El cisne negro

Llegó al centro comercial con tres amigos, yo voy emocionado por ver esta película. Adentro del cine, solo estamos dispuestos a comprar un refresco de litro para los tres (todo esta carísimo). Nos metemos al baño, cada quien esconde su respectiva bolsa de cacahuates en el pantalón para poder pasar al cine. Entro a la sala, tardo poco en darme cuenta de que al director le interesa mucho tomar las uñas ensangrentadas de Natalie Portman. Me estoy percatando de que la protagonista vaya que se adentro en el personaje. Natalie Portman está realizando una intensa interpretación. La historia avanza, se dejan ver aquellos tópicos característicos de cintas pretenciosas y efectistas (Basta con mencionar al profesor de ballet; que dice puras frases sacadas de cualquier libro barato de superación personal). Llega la escena lésbica, y se torna incomoda, especialmente con aquella pareja de novios a lado mío. Pasan las horas, la cinta se va haciendo más insoportable. De pronto comienza a moverse la cámara bruscamente (con música de persecución). Ya estoy ansioso por llegar al final, pero no es por la emoción, lo que sucede es que ya no quiero seguir desperdiciando mi preciado tiempo. para terminar pronto, el resto de la película sinceramente se me hizo indiferente. Les confieso que a mí me pesco la publicidad, se hizo gala de un excelente márqueting. Pero esa no es la cuestión, la cuestión aquí, es que este no es un film de cierto contenido artístico, este en realidad es un tráiler paranoico de muy poca originalidad, acerca de una bailarina de ballet esquizofrénica, que finalmente culmina de la manera más absurda.

Una minima idea argumental llevada a largometraje, engañando constantemente al espectador haciéndole ver escenas irreales para colmo mal contadas (por ejemplo la escena del espejo o la visita al hospital). La esquizofrenia puede tener mejor tratamiento cinematográfico, véase Lilith, de Rossen. A la salida del cine uno se pregunta qué sentido tiene la mitad de lo que ha visto, el sarpullido, las muy confusas visiones, el comportamiento absurdo de los personajes (¡ese director que no tiene fe en su bailarina!). Pero lo peor de todo es utilizar como aspecto demoníaco al sexo, mostrado como vehiculo de maldad. Insufrible.

Mark Twain dijo que las personas somos cómo la luna: hay un lado oscuro que no enseñamos a nadie. Un instinto oculto que alberga la violencia, la maldad, la lujuria. A medida que crecemos ese instinto crece con nosotros, se fortalece. Cada uno sabe que se encuentra dentro de nosotros, latente, esperando su liberación aunque sólo sea por un espacio corto de tiempo.
Ese instinto es tan esencial en el ser humano como pueden serlo la bondad, la inocencia y el amor. Dos mitades de un mismo ser. ¿Que ocurre cuando ese lado oscuro se inhibe? Esta magnífica película responde con creces a ella.
Nina, la pequeña y dulce Nina es una bailarina bella, frágil, inocente. Perfecta para interpretar a Odette (el cisne blanco) en la nueva producción del "Lago de los Cisnes", la inocencia que transmite al bailar (la suya propia) la convierten en la elección casi instantanea. Pero existe un problema: también debe interpretar al Cisne Negro, la némesis de Odette y, por instancia la suya propia. El Cisne Negro llama, atrae, seduce.
Lo peor es que una nueva bailarina llega a la escuela, Lili. Una mujer increíblemente hermosa, atractiva, apasionada. Cada vez que baila resulta difícil apartar la vista de ese fuego: el perfecto Cisne Negro. Nina es entonces consciente de que su único sueño puede desaparecer como el humo en medio de una ráfaga de aire y su temor y desesperación aumentan cada día que pasa.
Nina lleva toda la vida inhibiendo la parte oscura de su ser y ahora necesita dejarla salir para lograr su sueño. Pero su instinto oculto está furioso, lleva tánto tiempo enterrado que ahora se niega a conformarse con las migajas y arremete con toda su fuerza. Ambos partes combaten en el interior de Nina, de forma que ella poco a poco va perdiendo la noción de la realidad. El resultado de esa batalla puede llevarla a la autodestrucción o a la tan ansiada perfección. O quizá a ambas cosas...

Cisne Negro es un viaje alucinante y aterrador a la vez desde el lado infantil, protegido, recto y cuidado hasta el lado oscuro, perverso, maduro y autosuficiente del ser humano... Ese es mi resumen de la película... una metáfora de principio a fin de la perdida de la inocencia.
Técnicamente perfecta... primerísimos planos, cámara en mano, coreografías, interpretaciones, todo sublime...

La última película de Darren Aronofsky es un paso más en la consolidación de su estilo. Pero no es su obra definitiva. Si bien aprovecha los logros de su mejor obra hasta el momento (“El luchador”, 2008), también ostenta los excesos aparatosos de sus películas anteriores.

Los aciertos de “Cisne negro” se deben al predominio de los planos subjetivos y travellings de su protagonista –Nina Sayers (Natalie Portman). Sugieren que el mundo es vivido desde su mirada, desde su incipiente locura. Se consigue una efectividad innegable: los encuentros de Nina con sus dobles, las risas que susurran hostilidad tras bambalinas… Aronofsky realza con su planificación la realidad de las alucinaciones, la convicción de que el mundo que se nos muestra es producto y distorsión de oscuros impulsos reprimidos.

Hasta aquí, la dirección de Aronofsky es estupenda (sobretodo, si se piensa que la película funciona como un thriller psicológico), pero sólo hasta el clímax final. Esta planificación sucumbe al abuso de la prestidigitación para disimular las soluciones fáciles del guion. “Cisne negro” se presta al juego de “adivina qué es real” y distrae del verdadero tema (la obsesión autodestructiva por la perfección). Por mucho que se haya mostrado las tendencias autolacerantes de la protagonista, no resulta convincente la solución del virtual asesinato de Lily (Mila Kunis) para presentar a una Nina mortalmente víctima de su propia locura.

El problema se agrava porque la prestidigitación se enmarca en los excesos del final, que devuelve a “Cisne negro” a las inconfundibles maneras de Aronofsky, las delirantes apoteosis a las que nos tiene acostumbrado. Aquí, la música de Chaikovski enfatiza hasta la caricatura a una Nina dejándose caer en cámara lenta, con la reconciliada troupe rodeándola extasiada y un Vincent Cassel llamándola “princesita”. Un final, por otra parte, lógico y necesario argumentalmente, pero que saca a relucir el cisne negro personal de Aronofsky: el efectismo.