lugar donde se encuentran los afectos humanos. Una llavecita algo oxidada, para una puerta modesta que a veces es difícil de abrir. Algunas veces se atasca, se hincha con la humedad y hay que forcejear un poco. Pero finalmente se abre.
Es esa puertecita que llevan en el corazón todos los que conocen a Lars. Todos ellos están más que dispuestos a abrirla por él.
A lo mejor lo que se nos cuenta aquí es una metáfora sobre el aislamiento emocional y el temor a amar y ser amados. Muchos, en esta sociedad en progresiva despersonalización, se protegen levantando una barrera a su alrededor, transformándose en autistas sentimentales. Como le ocurre a Lars.
Ésta es la peculiar historia de alguien que fue muy real para un hombre que tenía miedo al amor, y para una comunidad. De alguien que los ayudó a crecer y a ser mejores.
Ella fue real.