Retomando la trama de la serie sesentera “Dark Shadows”, Burton regresa una vez más a su idiosincrasia de tragicomedia-terror gótico-humor negro-romance que tan buenos resultados le ha deparado. En todo caso, funciona mejor en ese medio que cuando se ha decantado ocasionalmente por giros más convencionales o más alejados de su particular estética que calza al dedillo con el título de esta película.
El tándem del director con su estrella fetiche Johnny Depp continúa siendo solvente. Los reconocibles tics del actor acostumbrado a seguir la línea de personajes excéntricos ya no sorprenden, pero no deja de ser divertido ver al guapo Depp transformado en un dandy trasnochado del que se desprende un olor rancio a encierro de centurias.
En cuanto a la esposa del realizador y su actriz de cabecera, Helena Bonham Carter, no brilla demasiado (su papel, salvo algún golpe de efecto final, no daba para mucho), su aparición se limita a un lugar secundario como personaje satélite.
Burton sabe conjugar bien los elementos macabros con un humor ácido y un halo de drama y amores trágicos, y sus toques algo esperpénticos moldean la realidad cotidiana, de manera que estar en 1972 es una experiencia entre Barry White y mansiones antiguas plenas de recovecos, Alice Cooper y un estirado galán dieciochesco, hippies fumando porros por la paz mundial y un vampiro que pide educadas disculpas mientras hinca el diente, Chevrolets flamantes y trajes retro, tecnología moderna y magia negra, escépticos y fantasmas, creyentes y brujas, problemas familiares y maldiciones no resueltas.
La familia Collins tiene el mal de ojo echado encima. Y al pobre Barnabas le toca lidiar con la obsesión de una poderosa bruja despechada que puede conquistarlo todo excepto lo que más desea: su corazón.
Visualmente atractiva con puntos gore, giros simpáticos y rocambolescos, y esa mezcolanza de diálogos de a pie, refinado lenguaje de tatarabuelos, efluvios de ultratumba y tocadiscos rascando los sonidos de moda a principios de los setenta.