La película es sencilla, pero de gran factura estética y novedosa para la época. Es del tipo de cinta que se ven en familia un domingo a la tarde, apta para todo público que atrae a espectadores de todas las edades.
Sin grandes maquinaciones desde el guión, nos posicionamos frente a un espectáculo efectivo, con gran calidad en efectos especiales y una acogedora banda sonora. Aunque el gran encanto del filme es el entretenimiento, esa irresistible invitación a aventurarnos dentro de una historia que combina lo salvaje de la madre naturaleza y los escenarios urbanos donde el hombre supuestamente manda y domina a gusto.
La propuesta pasa por un juego desafiante, donde lo azaroso puede resultar extremadamente riesgoso, atractivas alternativas que dan vida a una contingencia muy inusual: que el juego se convierta en realidad y donde el caos se apodere de la atmósfera narrativa.
Si bien las situaciones son en general para mero entretenimiento masivo apuntado quizás hacia más chicos, tenemos algunas acotaciones al margen que nos motivan a la reflexión, donde quizás la más visible es el hecho de que darnos cuenta que por allí los lazos familiares se debilitan, pero en el fondo el amor siempre sigue estando.
Tenemos desde las actuaciones simpáticos aportes de un poli-funcional Robin Williams, quien logra un personaje simpático y dinámico. También es de destacar las interpretaciones de una chiquilina Kirsten Dunst, que por entonces tenía apenas 13 años y la de Bradley Pierce, como los pequeños hermanos de la actualidad que ingresan a jugar el riesgoso juego de mesa.
Un filme de emotivo ritmo, de cuidada fotografía y con la contundente cuota de adrenalina necesaria para mantener atentos a la familia entera durante un poco más de 90 minutos.