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Reino Unido Reino Unido · Birmingham
Críticas de Peaky Boy
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Críticas 92
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
4 de febrero de 2014
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
El corazón roto, el final del primer amor, amistades que se separan por otros diez interminables meses, el llanto que brota al ver la risa en las fotos, el viaje de vuelta, un te quiero sin dueño, volver a empezar. El mar en calma, el viento seco que cubre de arena fría la torre sin vigilante. El chiringuito sin hamacas donde contemplar la puesta de sol. El día más largo, la noche más corta, despertarse con el alba en la playa y no encontrar las zapatillas, caminar con la brisa de la mañana hasta la orilla y sentarte junto a la chica de rubio cabello y falda blanca que sonríe mientras le ofreces tu chaqueta, la rodeas con el brazo mirando el amanecer y deseando que el tiempo se detenga para siempre. No hay nada tan melancólico como el final del verano.
El título ya nos provoca esa sensación de vacío y soledad que, durante los 90 minutos de metraje, no se separará de nosotros ni un solo instante. Trabajo minimalista que explora, de forma minuciosa, lo terrorífico que supone enfrentarse al proceso de rehabilitación de la adicción a las drogas para un hombre de mediana edad. Delicado ejercicio narrativo que ahonda en lo más profundo de los miedos de un ex drogadicto que pasa por una crisis existencial, a consecuencia de una sociedad que le cierra continuamente las puertas y que parece no tener sitio para él. Tratando de rehacerse como persona, explorará la ciudad, a los conocidos y a sí mismo con el fin de buscar un significado a esta vida que se empeña en poner las cosas tan difíciles.
Oslo, 31 de agosto de 2011, la capital noruega se queda sin palabras tras el estreno de la nueva película de uno de sus directores más prometedores. No fue hasta diciembre de ese mismo año cuando, de visita por Polonia, me llegaron oídas de que un drama psicológico nórdico estaba causando sensación a su paso por una gran cantidad de festivales de cine. Más de dos años después, por fin llega a los cines españoles en lo que imaginamos será un estreno muy selecto y fugaz por las carteleras. Más vale tarde que nunca, dice el refrán, y sobre todo teniendo en cuenta la gran calidad de esta cinta que hará que la espera haya merecido la pena. La trama comienza con fuerza, un sujeto tratando de suicidarse en un lago; un intento brutal no sólo por lo desesperado del acto en sí, sino por la insensatez de este hombre que, con el juicio completamente nublado, deja el éxito de la funesta empresa en manos de su fuerza de voluntad. Una tentativa tan descorazonadora como imposible en su ejecución al atentar contra el más elemental instinto de supervivencia. Inmediatamente después de haberlo visto tocar fondo, empezaremos a conocer y entender las causas que han llevado a Anders hasta esa crítica situación.
Joachim Trier realiza un trabajo magnífico tras la cámara adaptando de forma muy libre la novela de Pierre Drieu La Rochelle, El fuego fatuo. El director vuelve a contar, como ya hiciera en su primer filme, Reprise, 2006, con Anders Danielsen Lie, al que utiliza como herramienta principal para el evocador estudio que hace sobre la fragilidad de la mente. Un actor que firma una interpretación asombrosa, con tanta fuerza que nos absorbe por completo en su vorágine autodestructiva y nos deja a expensas de su propia suerte. Mediante una serie de travellings de seguimiento, acompañaremos a Anders en un viaje introspectivo mientras deambula, por las calles de Oslo, en busca de un modelo ejemplar que le ayude a encauzar su vida. El entorno será la clave, viejos amigos, familia, su ex novia, todos jugarán un papel decisivo para conseguir que el protagonista tome una decisión acertada; o por el contrario será el detonante que le haga falta para darse cuenta de que por mucha gente que conozca, su vida seguirá siendo tan miserable y solitaria como lo era antes de su etapa de desintoxicación. El actor será el centro de atención en todo momento, su presencia se convertirá en un imán que nos impedirá apartar la vista de la pantalla, incluso después de que hayan empezado a salir los créditos finales.
Jakob Ihre nos deleita con una sensacional fotografía gracias a la cual se llevó el premio en el festival de cine de Estocolmo. Elegante y modesta a partes iguales, se encarga de retratar perfectamente ese turbulento escenario emocional por el que se mueve el protagonista. Un estupendo trabajo de composición que funciona a la perfección junto al guion escrito por el propio Trier y su fiel colaborador en este apartado, Eskil Vogt. Un magnífico libreto lleno de diálogos muy profundos que esconden una gran crítica social bajo el manto pesimista que los envuelve.
Refinado y nostálgico retrato existencialista de una generación de jóvenes procedentes de buenas familias, con un alto nivel cultural y una gran creatividad, cuya rebeldía les condenó al ostracismo social de los adictos a las drogas duras. Víctimas de su tiempo que sufrieron la hipocresía de una sociedad estratificada y altiva que nos da la mano cuando menos la necesitamos, y nos pone la zancadilla cuando intentamos levantarnos. Romántico estudio que refleja perfectamente esa sensación tan plácidamente triste que supone el final del buen tiempo y la llegada de un largo periodo de frío y oscuridad, en el que la gente se despide a lo grande de las terrazas y las fiestas en la piscina para, finalmente, contemplar con impotencia aquella fugaz etapa de transición que, como dijo Garcilaso, debe de disfrutarse antes de que el momento pase para siempre, “marchitará la rosa el viento helado. Todo lo mudará la edad ligera por no hacer mudanza en su costumbre”
Peaky Boy
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8
4 de febrero de 2014
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La ambición, ese deseo ardiente de conseguir poder, fama o riquezas, que se puso tan de moda como medio de ver cumplidos los sueños, es un término que colinda peligrosamente con la obsesión. Es puro marketing, creado por los maestros de las ventas para, acompañado de una palabra, frase o arenga, instar a la gente a que obedezca sus propósitos; aquí es donde entra en juego la capacidad de los agentes comerciales o publicistas de acertar con las palabras adecuadas para hacer que una persona que no necesita nada de lo que se les pueda ofrecer, acabe bajando la guardia y concediendo el beneficio de la duda; desde los astutos slogan de BMW “¿Te gusta conducir?” o L’Oreal “Porque yo lo valgo”, hasta los más agresivos como el de Media Markt “Yo no soy tonto” o el celebérrimo Nike con su “Just Do It”. Porque si no lo haces eres un fracasado, o eso es lo que te hacen sentir. Vendedores de humo, inteligentes manipuladores que, como Don Quijote de la mancha, son capaces de conseguir que pobres diablos como Sancho cumplan cualquiera de sus deseos gracias a su poder de convicción, que reside en ofrecer lo que el escudero más ansía: poder, hasta que esa ambición de la que hablábamos lo llegue a obsesionar de tal manera que, finalmente, caiga en la locura, sumisión u obediencia.
Jordan Belfort era el adalid de la charlatanería, un hombre capaz de vender un bolígrafo a un manco convenciéndole de que, pese a no tener manos, lo iba a necesitar. “Nunca le pido a mis clientes que me juzguen en mis éxitos, les pido que me juzguen en mis fracasos porque tengo muy pocos” con esa frase consiguió Belfort sus primeros 2000 dólares mientras trataba de empezar de nuevo como agente de bolsa. Un hombre que pudo ser el creador de la propia palabra ambición, no porque él mismo fuera ambicioso (que lo era), sino porque eso era precisamente lo que trataba de vender al mundo. Tras el gran desplome del mercado el lunes 19 de octubre de 1987, conocido como “Lunes Negro”, el joven Jordan siguió buscando suerte como corredor de bolsa con el único objetivo de hacerse millonario, así que con la experiencia ganada y los consejos que el excéntrico Mark Hanna le había dado, en una interpretación tan fugaz como estelar del sensacional Matthew McConaughey, se lanzó a la búsqueda de su sueño y no cejó en su convincente verborrea hasta que se convirtió en el bróker más exitoso del mundo. Pero ya lo dijo Bernard Shaw: “El hombre puede trepar hasta las cumbres más altas, pero no puede vivir allí mucho tiempo”. Historia del ascenso al poder y la caída de un gánster, un Scarface sin pistolas pero que, como el personaje creado por Brian De Palma en 1983, terminó conociendo muy bien cuál era El precio del poder.
Leonardo DiCaprio consigue trenzar una interpretación espectacular en el papel principal. Un actor que ha sabido muy bien cómo moverse y adaptarse a los tiempos para pasar de ser el ídolo adolescente que forró las carpetas de las estudiantes en los 90, luego desvanecerse por un tiempo y, por fin, volver a aparecer reinventado en la figura de un actor serio y capaz de liderar repartos de la talla de Origen, con nada menos que Christopher Nolan en la dirección. Todo estaba preparado para que con The Wolf of Wall Street, DiCaprio alcanzara la cumbre de su carrera; ese halo de misterio que ha envuelto su aparición en sus dos últimos papeles, como Jay Gatsby en El gran Gatsby o Calvin Candie en Django desencadenado, donde su nombre estaba presente desde el principio de la película pero su aparición se retrasaba enigmáticamente, haciendo que ésta resultase triunfal, supusieron el preliminar para su gran entrada final, que logra con esta cinta en la que aparecerá desde el minuto número 1 hasta el número 179. Y quién mejor que Martin Scorsese para dirigirle, un realizador que ha confiado en él hasta el punto de hacer de ésta su quinta colaboración. Una dirección magistral llena de fuerza que afronta con valentía las tres horas de metraje sin que el filme pierda en ningún momento ese vertiginoso ritmo que estará marcado en todo momento por un narrador protagonista, muy recurrente en el cine de Scorsese, de verbo tan rápido como la ecléctica banda sonora que ameniza las extravagancias de esta panda de criminales. El director deja su sello representativo y de calidad, cada plano, cada encuadre y cada movimiento de cámara revela el trabajo de un genio cuya destreza cinematográfica sigue siendo capaz de sorprendernos. En esta ocasión mezcla algunos de los elementos clave con los que alcanzó el éxito en anteriores obras; ese humor sombrío y caótico, propio de su cine más experimental como el mostrado en la odisea nocturna ¡Jo, qué noche!, 1985; el retrato de la desesperación de la sociedad urbana con el que cautivó en Malas calles, 1973; y, por supuesto, la depravación y el crimen como crítica del estilo de vida capitalista con el que consiguió dos de sus mejores trabajos: Casino, 1995 y Uno de los nuestros, 1990. Todo está perfectamente amalgamado para dar como resultado esta fastuosa comedia negra en la que depositamos nuestras apuestas a mejor director y mejor actor de reparto, con el hilarante Jonah Hill en un papel muy a lo Joe Pesci, en la próxima edición de los Oscar.

Spoiler sin spoilers
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Peaky Boy
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7
4 de febrero de 2014
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La sombra de Scorsese es alargada, muchos han sido los que han intentado, con poco éxito, copiar el estilo del aclamado director, cayendo siempre en los mismos tópicos, clichés y personajes que, pese a ser visualmente llamativos, resultaban vacíos. Normalmente esto originaba trabajos repletos de elementos fastuosos pero desprovistos de talento. David O. Russell, por el contrario, parece haber estudiado muy de cerca al genio que volvió a darle esplendor al “Chicago Outfit”, y lo demuestra por medio de este ejercicio que, partiendo de la fórmula que llevó al éxito al creador de Goodfellas, se olvida en gran parte de los manuales para centrar su atención en unos personajes que son pura fuerza y confieren a esta cinta un ritmo frenético. Un director que siempre se había distinguido por adaptarse a las exigencias de cada película, y cuyo cine se caracterizaba por un aire artesanal que no permitía adivinar la firma de su creador. Esta adaptabilidad, que fue lo que definió e hizo grande a la edad de oro de Hollywood, no resulta tan común estos días en los que los realizadores prefieren crear su estilo personal y reconocible, pasando así a formar parte de ese cine de autor que está tan de moda. Pese a ello, sí que existe un componente habitual en toda la obra de Russell, y es el humor irónico que, aunque no le ha funcionado siempre igual de bien, es la clave de sus dos últimos filmes y lo deja claro desde el principio con un título de crédito bastante atípico: “Algo de esto realmente sucedió”.
Como comentábamos, sus dos películas más recientes rompen con esa tónica de exclusividad y lo asientan con fuerza en un estilo muy personal y funcional. Vuelve a contar con los dos protagonistas de su anterior y exitosa cinta El lado bueno de las cosas, 2012 y también con la pareja que tan buenos resultados le proporcionó en The Fighter, 2010: Christian Bale y Amy Adams, en un claro ejemplo de cómo aprovechar un reparto de lujo sin que se pisen los unos a los otros. Dirigir a cuatro actores “alfa” dentro de un mismo escenario no parece tarea fácil, pero Russell logra que cada uno se mantenga en su papel, esperando paciente a que le llegue el momento de brillar, de realizar el solo interpretativo o de acompañar desde un segundo plano, como si de grandes músicos de Jazz se tratara, al que ha tomado la iniciativa. El resultado es una perfecta y sincronizada Jam Session a ritmo de los viejos temas de Duke Ellington.
La trama recrea (muy libremente) el escándalo político ocurrido en Nueva Jersey a finales de los 70 conocido como Abscam, acrónimo de Arab Scam (estafa árabe). Irving Rosenfeld es un astuto timador de poca monta que lleva trampeando desde que, siendo un niño, rompía los cristales de los comercios a petición de su padre, propietario de una cristalería. Un día conoce a la guapa stripper Sydney Prosser. Ambos se embarcan en un ilícito negocio que resulta productivo, hasta que son detenidos por un excéntrico agente del FBI que los obliga a colaborar como infiltrados en una operación contra la corrupción de altos cargos del gobierno. Utilizar a timadores para una maniobra tan delicada puede sonar a chapuza, y en efecto lo es, pero a veces, es el plan más disparatado el que finalmente funciona.
Y no sólo el dispositivo es chapucero, todos los que participan en él, de una u otra forma, son patéticos fracasados, víctimas de su propio engaño; Rosenfeld, el personaje al que interpreta Bale y que se basa en la figura real de Melvin Weinberg, es un hombre acomplejado por su alopecia que pasa horas frente al espejo tratando desesperadamente de ganarle la partida a su desnudo cráneo un día más; un sujeto que provoca casi tanta lástima como el agente especial que lo pone al frente del entramado policial, Richie DiMaso, ambicioso y presumido federal, interpretado por Bradley Cooper, con problemas de agresividad, que pasa las tardes haciéndose la permanente en casa de su madre, donde vive junto a su prometida. Tosco y presuntuoso, resulta tan ridículo en su faceta profesional, es capaz de contratar a un mexicano sin nociones de árabe para hacerse pasar por un jeque millonario, como en la personal, son hilarantes sus incesantes esfuerzos por no sucumbir a los encantos de la manipuladora Prosser, interpretada por la espectacular Adams en la que podría ser la mejor actuación de su carrera. Por si todo este despropósito no fuera ya lo suficientemente descabellado, aparece en escena la mujer de Irving, Jennifer Lawrence, una hortera malhablada con tendencias depresivas que se niega a separarse de su marido.

Sigo en spoiler por motivos de espacio
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Peaky Boy
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7
4 de febrero de 2014
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”
Principios de los años 40, en el entorno represivo que se vivía en la segunda guerra mundial, las nuevas generaciones intentan entrar en grandes universidades de renombre. Sin llamar mucho la atención y siguiendo las estrictas normas de conducta que les han sido impuestas, luchan por ser los mejores de su clase y pertenecer a los clubs más selectos, ya que todo está institucionalizado y si no eres parte de la solución, entonces eres parte del problema. Sin embargo, un grupo de jóvenes mira con indiferencia los cuadros que cuelgan de las paredes del campus, en los que aparecen los sonrientes rostros de los héroes universitarios, el orgullo de la nación, mientras prometen que nunca pertenecerán a uno de esos organismos capitalistas. Jóvenes que ya son miembros de su propio club donde la entrada es mucho más restringida que la de cualquier otro, un círculo de erudición admirable y dispuesto a cambiar el mundo o, al menos, la concepción que se tiene de él, un círculo que abre paso a la llamada “Beat Generation”.
Lucien Carr, un líder nato, fue el encargado de reunir a las mentes liberales más brillantes para escribir la idea que corría, sin forma, por su imaginación. Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs llevaron su inconformismo al papel en forma de poemas y manifiestos que instaban a un levantamiento contra la opresión. La inhibición sexual, el alcohol y, sobre todo, las drogas como herramienta para la exploración de aquellas partes del cerebro a las que, por lo general, tenemos el acceso restringido, dieron como resultado algunas de las obras de la literatura más grandes de la contracultura americana, como el poema Howl (Aullido), del propio Ginsberg, con cuyo verso inicial comenzábamos el presente artículo y que fue concebido bajo los efectos del peyote.
El desenlace, las obras, los futuros movimientos que surgieron a partir de esta revolución son de sobra conocidos, sin embargo el inicio, los adolescentes que había detrás de esos futuros genios, es lo que le ha interesado al joven director John Krokidas para llevar a cabo este proyecto en el que, con la ayuda de la directora de fotografía Reed Morano, consigue plasmar perfectamente la brillantez de aquellas mentes adelantadas a su tiempo. Intelectuales que no sólo se enfrentaron a la ineptitud del sistema contra el que luchaban, sino también a su propio autocontrol, dando como resultado un tremendo caos mental que se reflejó en lo desquiciado de su comportamiento y originó algunos de los casos más escabrosos y sonados de la historia de la literatura norteamericana, como por ejemplo, el asesinato cometido por Burroughs de su propia esposa mientras jugaban con una manzana a lo Guillermo Tell, que apareció narrado de forma autobiográfica en su aclamada novela El almuerzo desnudo, llevada posteriormente a la gran pantalla en la genial y psicodélica adaptación homónima de David Cronenberg; o, como ocurre con en la cinta que nos ocupa, el asesinato pasional de David Kammerer a manos de Lucien Carr, con el que comienza la película.
La historia, que se centra en los hechos que precedieron a dicho crimen, arranca con un jovencísimo Allen Ginsberg en el momento en el que abandona la casa en la que vive con su inestable familia, para comenzar su nueva vida en la universidad de Columbia. Ahí es donde conocerá a Lucien y éste le presentará al resto de la banda, dando lugar al comienzo de las relaciones entre los escritores, siempre unidos por el mismo nexo: el apuesto y encantador Carr, una de las mentes más creativas del movimiento pero que, a diferencia de sus compañeros, no destacaba por su excelencia en el campo de las letras. La alianza formada desembocó en un acto de desobediencia que desafió al obsoleto sistema educativo ultraconservador establecido.
El problema es que cuando se habla de algo de proporciones tan grandes, es muy fácil que el medio por el que nos llega esa genial historia no dé la talla y, en efecto, algo le falta a esta película. Una de las mayores trabas que encontramos es la cantidad de rostros conocidos que aparecen, por ejemplo, Daniel Radcliffe, que lidera el reparto con una actuación bastante aceptable, ya no sabe que más hacer para quitarse de encima la sombra de Harry Potter, algo que compromete demasiado la valoración de su actuación y el visionado de la cinta en general. Casos similares son el de Michael C. Hall, al que tenemos encasillado en el papel de Dexter o David Fisher en A dos metros bajo tierra, o Jack Huston como Richard Harrow en Boardwalk Empire. Sin embargo rostros menos conocidos como el de Dane DeHaan o Ben Foster, que acostumbran a no llamar tanto la atención con ninguno de sus papeles, consiguen lo mejor del apartado interpretativo con una actuación digna de reconocimiento, lo que nos hace pensar que el resultado hubiera sido más satisfactorio con intérpretes desconocidos. El guion, escrito por el propio Krokidas, deja ciertos detalles de calidad, sobre todo cuando mezcla algunas de las citas más importantes de los protagonistas con las de los escritores que les influyeron, como Walt Whitman o W.B. Yeats, pero pierde fuerza en momentos en los que el ritmo narrativo exige un diálogo más fluido.

Continúo en spoiler por motivos de espacio
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Peaky Boy
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7
4 de febrero de 2014
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cuero se tensa mientras sus fibras crujen amenazantes, su empuñadura es cómoda y ergonómica, invitando a la firme sujeción. Ahora reposa inerte durante unos segundos hasta que inicia su suave movimiento oscilante. Una calma artificial invade el ambiente por unos segundos hasta que el silbido de la fina piel curtida, cuyo diseño aerodinámico se alía con el viento para lograr mayor velocidad, hace gritar al silencio mientras penetra bizarro en el aire y se vuelve más agudo por momentos. Finalmente se interrumpe de súbito en un desgarrador estallido. La detonación nos enmudece, no vemos las consecuencias del castigo pero todo se ha teñido de rojo. Escuchamos el estremecedor goteo de la sangre sobre la húmeda tierra. El verdugo, con los ojos desorbitados, lleno de una ira incomprensible y un odio irracional deja caer el látigo exánime al tiempo que un cuerpo se desploma en el extremo opuesto de la escena.
Steve McQueen deja fuera de cámara gran parte de la acción, sus lentas escenas, dotadas de una gravedad ineludible, invitan al espectador a una reflexión exterior. El objetivo de este director británico no es conseguir que nos identifiquemos con el protagonista, sino que contemplemos los diferentes castigos que el ser humano puede infligir al cuerpo. Esa es su obsesión, el físico, una constante en sus tres largometrajes y sobre él reposa el peso de sus creaciones; el físico como herramienta de protesta cuando el resto de argumentos han caído en saco roto, cuando no conseguimos que nuestros razonamientos sean escuchados por un embrutecido sistema, sólo nos queda el castigo autoimpuesto para hacernos oír. En Hunger (2008), primera cinta de McQueen, se mostró esa terrible guerra fría (y sucia) llevada a cabo entre un líder del IRA y el gobierno de Margaret Thatcher; y en Shame (2011), por el contrario, la batalla era íntegramente introspectiva, con un protagonista que se enfrentaba a la cotidianeidad de la vida con la obsesión al sexo como enemigo. En ambas, la imagen se centra en los actores, ellos son el motor principal, su apariencia y su evolución o involución. Con 12 años de esclavitud, se sigue con ese estudio sobre la tolerancia del cuerpo por medio de una historia real ocurrida a un ciudadano de Nueva York, uno de esos raros ejemplares de afroamericanos nacidos libres, para los que se creó el nombre de “Freeborn”, cuando en 1841 fue secuestrado y obligado a trabajar como esclavo. Ya en 1996, el director insinuó su intención de mostrar el injusto trato racista y la desconfianza que la etnia negra ha suscitado, adaptando la novela Just Above My Head (1979), de James Baldwin en su cortometraje homónimo.
Chiwetel Ejiofor realiza un ejercicio interpretativo muy sólido y de un nivel asombroso en el papel de Solomon Northup, un violinista negro que tendrá que aprender a soportar todo tipo de abusos si quiere permanecer con vida. Él personificará esos cambios físicos de los que hablábamos mientras que Michael Fassbender, otra de las constantes en el cine de McQueen, como contrapunto a Ejiofor, se encargará de representar los cambios anímicos, la lucha interna y el desprecio hacia sí mismo como filosofía de vida. Fassbender encarnará a Edwin Epps, propietario de una plantación de algodón que vive atormentado por un amor imposible. Su atracción por una de sus esclavas lo llevará a la autodestrucción y a comportarse de manera enfermiza y despiadada. Una magnífica Lupita Nyong’o ejercerá de nexo de unión entre cuerpo y mente, en el papel de Patsey, una pobre mujer que no ha conocido nunca la libertad y ha crecido atormentada por los salvajes deseos que despierta en su dueño y los celos que la mujer de éste le procesa. No se han querido buscar héroes o villanos, el propio hecho de la esclavitud ha quedado relegado a un segundo plano otorgando toda la importancia a la evolución de un hombre que nunca se rindió, nunca se olvidó de quién era y, así, consiguió recuperar la preciada libertad. Muy buen trabajo de John Ridley, que adapta la novela homónima de Northup, para conseguir que la historia no se centre en el odio, la violencia o el rencor, dejando el guion a expensas de la rigurosidad histórica que se esperaba.
Y 20 años dan para mucha historia, puede que ahí encontremos uno de los puntos más débiles de la cinta, ¿cómo evoluciona un cuerpo en constante flagelación durante 20 largos años? ¿Cómo de lentos transcurren tan siquiera 10 minutos de castigo? Pues al parecer esas dos décadas no son visualmente para tanto y, a pesar de algunas incipientes canas y unas ojeras más marcadas, el impacto visual y el consiguiente desgaste anímico que el espectador experimenta no son comparables al que lograra Bobby Sands durante esos cuatro años en la prisión de Maze. Eso sí, la destreza de McQueen para eternizar las escenas hasta el punto de asfixiarnos es admirable, y consigue su punto álgido en la secuencia en la que Northup está colgado del cuello de un árbol tratando de mantener el equilibrio con las puntas de sus pies que llegan, apuradamente, a tocar el suelo. Ejemplo magistral de una elipsis (cinematográfica) que no funciona tan bien en el resto del metraje. Y es precisamente con esa imagen con la que la técnica fotográfica queda perfectamente definida, y aquí va el tercer y último recurso invariable de la filmografía del realizador: Sean Bobbitt, que con su fotografía logra contrastar la maravillosa belleza que ofrecen los plácidos paisajes retratados, con el puro sufrimiento de las acciones humanas que los cubren, inundando de llantos, gritos y dolor el apacible y bucólico entorno sureño de Louisiana.
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Peaky Boy
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