Dentro de las cientos de miles de “americanadas” que pueblan las carteleras de todo el mundo, siempre hay alguna cinta que levanta la cabeza para hacerse más notoria entre las demás. Buena cuenta del éxito de este filme la tiene la campaña de publicidad de la que hizo gala en su estreno, con anuncios en los telediarios donde se simulaba un auténtico ataque alienígena a escala mundial; algo parecido a la famosa “invasión marciana” del serial radiofónico de Orson Welles.
La película entretiene de forma sublime, gracias sobre todo a unos espectaculares efectos especiales que nos brindan escenas que ya se han convertido en parte de la historia del cine (a saber, la destrucción de la Casa Blanca por poner un ejemplo). Y eso es todo, pues las interpretaciones no emiten tantos destellos como las gigantescas naves nodrizas; los personajes son planos y las interpretaciones correctitas para no quitar protagonismo a las verdaderas estrellas de la película, los alienígenas y sus naves.
Roland Emmerich, como gran exponente del cine “sin pretensiones”, nos ofrece una mezcla de momentos memorables y escenas de telefilme de sobremesa, pero con un saber hacer propio de un maestro de ceremonias que tan sólo quiere hacernos pasar un buen rato.