Landfill Harmonic

No servirá para cambiar el mundo (ojalá me equivocase), pero “Landfill Harmonic” es uno de los mejores documentales que he visto este año. Lo más remarcable para mí es que el mensaje de denuncia se transmite de un modo positivo, optimista y hasta alegre, sin que por ello se banalice la tragedia que se representa. Aunque en algún momento se le podría criticar un cierto tono sentimentalón al hablar de los jóvenes protagonistas de la historia, la película no esconde la pobreza y la decadencia de un paisaje y un espacio devastados. "Landfill Harmonic" ofrece algunas concesiones, pero es directo, honesto y sincero.

El documental presenta la encomiable iniciativa de un modesto aficionado que, por puro afán altruista, decide enseñar música a los niños de una comunidad que vive en los aledaños de un vertedero, y montar una orquesta en la que los instrumentos están construidos con objetos encontrados entre la basura. Y esa orquesta bizarra crece hasta convertirse en noticia mundial. Solidaridad, espíritu de superación, trabajo en equipo, conciencia ecológica… Los valores que se transmiten son múltiples, siempre a través de la sonrisa de unos niños que han encontrado un motivo para ilusionarse. “Landfill Harmonic” habla de la importancia de buscar un sentido a unas vidas que aparentemente carecen de expectativas. Esta película supone el verdadero triunfo de la voluntad, partiendo desde la posición más humilde, y sin grandes heroicidades. Y tampoco obedece, sin más, al viejo principio liberal del “hazte a ti mismo”. Al revés, el film supone un elogio de la colectivización. La felicidad surge de la evidencia de que las cosas pueden hacerse, o cuando menos deben intentarse, pero siempre desde el esfuerzo, el respeto, y la conciencia de grupo como motor de las cosas.

Por el camino, la película sirve también para valorar la dignidad de unas vidas aparentemente derrotadas, pero que tienen en su pequeño mundo una base fundamental. Cuando un temporal destroza unas chabolas hechas de cartón, una mujer llora por el hogar perdido. Más allá de lo material, el palmo de tierra en el que se logró establecer un centro vital, personal y familiar, constituye un particular e intransferible universo. El poblacho cochambroso, en donde las personas malviven entre suciedad y desperdicios, se conforma en realidad como un entorno vital al que la propia existencia del grupo servirá para darle un sentido. Sentimiento de pertenencia respecto de un lugar que es un auténtico vertedero. Y, con ello, ese espacio desolado y despreciable se convierte en terreno abonado para encontrar nuevas oportunidades. Aunque sólo sea mediante la música desafinada de unos instrumentos desvencijados.