Una sociedad que no contempla las mujeres como aventureras o emancipadoras repele nuevos comportamientos. La extrañeza ante lo desconocido es miedo, el miedo evita, y el evitar aumenta el miedo al cambio. Ella se asusta porque desconoce el mundo laboral; la familia porque ve con malos ojos que el principal sustentador económico de casa sea la madre, aunque ignoren los motivos. Al empezar a trabajar, se ve incapaz de vender productos chapurreando inglés. Pasan los días y se acostumbra al nuevo ecosistema, la fobia se transforma en fortaleza, marchan los fantasmas y se convierte en una trabajadora eficiente, enérgica y tenaz. A consecuencia, su marido la espía, la persigue y le tira piedras para que abandone. La martillea hasta que ella, inocente, cree que debe dejar de trabajar. Por sorpresa a él lo echan de su trabajo por incompetente. Ella continua y él, desempleado, la sigue y controla intentando reducir al máximo su espacio y tiempo libre. Afectada, la envuelve un sentimiento de culpa que la inclina a dimitir enfrentándose a su propio jefe (quizá sin la seguridad y carácter adquiridos con la experiencia, no lo hubiera podido hacer). Aunque la emancipación sea posible y sea un hecho, varios hilos la arrastran hacia atrás para que no cambie, ni logre la independencia como persona ni sepa pensar por sí misma.

Parece que por ser del 1963 no sea equiparable a la actualidad, pero lo es. En pleno 2017 aún existen fronteras sociales, superficialidades impuestas por el sistema, presiones antinaturales, patrones de conducta impuestos externamente y el miedo permanente de gran parte de la sociedad al cambio individual y/o comunitario de cualquier tipo.

Atravesados los compactos muros que delimitan nuestro mundo, se alza un lugar inmenso libre de prejuicios donde pasean las ideas de aquellos colectivos oprimidos desde tiempos ancestrales.