Icono cinematográfico del cine de adolescentes de los 80. Sin ser una gran película, sin embargo posee los elementos que la convirtieron en un éxito de taquilla y que de paso gustó a la juventud, yo incluida.
Daniel, un chico con problemas de inadaptación en el barrio de Los Ángeles al que se ha mudado, ve cómo su vida da un giro cuando conoce a un sabio anciano oriental que comienza a enseñarle el verdadero valor de la paciencia, el dominio de su propio cuerpo y de su mente y a considerar la violencia como recurso que se debe evitar en la medida de lo posible. De un modo al principio frustrante para Daniel, pero que poco a poco le va enseñando a ganar seguridad en sí mismo, el chico aprenderá mucho más que karate: aprenderá a aceptarse a sí mismo y a afrontar los problemas.
Todavía me río mucho con la simpática personalidad de Daniel, un muchacho inquieto y parlanchín, y con la irónica y filosófica serenidad de Miyagi, el cual tiene unos puntos muy cachondos.
La película desborda la energía, la alegría y las inquietudes de la adolescencia y nos hace pasar ratos agradables viendo cómo ese chico polvorilla va madurando a base de palos y de curiosas lecciones, y viendo a ese anciano tranquilo y cachondete que disfruta enormemente ayudando a Daniel a superar sus vicisitudes. Se desarrolla el tema recurrente del vínculo tutor-pupilo (se trata de un hombre solitario y de un chico al que le falta la figura paterna) y, aunque el tema no peca de profundidad, no deja de ser atrayente y tierno.
Sencilla y entretenida.