Perdidos en la noche

Crónica del adiós a la inocencia de unos personajes, revestidos al principio de ilusiones y coraje en pos del triunfo social y económico en la urbe neoyorkina. Ilusiones y coraje sin remedio gangrenados y muertos lentamente por la cruda realidad, por el hundimiento de los sueños. Un cruel despertar a un perro mundo, en el que se torna menester la lucha por sobrevivir mediante el malvivir -valga la paradoja- en detrimento del intento de conquista de la prosperidad y, por ende, de algo de felicidad.

La inmersión brutal y de choque de un pueblerino, con aspiraciones de gigoló al servicio de las damas urbanitas en el lodazal revestido de oropel de la gran ciudad, cuyo disfraz de cowboy no hará precisamente las veces de vestuario de consecuciones lúbrico-económicas, sino que será patético distintivo del engrosamiento en las anónimas listas del desarraigo. Tras peripecias amargas como el encuentro con una persona tumbada en el suelo a plena luz del día e invisible para los transeúntes, o el encuentro sexual con un imberbe y pícaro chapero, al que dejará ir por lástima, el cada vez más desencantado protagonista llegará a la amistad sincera para con un pobre enfermo, miembro del mester de la picaresca y la marginalidad.

Un lírico y muy emotivo final son motivo de la nota de 10, que no un 9. (Descripción en Spoiler).

El sueño americano. Desconocía que este término de buscador de una vida de calidad incluyera el ideal de Joe, ir al este en pose de vividor, una agradable palabra que utilizar para describir la intención de vivir de las mujeres y de su cuerpo a un mismo tiempo. Es cierto, era el rubio con las camisas de cowboy más bonitas del lugar, pero algo pasó por alto, la ingenuidad y la confianza ciega no sirven de compañeras para un viaje de placeres indomables con un joven con sombrero de ala ancha de protagonista.

Pasamos a despertar del sueño, tu ingenuidad a cambio de mi experiencia, todos parecen más listos (no por ello inteligentes) que Joe Buck, y el vividor termina pronto siendo víctima de sus ideales, está solo, huele a presa, nadie va a dudar de aprovecharse de ese muchacho.

Pronto Ratso Rizzo entra en su vida, como promotor de nuevos talentos, como engaña-bobos confiados, como única persona que le tiende la mano al saber ya qué es conocerse como un perdedor profesional y oficioso, y que necesita compañía tanto como él.

Si sumas dos seres perdidos en la noche de la gran ciudad puede dar como resultado una amistad, un conjunto de vividores ahogados en su propia miseria y dispuestos a resurgir de ella.

La pillería, la autopromoción, los recuerdos enlatados en lisérgicas ensoñaciones, este es el nuevo día a día del cowboy y su fiel escudero, aunque un vaquero no necesite lanza y escudo, aunque un servidor de antaño no sepa qué hacer con un lazo y unas espuelas. Las vueltas que da la vida, las suficientes como para sentirse en una centrifugadora con destino al paraíso.

Joe (John Voight) es un inocente pueblerino de pasado trágico (mostrado de forma magistral) que viaja a Nueva York para convertirse en gigoló. Una vez allí se dará cuenta que los sueños son mucho más difíciles de lograr de lo que pensaba y acabará compartiendo piso y casi vida con un liante de poca monta llamado Rico (Dustin Hoffman), quién además está gravemente enfermo.

Schlesinger filma este duro retrato de dos perdedores con maestría, esto se deja notar sobremanera en escenas como aquella en la que el dúo acude a la "extraña" fiesta o la manera en que están filmadas las pesadillas que aluden al pasado de Joe y los sueños de Rico de viajar a Florida. A pesar de su tono general, el guión da varios respiros al espectador introduciendo personajes esperpénticos que rozan lo paródico y que suponen un oasis ante tanto dramatismo, aunque se acusa de varios momentos monótonos y algo innecesarios durante su parte central y de un final demasiado precipitado.

Sin embargo lo mejor de la película es su pareja protagonista, y no sólo por el interesantísimo contrapunto que suponen (¿acaban siendo algo más que amigos?), sino por las fantásticas interpretaciones tanto de Voight como de Hoffman. Todo ello, junto a la popular canción de Harry Nilsson (la cual pone los pelos de punta cada vez que suena en pantalla) hacen de Cowboy de medianoche un interesante título sobre la desesperanza.

Tras muchos años de oir que era un clásico y demás mitomanía, por fin la ví; en efecto, la cosa no es para menos. A priori el hilo argumental puede hacer presagiar un dramón de tomo y lomo, siendo los personajes principales son carne de sobreactuación, pero no es el caso. Voight está perfecto y transmite la candidez que pedía el vaquero Joe, y Hoffman... Hoffman está espectacular, hasta el punto que cuesta recordar una mejor personificación de la miseria. La dirección de Schlesinger es magistral y sorprendente para el año de la película, y llega perfectamente adonde quería ir, un estremecedor retrato del "sueño" americano y de la soledad humana. En definitiva, memorable.

El texto fílmico en “Midnight Cowboy” se puede develar como una historia triste, en un excelente guión que, si bien señala las amistades en medio de ciudades con ausencia de solidaridad por parte de sus habitantes; la opción de reivindicarse es una utopía. Creo que la película es eso: Vivir de las pequeñas utopías.

El hombre vive de las pequeñas utopías y el Estado de Utopía de Tomas Moro no es un paraíso, ni siquiera es un esquema teórico de la mejor forma de gobierno. “Midnight cowboy” de cierta manera, formula la pregunta con base en unos personajes marginales a la larga: ¿Quién desearía vivir en una sociedad así de parcas preocupaciones, y cuando le viene en gana, da completamente la espalda? ¿Outsiders vigilados por todas partes, sin poder salir de una etiqueta o clasificación?

Gonzalo Restrepo Sánchez (Film critic. Barranquilla, Colombia)