Solamente los comienzos de los setenta podían haber alumbrado a esta serie y que tuviera esa aceptación. Un grupo hippie bienintencionado y perspicaz recorre su país encontrándose con toda clase de líos, con una extraña e inquietante predilección por castillos abandonados, cementerios y demás lugares de componente esotérico. Entre la camada, destacan Shaggy y Scooby, su inseparable perro con el que tiene una relación más fluida que con cualquier otro de los seres humanos que le rodean.

El encanto de Scooby, más allá del certero diseño de fábrica de Hanna Barbera, radica en su incesante miedo, con el que buena parte de la audiencia se puede identificar. Como decía Roberto Gómez Bolaños, el Chapulín Colorado era heroico en la medida que vencía sus temores y torpezas para hacer lo correcto. Scooby, Shaggy y sus amigos hacen lo propio.

Con una estética hija de su época, el único inconveniente es que vistos tres o cuatro episodios, uno entiende perfectamente la fórmula del producto, la cual ha variado escasamente con el paso de los años. No obstante, con etapas de descanso, el show sigue vigente en la memoria popular y algo debe tener el agua cuando tanto la bendicen.

A fin de cuentas, intentos de renovación como Scrappy Doo terminaron generando una dosis de odio púnico de difícil olvido. Será que, a fin de cuentas, quizás no gusten tanto las más mínimas variaciones de la fórmula clásica. Con todo, Scrappy pagó los patos rotos de más uno y de dos.

Y la simpática camioneta continúa avanzando, aunque los setenta ya nos quedan algo atrás...