Es que es una pena que lo que podía haber sido un buen drama catastrofista, al cumplirse el trigésimo aniversario de la tragedia del terremoto de San Francisco de 1906, se vea hoy día más que nada como propaganda para ser creyente por pantalones. Al terremoto en sí se le dedica escaso tiempo, y hasta llegar a uno de los peores sucesos de la historia actual de los Estados Unidos hay que sufrir no poco el proceso de conversión de un machote Clark Gable algo pecador de fachada pero bonachón, que necesita de almas puras que lo lleven al redil. Dichas almas le vienen impuestas por su amigo de infancia, un cura católico ultradefensor de la virtud femenina, y por una soprano muy mona y muy decente que, aquí entre nos, se hace pesadita con tanto gorgorito acompañado de un recato que provoca cierta dentera.
Consiguiendo obviar a duras penas el aplastante paso del tiempo por esta película, se puede rescatar como drama romántico en el que el terrible seísmo de San Francisco, estupendamente recreado en un dantesco clímax, se ofrece como posible oportunidad redentora para errantes descarriados.