La strada

Hay películas que sobrevivirán más de un siglo, a pesar de los avances tecnológicos, de los cambios sociales y de la muerte misma de la película. Porque la muerte de la inocencia, la justicia y el amor de este mundo esta presente en la película. Todo ello en que creemos y nos sostienen ante esta realidad aplastante y hostil termina derrotada por la misma realidad. Pero he ahí la magia felliniana, como en Fellini 8 y ½, que al final entre ruinas, destrozados o canallas por las miradas inquisidoras de los demás renacemos y nos dice, vivamos la vida que es una fiesta. Claro que La strada es más radical, y su mensaje no tiene muchas esperanzas, solo una y quizás muy pocos puedan comprender: de por sí ya hemos sido aplastados por la realidad pero ello no debe afectarnos...

Si tengo que ser sincero, el título que he escogido para esta crítica no es mío, es de mi padre, que ya no está en este mundo, y con ello quiero hacer algo de justicia , aunque sea póstuma, pues fue junto a él con quien vi esta extraordinaria película. Cuando finalizó le pregunté: "Papá, ¿qué crees que simboliza La Strada?", y él me contestó: "La belleza de la miseria".
Pasados ya unos cuantos años desde ese momento, cada vez que la vuelvo a recordar, más acertada me parece esta definición. Nunca la miseria alcanzó mayores cotas de belleza a los ojos de un espectador, cuanto menos al "yo-espectador". Gelsomina, es una chica frágil, endeble, ingenua, tremendamente desgraciada, ha sido vendida como si fuera un objeto de segunda mano a un artista ambulante rudo, sin escrúpulos, un ser absolutamente desagradable... pero pese a ello, en ese mundo sórdido y funambulesco que observamos se desprenden destellos de encanto y belleza. Gelsomina, en su quehacer como ayudante de Zampanó, se desenvuelve de una forma tan chapliniana, tan ilusa, tan ingenua, que un sentimiento profundamente enternecedor acompaña a todo lo que debe hacer. Vemos cómo esa bondad innata choca frontalmente contra la brutal realidad, pero ese sentimiento nunca desfallece. El ejemplo lo tenemos en esa vieja y trasnochada trompeta que recoge, y cómo confecciona una melodía tan embriagadora como melancólica que hasta el despiadado Zampanó reconoce y remomora en la parte final de la película, y como no, ello le hace recordar a Gelsomina.
Las películas de Fellini poseen una visión descorazonada del mundo real, en algunas de ellas confía en la imaginación y la creación del individuo para superar a ese mundo, y en algunas otras confía en la bondad ingenua y desinteresada del ser humano, en el buen sentido de la palabra bueno, como diría Machado, para llegar a la verdadera belleza de las cosas.

Corría el año 1954, el neorrealismo italiano había cobrado gran fuerza en la última década, tras la segunda guerra mundial, los directores italianos más representativos, crearon un movimiento cuyas particularidades eran el reflejo de los problemas sociales y los estragos que esta horrible guerra había ocasionado. Pero Fellini, tras varios años fiel a esta corriente, consideró que era hora de pasar página, y lo hizo de forma sutil, con esta película.
Se puede decir que con La Strada, Fellini se alejó para siempre del neorrealismo. El film se podría calificar como una historia de amor imposible, incluso con connotaciones religiosas, por lo que mientras la crítica mundial, sobre todo la francesa, alababa la obra del genial director, los críticos italianos, defensores de esta corriente lo tacharon poco menos que de traidor
La Strada, nos cuenta en forma de road movie, la historia de Gelsomina (Giulietta Masina), quien fue comprada a su familia por un artista ambulante, Zampano (Anthony Quinn), bajo la promesa de alimentarla y convertirla en una gran artista. La joven Gelsomina, demostrará ser fiel al hombre que ha pagado por ella, pese a las atrocidades y penurias que se encuentren por el camino.
Más allá de las críticas de la época, La Strada se convirtió en un clásico instantáneo del cine. Con una fotografía impecable a cargo del maestro Otello Martelli, quién retrató la desolación de un país devastado en pleno proceso de reconstrucción, y encumbró a la genial Giulietta que trenzó una interpretación estelar con claras y asombrosas similitudes al genial Chaplin. La Actriz, con su talento mímico y su increíble expresividad facial revolucionó el mundo del cine y el del propio Fellini, ya que aparte de convertirse en su actriz fetiche, contrajo matrimonio con ella.
La música excepcional, cobrará una gran importancia durante el film dato que no es de extrañar dado que el autor de la misma es el maestro Nino Rota interpretando una de las canciones más conmovedoras de su increíble trayectoria.
Una película que cualquier aficionado al cine no podrá perderse.

Federico Fellini harto de poner su genio en guiones (Roma, citta aperta) y escribir para otros (Alberto Lattuada) toma Cinecittà en 1953 y se dispone a hacer lo que él mejor sabe hacer. Alejado, todavía, de la caricatura y de su subjetiva visión de la realidad de la posterior década, en La Strada Fellini revoluciona el cine italiano (con los años el entorno intelectual y cinematográfico hablarán también del ámbito mundial) con una especial habilidad con la que se desmarcó por momentos del neorealismo italiano, dándole a éste una vuelta de tuerca, basada en el filtro condicionador que siempre supone la mirada de Il Maestro.

¿Cómo olvidar una película como esta? Pocos films han logrado que la emoción cale tan profundamente en el espectador. Fellini da cátedra para quien quiera ver. Hay humor, está metido dentro mismo de esa bella alma de mujer llamada Giuletta Masina, que deslumbra como pocas en la historia del cine, me aventuro a afirmar. Y Anthony Quinn muestra todo lo que tiene en ese personaje rudo, salvaje, violento; pero también sensible, atormentado y necesitado de amor como dispuesto a darlo. No me olvido del personaje del payaso quien quedará por siempre en mi memoria. Pero también tenemos el drama, que aparece en escenas de una tristeza insondable, y la muerte como propio y misterioso destino. Una lección de cine, filmada con maestría única. Una historia perfectamente narrada, sin necesidad de golpes bajos, porque los golpes los da la vida misma y nuestros actos, malos o buenos. Sencillamente inolvidable.