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Voto de Servadac:
8
20 de septiembre de 2020
83 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera frase que oímos en la cinta es el título: ‘I'm Thinking of Ending Things’, abiertamente ambiguo en el original. Acompañada por la música, impresionista y leve, de Jay Wadley, una mujer en off relata y reflexiona. La cámara recorre estancias de un hogar que bien pudiera ser memoria de una vida; todo fijado, quieto, salvo la luz del viento en los visillos. En un segundo visionado, advierto que esa sucesión de imágenes evocadoras ilustran el poema ‘Bonedog’, de Eva H. D., recitado más adelante por la chica.
La luz es engañosa, igual que el esplendor de una nevada en medio de la noche.
Aparece Lucy, Louisa, Ames o Amy... alza la vista –such a big sky–, saca la lengua para apresar alguno de los copos y observa de reojo una fachada de ventanas. Comienza entonces la extrañeza: una voz masculina se inserta en el relato mientras vemos, de espaldas, a un anciano mirando –suponemos– furtivamente a la muchacha. Su ropa, de tonos fríos, contrasta con el colorido alegre de la chica. Caperucita Roja, el lobo viejo; hay un ligero sabor a cuento en este inicio. De nuevo, la voz del hombre, la misma fachada de ventanas, la misma habitación, la estantería… Pero esta vez, en lugar de planos fijos, la imagen se desplaza; y el hombre ya no es el anciano, sino alguien rubio, más joven, de gesto similar.
En ese principio, en esos tenues movimientos, encuentro el recorrido entero de la cinta.
===
Charlie Kaufman se sitúa, a mi entender, más cerca del John Huston de ‘The Dead’ que del universo formal de David Lynch. Lynch es un cineasta de ideas e intuiciones; el acercamiento de Kaufman es, en esencia, cerebral. Quizás en el exceso de intelecto esté su principal limitación.
La luz es engañosa, igual que el esplendor de una nevada en medio de la noche.
Aparece Lucy, Louisa, Ames o Amy... alza la vista –such a big sky–, saca la lengua para apresar alguno de los copos y observa de reojo una fachada de ventanas. Comienza entonces la extrañeza: una voz masculina se inserta en el relato mientras vemos, de espaldas, a un anciano mirando –suponemos– furtivamente a la muchacha. Su ropa, de tonos fríos, contrasta con el colorido alegre de la chica. Caperucita Roja, el lobo viejo; hay un ligero sabor a cuento en este inicio. De nuevo, la voz del hombre, la misma fachada de ventanas, la misma habitación, la estantería… Pero esta vez, en lugar de planos fijos, la imagen se desplaza; y el hombre ya no es el anciano, sino alguien rubio, más joven, de gesto similar.
En ese principio, en esos tenues movimientos, encuentro el recorrido entero de la cinta.
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Charlie Kaufman se sitúa, a mi entender, más cerca del John Huston de ‘The Dead’ que del universo formal de David Lynch. Lynch es un cineasta de ideas e intuiciones; el acercamiento de Kaufman es, en esencia, cerebral. Quizás en el exceso de intelecto esté su principal limitación.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Aunque el director juega al despiste con nosotros, desde el arranque las cartas quedan boca arriba. Los dos hombres son uno. La fijeza nos sitúa en el presente; el movimiento es el camino hacia el recuerdo. La ventana, desde la que Jake (anciano, joven) observa a la protagonista cuando él mismo la recoge, está en la casa de sus padres, su casa, la casa a la que se dirigen. El viaje es sólo emocional.
Jake es el conserje, la chica –un ideal– es su creación.
A lo largo de la película Jake le asigna varios nombres; es bióloga, poeta, pintora, física, geriatra, camarera, especialista en cine… Nos cuesta aceptar que una mujer así se haya fijado en un don nadie como aquel. Hasta que entendemos. En la casa, la foto nos dice que ella es él o, más exactamente, que sólo existe en su imaginación. En el sótano se produce la anagnórisis: la chica descubre que sus obras son, en realidad, cuadros de Ralph Albert Blakelock. En la lavadora ve los uniformes del conserje; y en la habitación de Jake-niño descubre ‘su’ poema. Jake la ha fabulado a base de fragmentos, de arte, de ciencia, de una cita que no llegó a cristalizar. Es, por lo tanto, un personaje imaginario.
En cierto momento, parece que ella olvida sus líneas de guión… y Jake se las recuerda. Por si no quedara claro, el conserje ve una película cuya protagonista sustituye en una breve escena a nuestra chica. Todo es una representación en la cabeza del bedel. Lo único ‘real’ es la hipotermia.
Hay temas transversales: la incomodidad en el trato mental con el recuerdo de los padres, cuya huella suele ser tan honda que no es posible amaestrarlos. O la confusión entre ‘genus’ (género) y ‘genius’ (genio). Una “i” que mide la distancia sideral entre genio y erudito… Un erudito, aun cuando ganara el premio Nobel, seguiría siendo sólo un erudito.
La médula, el meollo, lo expresa la heroína: “A la gente le gusta creer que somos puntos que se mueven en el tiempo; yo creo más bien lo contrario. Estamos parados y el tiempo pasa a través de nosotros, sopla como el viento frío, nos roba el calor y nos deja congelados y agrietados.”
– ¿En qué piensas?
[En subtexto: Estoy pensando en acabar con todo]
“No lo sé. En los muertos.”
“Siento que esta noche he sido yo ese viento, soplando a través de los padres de Jake. He visto cómo eran, he visto cómo serán, los he visto cuando ya se han ido.”
– ¿En qué…?
“Y sólo quedo yo.”
– ¿En qué piensas?
“Sólo el viento.”
El viento suena, insistentemente, durante toda la película; suena incluso dentro de la casa. Cae la nieve sobre el coche inmóvil del conserje. El diálogo, la cinta, tiene lugar en su interior. El baile escenifica su fracaso.
Un baile íntimo y remoto que no ha llegado a suceder.
Jake es el conserje, la chica –un ideal– es su creación.
A lo largo de la película Jake le asigna varios nombres; es bióloga, poeta, pintora, física, geriatra, camarera, especialista en cine… Nos cuesta aceptar que una mujer así se haya fijado en un don nadie como aquel. Hasta que entendemos. En la casa, la foto nos dice que ella es él o, más exactamente, que sólo existe en su imaginación. En el sótano se produce la anagnórisis: la chica descubre que sus obras son, en realidad, cuadros de Ralph Albert Blakelock. En la lavadora ve los uniformes del conserje; y en la habitación de Jake-niño descubre ‘su’ poema. Jake la ha fabulado a base de fragmentos, de arte, de ciencia, de una cita que no llegó a cristalizar. Es, por lo tanto, un personaje imaginario.
En cierto momento, parece que ella olvida sus líneas de guión… y Jake se las recuerda. Por si no quedara claro, el conserje ve una película cuya protagonista sustituye en una breve escena a nuestra chica. Todo es una representación en la cabeza del bedel. Lo único ‘real’ es la hipotermia.
Hay temas transversales: la incomodidad en el trato mental con el recuerdo de los padres, cuya huella suele ser tan honda que no es posible amaestrarlos. O la confusión entre ‘genus’ (género) y ‘genius’ (genio). Una “i” que mide la distancia sideral entre genio y erudito… Un erudito, aun cuando ganara el premio Nobel, seguiría siendo sólo un erudito.
La médula, el meollo, lo expresa la heroína: “A la gente le gusta creer que somos puntos que se mueven en el tiempo; yo creo más bien lo contrario. Estamos parados y el tiempo pasa a través de nosotros, sopla como el viento frío, nos roba el calor y nos deja congelados y agrietados.”
– ¿En qué piensas?
[En subtexto: Estoy pensando en acabar con todo]
“No lo sé. En los muertos.”
“Siento que esta noche he sido yo ese viento, soplando a través de los padres de Jake. He visto cómo eran, he visto cómo serán, los he visto cuando ya se han ido.”
– ¿En qué…?
“Y sólo quedo yo.”
– ¿En qué piensas?
“Sólo el viento.”
El viento suena, insistentemente, durante toda la película; suena incluso dentro de la casa. Cae la nieve sobre el coche inmóvil del conserje. El diálogo, la cinta, tiene lugar en su interior. El baile escenifica su fracaso.
Un baile íntimo y remoto que no ha llegado a suceder.