Nunca se ha hecho una película como la de Richard Lester sobre el mítico arquero. Siendo la más original, personal e interesante de las adaptaciones al séptimo arte de Robin Hood, podría perfectamente ser una continuación de todas las anteriores, sin haber alterado ni una sola de las secuencias. Recuerden como terminaba el cuento, Robin feliz ante el retorno de su rey Ricardo, el guerrero victorioso contra la opresión. Era joven y tenía toda la vida por delante, junto con una gran sonrisa.

Ahora, Lester y su equipo mueven la cámara a una fortaleza de mala muerte, apenas protegida por ancianos y lugareños. Little John y Robin parecen viejos y cansados, han malgastado su mejor etapa al servicio de locas Cruzadas. Ricardo también está mayor, más colérico, ingrato ante aquellos valientes que le ayudaron frente a su hermano Juan Sin Tierra.

Sean Connery firma aquí uno de sus mejores papeles, siempre creíble, sin afectaciones ni exageraciones. El retorno de Odiseo para ver que Penélope sufrió lo indecible sin Sherwood y él, hasta el punto de intentar atentar contra su propia vida. Audrey Hepburn es la Marian más encantadora que se podría haber conseguido, con algunos diálogos y miradas que evocan el más puro romanticismo.

Para que el film sea completo, hacía falta la impresionante interpretación de Robert Shaw, quien hace el sheriff de Nottingham más extraño y carismático posible. Un hombre inteligente y que parece obligado por los hilos del destino a enfrentarse a una Némesis a la que en el fondo admira. Robin y su antagonista tienen un hilo común que les obliga, como a Héctor y Aquiles, a terminar a estar frente a frente.

Se trata de una fábula maravillosa, una historia de otro tiempo para escuchar en el bosque. Esto es Romeo y Julieta pero pasados por el encanto de la experiencia y una pátina mayor de cultura que los fogosos adolescentes. Realmente, una cinta bellísima.