Es una verdad como un templo. Hacemos planes para mañana y mientras tanto la vida continúa hoy.
Pat es un buen ejemplo de ese dicho. Esperanzado (o más bien empecinado) con un futuro idílico que ha estado planificando en los ocho meses que ha pasado en el hospital psiquiátrico. Si algo muy bueno ha sacado de su descalabro y de su voluntad de recuperación ha sido su empeño en construir estrategias de energía positiva y de canalización de los impulsos destructivos. Es difícil reconciliarte contigo mismo cuando tu carácter inestable y disruptivo y la certeza de haberla pifiado te persiguen, pero Pat está dispuesto a intentarlo, aunque sostenido por una ilusión bastante improbable. Cuando en el panorama aparece Tiffany, un bellezón más o menos tan averiado como Pat, y entre ellos nace una atípica amistad que les ofrece un punto de apoyo mutuo, el chico poco a poco se verá en el dilema entre sus espejismos y la realidad que tiene delante de las narices.
Secundario de lujo, Robert de Niro grandísimo en ese hogar bullanguero, divertido, dramático y amoroso de una familia con sus problemas y las cosas cotidianas de la convivencia, no todas buenas. Cada uno con sus paranoias, se advierten los tics compulsivos del padre supersticioso y los ramalazos obsesivos y agresivos del hijo, que la prudente madre trata de suavizar (otra gran secundaria, su mirada lo expresa todo en cada fotograma). Pero esta película, que contiene carga emocional suficiente como para dejar casi noqueado al espectador, como su título indica tiende a mirar hacia el lado bueno de las cosas, por lo que la tensión encuentra vías de escape y la principal de esas vías es, ni más ni menos, el amor.
Puede que sea la mejor comedia romántica del pasado año. Puede que sea la mejor en varios años.
Aquí es muy probable que sonrías sin temor a sentirte un bobo, porque seguramente ya te habrás dado cuenta de que la vida es lo que pasa en este mismo minuto.