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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
22 de enero de 2017
29 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ahí estabas, en aquella barbacoa, en aquel estupendo evento social que tanto tiempo te había llevado preparar. A ti y a tu querida mujer, claro... y a tu queridísima hija, también, cuyo apoyo incondicional a todas tus empresas se vio también reflejado en esta nueva aventura. "¡Claro que podemos montar una barbacoa en el jardín de atrás, papá!", dijo ella, hará unas dos semanas, "Somos un equipo, ¿no? ¡Juntos podemos lograr cualquier cosa!" Y así fue. La familia aunó esfuerzos y, una vez más, triunfó. Montó la comilona más espectacular jamás celebrada en ese soberbio barrio donde vivía ese padre, y esa madre y esa hija tan cachondos, y tan simpáticos y tan bien compenetrados. Sí, la vida era bonita. Más que esto, era preciosa. Y luminosa, y divertida, y memorable en todos los segundos, minutos, horas y días que ofrecía. La vida era tan... tan... todo, que era épica. Así, en general. Solo que en realidad, no. En realidad, esas hamburguesas, chuletas, salchichas y chorizos que se estaban cociendo al aire libre, tenían una pinta bastante sospechosa. En realidad, las bromitas que se gastaba tu grupo de amigotes no tenían puñetera gracia. En realidad, tus colegas daban bastante pena. En realidad, tu familia era lo peor...

Te diste cuenta, por fin, de que todo aquello era insoportable; de que daba puto asco. Tanto, que ni todas las arcadas que pudiera generar tu estómago iban a bastar para hacerte sentir mejor. Aquella gente, aquel panorama... "aquello", exigía medidas más drásticas, más desesperadas. Un ataque al corazón o un ictus parecían, en aquel momento y circunstancias, las opciones más racionales. Las únicas posibles. Y así empezó a manifestarse aquella presión en el pecho, aquella parálisis en el brazo, aquel dolor punzante en la cabeza... Tu organismo estaba a punto de colapsarse, pero en vez de invadirte el pánico, sólo sentiste un alivio que si no llegó a total, fue porque temiste que aquel derrumbe se prolongaría más de lo deseado. "Ojalá me muera ya", te dijiste a ti mismo; "¡Ojalá me muera ya!", gritaste a los invitados. Pero nada. Ahí no pasó nada. Tras unos pocos instantes de -bienvenido- silencio, Paco, uno de los compis de la oficina, se acercó a ti, te dio unas palmaditas en la espalda y comentó, en voz altísima, que tú y sólo tú eras siempre el alma de la fiesta. Prosiguieron las risas, aquellas carcajadas que dejaban entrever el intestino grueso del sujeto. Tu mujer sonrío vagamente mientras negaba con la cabeza, tu hija escupió no una, sino dos veces en el césped y los choricillos siguieron emanando ese jugo grasiento que seguramente obraría más milagros que aquel intento de infarto que acababas de sufrir.

Desaparecieron los dolores físicos. Permaneció ese malestar interior. No moriste aquel día, en aquella barbacoa infecta... No porque tu cuerpo sanara por arte de magia, sino porque ya llevabas mucho tiempo muerto. Game Over, amigo. ¿Pero cuándo sucedió eso? ¿En qué momento se convirtió todo en una puta porquería? ¿Cuándo dejaste de molar? ¿Cuánto tiempo desde que dejaste de estar oficialmente vivo? Y te perdiste, por siempre jamás, en el túnel; en tus propios recuerdos. En una galería espantosa de memorias distorsionadas a conveniencia del consumidor. Una ficción, una mentira meticulosamente auto-diseñada para que la mierda que te rodeaba cada día no te matara del pestazo. Pero claro, llegó el momento en que el tufo se hizo tan fuerte, que ni los mantras buenrollistas repetidos frente al espejo, ni todas las tazas y/o pósters motivacionales de Mr. Wonderful pudieron evitar el derrumbamiento. Y ahí te quedaste, soterrado por las ruinas de todos tus proyectos; por el peso de tu propia ineptitud a la hora de construir algo que precisara de algo más que humo. Tu cuñado, siempre a los controles de la situación, intentó tranquilizarte diciendo que todo esto no era más que un pequeño bache, un bajón, la típica depresión que tal como vino, se iría... aunque claro, por algo era tu cuñado. Tu puto cuñado...

En éstas que llega a nuestras salas 'Los del túnel', nuevo trabajo de la dupla Pepón Montero & Juan Maidagán, quienes empezaran a destacar, en el año 2008 en la pequeña pantalla, agitando (todo lo que se pudo) el panorama nacional con un producto ('Plutón BRB Nero', la serie espacial impulsada por Álex de la Iglesia) ciertamente atípico dentro del conservadurismo y ranciedad que rigen normalmente en la oferta televisiva española. Ahora, casi diez años después, y tras varios proyectos juntos más, la pareja artística hace por fin el salto a la gran pantalla, sorprendiendo para bien (aunque en ocasiones, desconcertando para mal) con una película que, no hay dudas al respecto, se aleja también de los sabores con los que suele "deleitarnos" nuestra cinematografía. Su escena de apertura ya es impactante, no por el poder de las imágenes o de los sentimientos con los que juega, sino por cómo destroza los tempos de aquel film que esperabas... y que finalmente (y afortunadamente) no vas a recibir.
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reporter
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8
14 de enero de 2017
22 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son exactamente las siete de una mañana cualquiera de noviembre, y hace un calor inhumano. Hace también dos horas que se ha apoderado de tu cuerpo una fuerte alergia hacia todo lo que tenga que ver con el género humano, así como hacia el mundo que éste ha construido. Todo da urticaria; todo despierta arcadas. Estás en Los Angeles (¿dónde sino?), ese asco de ciudad en la que hay que ir montado sobre cuatro ruedas hasta para conseguir una maldita barra de pan. El caso es que estás atrapado en ese ritual matutino al que en las otras partes del planeta se conoce como “atasco”. Aquí es simplemente un peaje. Otro más. Coches inmóviles a la izquierda, a la derecha, delante y atrás. Todos igualmente atascados; todos cómplices necesarios de esa trampa taquicárdica que cualquier sofocante día de esos, lo sabes, va a acabar contigo... A no ser que acabes tú antes con ella. Llegados a este punto, sólo dos opciones parecen entrar en los siempre estrictos límites de lo racional. Primera, la de Michael Douglas en 'Un día de furia': hacerte con un revólver, o una metralleta, o una escopeta recortada, o una carga de dinamita, o un bazooka (o lo que sea...) y ajustar con ello números con un universo que sin lugar a dudas es deudor de una cuenta de proporciones literalmente astronómicas.

Segunda, encender la radio y olvidarte, por un momento, de esa manía tan tuya de pensar que la música (y ya puestos, el cine) de hoy en día no vale nada. Navega un poco por el mar de emisoras y encuentra aquella en la que te sientas más a gusto. Y déjate llevar. Canta con todas las energías que tengas en el cuerpo. Fuera complejos, porque el cretino del coche de la izquierda, fíjate, está haciendo exactamente lo mismo que tú. Y el de la derecha. Y el de delante. Y el de atrás. Ya no son idiotas, sino criaturas gráciles, amables y virtuosas. Y cuando te has dado cuenta, resulta que aquella autopista infecta, la misma ratonera en la que estabas convencido de que ibas a morir miserablemente cinco minutos antes, se ha convertido durante este breve pero intensísimo período de tiempo, en la pista de baile más increíble que se haya visto jamás. Los de la carretera de al lado, atónitos ante tal espectáculo, detuvieron también sus vehículos y se apuntaron a la fiesta. Ni pudieron ni quisieron reprimir las ganas de formar parte de aquello. Y así, la juerga se extendió hasta los límites de la área urbana. Y los sobrepasó, y conquistó el país, y el continente, y el mundo entero... y por un momento, la vida volvió a ser maravillosa. Nos dimos cuenta, y ya había empezado 'La La Land'.

No estábamos aún en “La ciudad de las estrellas”, sino en la de los canales. En el Lido, para ser más exactos, con la excusa de la 73ª edición del Festival de Cine de Venecia. Tras el tropiezo del año anterior con la indigna 'Everest', de Baltasar Kormákur, la organización tuvo a bien volver a dar a su película de apertura toda la envergadura que dicha institución merece, recordándonos de paso que inaugurar un gran festival, más que un privilegio (que también), es una responsabilidad. Así pues, prohibido dormirse en los laureles, mucho más amedrentarse. Y apareció Damien Chazelle... otra vez. En 2014, recordemos, en la 30ª edición del Festival de Sundance, tuvimos ocasión de conocerle. Se nos vendió que aquella película que presentaba a concurso era su debut... y en realidad no, pero como si lo fuera. El hombre (el chico, para ser más exactos) era un astro cuyo brillo todavía no había sido detectado por la mayoría de radares. Con 'Whiplash', que así se titulaba aquella bestialidad, lo pusimos por fin en el mapa. Dicha cinta, por cierto, sirvió como pistoletazo de salida para aquel certamen, y sin nosotros saberlo, ya estaba todo vendido en Park City. A ritmo de desenfrenada percusión jazzística, Chazelle arrasó. En Sundance, y en Cannes... y a poco se quedó de repetir en los Oscar.

Nada mal para un -falso- debut. Pues bien, dos años después, Venecia puso toda su confianza en el mismo niño prodigio... y volvimos a dar en el clavo. Y nos regodeamos en los placeres que sólo pueden ofrecer esas canciones irremediablemente pegadizas, que vamos a tararear para nuestros adentros hasta que el cerebro no pueda más. De esto va en parte la nueva propuesta de Chazelle, de recordarnos la inmortalidad de ciertas expresiones artísticas a las que quizás dimos por muertas demasiado pronto. Llámelo jazz; llámelo género musical. Al salir del pase de prensa de 'La La Land' en la Sala Darsena (donde se fueron encadenando los aplausos durante la proyección) era inevitable reencontrarse con buena parte de las sensaciones de aquel año en Sundance. No había dudas al respecto: Chazelle lo había vuelto a hacer. Y lo hizo perfeccionando su propia fórmula del éxito. Si en su -auténtico- debut, 'Guy and Medeline on a Park Bench' el cine y la música se enamoraron a primera vista; en 'Whiplash' se dieron una soberana paliza... y ahora en 'La La Land' danzaban y cantaban en perfecta armonía, demostrando que no existe mejor pareja de baile que una cámara ágil y una de esas partituras que contagia eso que sólo puede describirse como “la alegría de vivir”.
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reporter
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7
7 de enero de 2017
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para ir de Lisboa a Nagasaki, hay que pasar antes por Goa y Macao. Para ello, se requieren meses de navegación penosa, luchando contra las fuerzas de la naturaleza y todo tipo de enfermedades, recorriendo la costa africana occidental y buena parte de las inclementes aguas del Océano Índico y Pacífico. El Canal de Suez, en la época en la que transcurre la acción, no llega ni a ensoñación descabellada del ingeniero más loco, y las noticias tardan todavía meses (a veces años) en cruzar los charcos. Y así, de un año para otro, el padre Ferreira, idolatrado seminarista portugués y heroico misionero en tierras japonesas, deja de informar sobre sus esfuerzos evangelizadores en tierras paganas. A partir de ahí, el más angustioso de los silencios. Nada. Sólo espacio y tiempo para que los rumores (algunos más malintencionados que otros) empiecen a ennegrecer el recuerdo de la virtud. Se dice, se comenta, se teme... que el pastor ha apostatado. Ante tales calumnias, Sebastiao Rodrigues y Francisco Garpe, dos de los alumnos más aventajados de Ferreira, deciden embarcarse en el viaje de sus vidas para demostrar que todas las injurias volcadas sobre su maestro no son más que esto, una dolorosa mentira.

De Lisboa a Goa va un puñado de meses de puro sufrimiento. De Goa a Macao, otro via crucis. De Macao a Nagasaki, más tormento... Y una vez en tierras niponas, aguarda la peor de las torturas: la que ataca directamente al alma. Para llegar de un extremo al otro del planeta, más que requerirse medios, se necesita mucha fe. Fe en que la palabra del Señor será bien recibida en territorio desconocido, fe en que ninguno de los incontables obstáculos que se van a encontrar durante el camino van a resultar insalvables... Fe en que el padre Ferreira no haya renunciado a la suya. El proceso de Martin Scorsese para adaptar al cine 'Silencio', novela pilar en el legado artístico del escritor nipón Shusaku Endo, también cabría definirlo como un auténtico salto de fe. De Lisboa a Nagasaki va una infinidad de millas náuticas, y de las páginas a la pantalla grande, van años... incluso décadas. Tiempo durante el cual el cineasta se desvive para que el proyecto no muera, batallando constantemente para que el olvido, el destino al que no pocos le condenan, acabe marcando el punto final de la travesía.

Hasta que llega el año 2016 (uno más, en el mundo no-tan civilizado), y justo cuando termina la temporada de festivales, la promesa se convierte en realidad. Ésta se materializa, dígase ya, en una traducción perfecta. Es tal el respeto que Scorsese muestra hacia el material ofrecido por Shusaku Endo, que la novela hasta podría adquirir el carácter de “sagrada escritura”. No se trata sólo de hacer una traducción, por así llamarla, literal (aunque también, al verse la práctica totalidad de diálogos, reflexiones y descripciones propuestas por el escritor, directamente reflejada en la película que ahora nos ocupa), sino también, y sobre todo, espiritual. Una vez más, toca hablar de fe... y de comprensión de los medios. De sus caprichos, necesidades y posibilidades. Y es que con los grandes discursos (y éste, sin duda lo es), para poder recitar, antes se tiene que haber entendido la lección. Si con 'El lobo de Wall Street' Scorsese se reencontró con su mejor versión para completar así la que se ha catalogado como la trilogía del American Gangster (compuesta también por 'Uno de los nuestros' y 'Casino', no en vano, dos de sus trabajos más logrados), ahora con 'Silencio' hace lo propio con el ya conocido como tríptico sobre la espiritualidad.

Primero fue 'La última tentación de Cristo', después 'Kundun' y ahora otro brillante ejercicio de mezcla (más bien de violento choque) entre la esfera íntima y la colectiva. Dos realidades y dos niveles narrativos (el de la crónica histórica y el de la reflexión espiritual) que avanzan paralelamente y que conviven como reflejo recíproco, compartiendo la naturaleza de la misma angustia, la que surge del escalofriante silencio del mentor (en este caso, Ferreira / Dios) ante una situación para la que éste no parece habernos preparado. En dicho escenario, el sujeto se ve obligado a lidiar con un más que comprensible complejo de abandono, que no hace más que magnificar su drama interior... hasta convertir su sufrimiento en una carga que pasa de personal e intransferible, a irremediablemente compartida. No sólo con las personas a su alrededor, sino también, claro está, con el propio espectador. Y recordamos de nuevo, por obra y gracia de Martin Scorsese, ese maestro siempre a nuestro lado, que la buena adaptación no se limita a copiar, sino a respetar las virtudes de la(s) referencia(s) con la(s) que trabaja.

En este sentido, Shusaku Endo planteaba en su libro un crescendo trágico que avanzaba implacablemente, y de forma cada vez más apresadora, hacia un clímax final desolador ante el que era casi imposible mantenerse impermeable. En esa devastación, el novelista (criado en el catolicismo, al igual que el realizador que ahora le homenajea) conseguía que la crisis de fe del protagonista en la ficción tuviera su réplica en una cuestión mucho más global, nunca mejor dicho. Así, la odisea de Sebastiao Rodrigues se convertía en la excusa perfecta para que Endo cuestionara el carácter universal del mensaje cristiano, una actitud que, en un presente marcado, entre cosas, por el avance imparable del movimiento globalizador, da un renovado interés a la obra en cuestión. Scorsese hace lo propio en una película que, hablando de reciprocidad, se beneficia de la exquisitez en la puesta en escena (sólo empañada ligeramente por alguna decisión estética algo desconcertante) y la dirección de actores (Andrew Garfield, por ejemplo, cumple con solvencia la auténtica primera prueba de fuego a la que se ha tenido que someter) y la nitidez en la narración de quien mueve ahora los hilos, para que su mensaje llegue ahora al receptor con igual -o incluso más- fuerza.
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reporter
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6
29 de agosto de 2016
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La imagen es simple. Tanto que a simple vista (nunca mejor dicho) no merecería ni un minuto de nuestra atención. El análisis debería exigir aún menos tiempo, y es que los ojos se niegan a detenerse demasiado en algo que parece tan obvio como carente de chichca. Pero claro, como ya se sabe, las apariencias engañan. Éstas nos hablan de un hortera estrechándole la mano a un vejestorio. El segundo sonríe más que el primero, como si para él, dicha instantánea supusiera mucha más satisfacción que para el otro. Las espaldas de ambos están protegidas por cinco banderas que tienen pinta de hacer referencia a los Estados Unidos. En la parte derecha de la fotografía aparece una estantería en la que destacan varios objetos decorativos que ahora mismo causarían furor en cualquier fiesta de ''pongos'' que se precie. En aquella época, eso sí, lo que parece no ir más allá que un bonsái cutre y un par de figuritas de porcelana de mercadillo debían ser el colmo de la distinción. A saber. Teorizar acerca de esto es inofensivo y, por lo visto, es también lo más divertido que nos puede ofrecer esta nueva chorrada con la que hemos decidido ocupar nuestro tiempo.

El caso es que un segundo vistazo aclara un poco más el panorama, y en cierta medida lo vuelve más interesante. El del mal gusto (en el vestir, en el look capilar...) es ni más ni menos que Elvis Presley; el viejales que hace todo lo posible para ocultar la amargura que le corroe por dentro es, oh sorpresa, Richard Nixon, el considerado como peor presidente de la historia de los Estados Unidos. El mismo que, para compensar un poco los agravios, quedó como eterno recordatorio de unos tiempos que, efectivamente, fueron mucho mejores que los que nos ha tocado vivir... ¿o acaso recordamos la última vez que vivimos una dimisión a raíz de un escándalo político? Yo desde luego, no. En-fin, que ahí estaba el Rey, pavoneándose por el Despacho Oval, poco antes de que al líder del mundo libre le diera por registrar toda conversación / charla / discusión / ruido que ahí se diera. Total, que más allá de una imagen y del testigo de gente que por motivos obvios no debería tenerse en excesiva consideración, queda un inmenso vacío informativo ideal para regodearse en los sagrados placeres de la ignorancia. Nos queda pues la especulación... y librarnos a la atracción de la bufonería.

Los títulos de introducción de la nueva película de Liza Johnson, por lo que nos cuentan y por el modo en que son usados, dan buena cuenta de este espíritu (¿filosofía vital?). Prohibido confundirse: la obra no está sujeta al engorro del rigor histórico, más allá de la necesaria contextualización empleada, en esta ocasión, para empezar a construir chistes, los cuales se descubren al poco rato como el único punto de apoyo del producto. Esto podría interpretarse como un síntoma de pobreza en los argumentos, aunque tampoco cabe descartar la fe ciega en un modelo que fomente su efectividad en, precisamente, su simpleza. Lo complicado del asunto es que la directora no se da ninguna prisa en darnos pistas para disipar dudas al respecto. Así, los primeros compases de 'Elvis & Nixon' se suceden siempre al lado de la incómoda incertidumbre de no saber hasta qué punto sus responsables son conscientes de la tontería que están firmando... Hasta que aparece en pantalla el más ''jackass'' de todos: Johnny Knoxville. A decir verdad, la presencia del gurú de las memeces más dolorosas poco o nada aporta al conjunto, pero su entrada en escena es como si nos animara a quitarnos los complejos (tanto a los que miramos como a los que están filmando) y a no sentir ningún tipo de culpabilidad (¿por qué deberíamos?) por aquello de tomarnos la Historia con tanta ligereza.

Al fin y al cabo, la imagen, que ciertamente vale más que mil palabras, nos habla a grito pelado del que seguramente fue uno de los episodios más freaks jamás vividos en la Casa Blanca. Y ya es decir, que no en vano hablamos de un escenario en el que, por ejemplo, por poco no se presenció el asesinato del hombre más poderoso del mundo a causa de la maléfica intervención de una galleta. A la espera de que Liza Johnson se decida a adaptar tan memorable capítulo, queda conformarse, y no es poco en tiempos de crisis, con el constante amalgama de sensaciones encontradas (casi siempre resuelta con regusto dulce) que produce el ver a dos colosos de la interpretación enfrentarse al reto de reinterpretar a dos hitos desde la más bruta de las caricaturas. Con estos ingredientes sobre la mesa, lo más normal era terminar engullido por la vergüenza ajena. Por suerte, Michael Shannon y Kevin Spacey raramente se conforman con semejantes bajezas. Éste desde luego no es el caso. De hecho, sólo por la composición que ofrecen ambos, tanto por separado como cuando comparten encuadre, la película ya queda totalmente justificada... y hasta nos deja con las ganas de futuras entregas, no dedicadas a Elvis y/o Nixon, sino a Shannon y/o Spacey poniéndose el disfraz de uno y otro. El menosprecio para con las segundas lecturas, interpretaciones o análisis mínimamente riguroso de la situación es total. No hay contenido, sólo el vacío que pueden ofrecer los placeres de las buenas tonterías.
reporter
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3
29 de julio de 2016
6 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
La mamá número 1 es una esclava de su propia condición. Desde que diera a luz por primera vez, se ha visto superada por eso de criar a los vástagos. Está que no puede con su alma porque se desvive por los demás. A la neurótica de su hija mayor le hace de psicóloga, día sí-día también. Al vago de su hijo le hace siempre los deberes y al inútil de su marido... le arregla directamente la vida. La mamá número 2 es como la mamá número 1, solo que en versión extrema, seguramente por un -inquietantemente- desarrollado gusto masoquista. A la pobre mujer, ya sea porque se lo cree o porque se lo han inculcado de mala manera, lo del patriarcado más rancio hasta parece que le viene bien. Como anillo de compromiso al dedo. La mamá número 3 ya pasa olímpicamente de todo. Encadena trujas con ligues a los demás papás de sus amigas. Es, por ello, y con toda seguridad, la más lista de todas las mamás. No del grupo, sino de todo el instituto, las cuales están gobernadas con mano de hierro por una cruel y maquiavélica reina de hielo que en realidad no hace más que volcar sus -infinitas- amarguras interiores en sus vasallas.

El panorama es ciertamente desolador, pero como siempre con los genios, el punto está en saber ver la comedia inherente en el drama. Por desgracia, en la dirección ni Jon Lucas ni Scott Moore se acercan siquiera a los mínimos de esa tan anhelada genialidad, de modo que toca sacar las risas sin sutilezas. A patadas, ¿por qué no? Cueste lo que cueste, vaya, sin importar cuánto tengan que gastarse en la lista de la compra. Por todos es sabido que a las fiestas americanas (a las universitarias, por no desmerecer el tono de la cinta) se va o bien porque el anfitrión es lo más y existe la posibilidad de impregnarse de su popularidad, o bien porque el muy pringado ha decidido tirar la casa por la ventana. Con aquel equipo de música y aquel DJ que van a despertar a todo el vecindario, con aquellas estructuras hinchables que van a convertir su casa en el mejor parque recreativo, y sobre todo con aquella carga etílica (aderezada con otras drogas más o menos duras) que hará que la resaca de la mañana siguiente sea la más dulce(mente jodida) de toda la historia de la humanidad. En este segundo escenario nos movemos ahora...

... supuestamente. El modelo a seguir es el de otras tantas películas veraniegas del género. Siete años después, seguimos el rebufo (ya desgastado) de aquel punto de inflexión dirigido por Todd Phillips. 'Resacón en Las Vegas', cuyo guión venía firmado por los aquí realizadores, era una deliciosa y desmadrada celebración del síndrome de Peter Pan elevado a la enésima potencia. Algo así como una terapia de shock (con mucho rohypnol) a la crisis de los cuarenta, o si se prefiere, a la mierda ésa de ser una persona adulta con responsabilidades. Lo que pretende 'Malas madres' no dista demasiado de los objetivos conquistados por aquella -desternillante- revolución pueril, por desgracia, los resultados quedan demasiado atrás con respecto tanto a lo prometido como a lo pretendido. El problema, o el más importante, está en la escasa (por no decir nula) capacidad de Lucas y Moore a la hora de ahondar, ni que sea lo más mínimo, en el titular de la propuesta. De gamberras va la cosa, entendido, pero con sólo esto es imposible llenar más hora y media de metraje. Es que de hecho, sumando todos los momentos que consiguen arrancar sonrisas (no pedimos más), ni debe llegarse a los diez minutos. Los noventa restantes quedan en el ya clásico e incómodo limbo del silencio.

Y ahí estoy, en otro pase de prensa (perdón, en oootro pase de prensa) en el que los personajes en pantalla se lo pasan infinitamente mejor que los personajazos que estamos sentados en el patio de butacas... Excepto aquel que se ríe tanto por dentro (se supone), y aquel otro que sí se ríe de verdad, aunque seguramente sólo sea por la desesperación crónica acumulada a lo largo de tantos años al servicio de la noble y muy agradecida (y valoradísima, claro que sí) causa de la crítica cinematográfica. (Dios, ¿éste es el futuro que me espera a mí?) La historia, la de esta película, construida sin duda a partir de alguna playlist de grandes éxitos de Spotify, es un encadenado de situaciones en las que el exceso no hiere; sólo carga, y en las que la provocación de la irreverencia se confunde con la vergüenza -ajena- del petardeo. De acuerdo, a lo mejor los impulsos sádicos que rigen nuestras emociones se deleitan viendo la degeneración psico-física de alguna ex-estrella y cómo el prestigio (?) de determinadas actrices se hunde a ritmo de Icona Pop. A lo mejor el ''I don't care'' (en cristiano, ''Me la suda'') sigue teniendo su gracia... A lo mejor aquí no hay rastro de ella. A lo mejor he tirado a la basura otros 101 minutos de mi vida. A lo mejor hay algo de cómico en todo esto... y a lo mejor, para mí, no.
reporter
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