Hay películas que pueden gustar por cuestiones que poco tienen que ver con lo bien dirigidas o mejor interpretadas que estén. Es más, incluso me atrevería a decir que a veces las razones extracinematográficas (que las viésemos siendo niños, por ejemplo) tienen más peso del que debieran. Algo más o menos parecido me ocurre a mí con Pretty Woman.

Recuerdo que la primera vez que la vi tendría unos once o doce años, que cuando la emitieron por televisión la grabé y la cinta se acabó rallando de tantas veces que la llegué a poner, que la volví a grabar y se volvió a rallar. Así varias veces hasta que siendo un poco más mayor la acabé comprando. No me cabe la menor duda de que ésta es, con diferencia, la película que más veces he visto. Aunque no debo de ser el único, ya que sigue arrasando cada vez que vuelve a ser programada en televisión. Y eso que a estas alturas seguro que todo el mundo ya la ha visto.

Será porque lo que podría haber sido sórdido, la historia de una prostituta de buen corazón (Julia Roberts) que se enamora de su último cliente (Richard Gere), deriva en un bellísimo cuento de hadas moderno. O tal vez por el carisma que desprende Roberts, por sus expresivos ojos (véase cuando se emociona en la ópera), por su rizada melena pelirroja, por lo adorable que resulta su personaje o por lo maravillosa que está la actriz (desde entonces no me he perdido ninguno de sus trabajos y he de confesar que casi ninguno me ha decepcionado). Incluso Gere, un actor un tanto limitado, está perfecto en su papel de galán. Tan sólo confirmar que estamos ante un clásico del género, una película a reivindicar y que no tiene nada que envidiar a otros títulos tan queridos y populares como Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany's) o Irma la dulce (Irma la Douce), por citar dos trabajos muy bien considerados y con los que guarda ciertos paralelismos.