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Voto de Vivoleyendo:
8
Aventuras. Drama En 1947, el explorador noruego Thor Heyerdahl cruzó el Pacífico en una balsa de madera para demostrar que los indígenas de Sudamérica anteriores a Colón también podían haberlo cruzado para instalarse en la Polinesia. Thor, con un equipo de cinco hombres, recorrió en 101 días 8.000 kilómetros en una travesía épica durante la cual hubo de enfrentarse a tormentas, tiburones e incluso al hambre. (FILMAFFINITY)
7 de enero de 2014
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Thor Heyerdahl no era de naturaleza sedentaria y temerosa de los peligros del gran mundo. Notó desde niño una vocación que tiraba de él hacia la aventura, la exploración de lo desconocido o poco perturbado por la humanidad. Desde que a los seis años estuvo a punto de ahogarse en un lago helado de su Noruega natal por su terca inclinación a ciertos actos temerarios que sus amigos no se atrevían a realizar, cogió fobia al agua pero no a ir en pos de un horizonte en el que cabían todos sus sueños.
Se interesó mucho en la mitología polinesia, que, al igual que los antiguos incas, adoran al dios sol, al que llaman Kon-Tiki. En una estancia en las islas Marquesas, los nativos le hablaron sobre estas creencias, y a Heyerdahl le llamaba la atención esta sorprendente similitud con los incas precolombinos. Dedicó más de una década de investigación y de elaboración de sus teorías sobre la posibilidad de que emigrantes incas hubieran atravesado el océano Pacífico mil quinientos años atrás, poblando la Polinesia.
Los editores se reían en su cara. Ninguno estaba por la labor de aceptar que un pueblo cuyos conocimientos de la ciencia náutica supuestamente se limitaban a la pesca de bajura hubiese cruzado más de ocho mil kilómetros de océano.
Ya era una cuestión de terquedad, la misma que a los seis años lo hundió bajo el agua gélida. Cientos de páginas eran papel mojado si nadie creía en ellas. Bien sabía Heyerdahl que esta sociedad de escépticos sólo está dispuesta a creer en lo que sucede ante sus mismos ojos. Si no se le colocaba delante la evidencia de que tal viaje era posible, seguiría riéndose de su trabajo.
No había más que una forma de demostrarlo.
Reclutó a cinco ayudantes, consiguió financiación, construyeron una balsa siguiendo el modelo inca y usando los materiales originales, se aprovisionaron (contando en su equipo con una cámara de filmación) y el 28 de abril de 1947 zarparon del puerto de Callao, Perú, rumbo al oeste. El aventurero estaba seguro de que las corrientes oceánicas y el viento los pondrían en el mismo rumbo que quince siglos antes ya enfilaron otros exploradores que no contaban con radio, ni con alimento en polvo, ni con medicamentos modernos ni con las herramientas de ahora.
Seis hombres en alta mar, sobre una frágil estructura de madera y cáñamo, sin medios para impulsarse artificialmente, movidos por sueños locos, por sus deseos de mostrar que nuestra especie tiene una capacidad inagotable para sorprenderse a sí misma, por sus ansias de hacer algo trascendente, se lanzaron a una de esas gestas de las que dividen al público entre los que opinan que los que hacen esas cosas son como cabras temerarias amantes del peligro y los que opinan que son unos locos valientes que, incluso a costa de sus vidas, se arrojan a los brazos de lo desconocido porque mientras haya mundo hay mucho por descubrir.
Sólo ellos supieron lo que significó pasar más de 100 días a merced de un mar tan hermoso como terrible, a los elementos y a la pura suerte, a la deriva sin atreverse tal vez a insinuar en voz muy alta que la empresa fuese un fracaso, con su fe y su resistencia puestas a prueba como solamente ocurre en las situaciones límite.
Pero claro, es que todo aventurero que se precie debe pensar en positivo, autoinyectarse dosis de optimismo. Porque si antes de empezar ya está convencido de que no lo puede lograr, si cuando ya está en faena se deja abatir por el pesimismo, no habría ningún destino al que querer llegar, ni ningún sueño por cumplir.
Vivoleyendo
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