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España España · Barcelona
Voto de reporter:
7
Drama Segunda mitad del siglo XVII. Dos jóvenes jesuitas portugueses viajan a Japón en busca de su mentor, el conocido misionero Padre Ferreira. Los últimos rumores indican que, tras ser perseguido y torturado, Ferreira ha renunciado a su fe, algo difícil de creer para los sacerdotes que parten en su búsqueda. En Japón ellos mismos vivirán el suplicio y la violencia con que las autoridades japonesas persiguen a los cristianos, a los que ... [+]
7 de enero de 2017
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para ir de Lisboa a Nagasaki, hay que pasar antes por Goa y Macao. Para ello, se requieren meses de navegación penosa, luchando contra las fuerzas de la naturaleza y todo tipo de enfermedades, recorriendo la costa africana occidental y buena parte de las inclementes aguas del Océano Índico y Pacífico. El Canal de Suez, en la época en la que transcurre la acción, no llega ni a ensoñación descabellada del ingeniero más loco, y las noticias tardan todavía meses (a veces años) en cruzar los charcos. Y así, de un año para otro, el padre Ferreira, idolatrado seminarista portugués y heroico misionero en tierras japonesas, deja de informar sobre sus esfuerzos evangelizadores en tierras paganas. A partir de ahí, el más angustioso de los silencios. Nada. Sólo espacio y tiempo para que los rumores (algunos más malintencionados que otros) empiecen a ennegrecer el recuerdo de la virtud. Se dice, se comenta, se teme... que el pastor ha apostatado. Ante tales calumnias, Sebastiao Rodrigues y Francisco Garpe, dos de los alumnos más aventajados de Ferreira, deciden embarcarse en el viaje de sus vidas para demostrar que todas las injurias volcadas sobre su maestro no son más que esto, una dolorosa mentira.

De Lisboa a Goa va un puñado de meses de puro sufrimiento. De Goa a Macao, otro via crucis. De Macao a Nagasaki, más tormento... Y una vez en tierras niponas, aguarda la peor de las torturas: la que ataca directamente al alma. Para llegar de un extremo al otro del planeta, más que requerirse medios, se necesita mucha fe. Fe en que la palabra del Señor será bien recibida en territorio desconocido, fe en que ninguno de los incontables obstáculos que se van a encontrar durante el camino van a resultar insalvables... Fe en que el padre Ferreira no haya renunciado a la suya. El proceso de Martin Scorsese para adaptar al cine 'Silencio', novela pilar en el legado artístico del escritor nipón Shusaku Endo, también cabría definirlo como un auténtico salto de fe. De Lisboa a Nagasaki va una infinidad de millas náuticas, y de las páginas a la pantalla grande, van años... incluso décadas. Tiempo durante el cual el cineasta se desvive para que el proyecto no muera, batallando constantemente para que el olvido, el destino al que no pocos le condenan, acabe marcando el punto final de la travesía.

Hasta que llega el año 2016 (uno más, en el mundo no-tan civilizado), y justo cuando termina la temporada de festivales, la promesa se convierte en realidad. Ésta se materializa, dígase ya, en una traducción perfecta. Es tal el respeto que Scorsese muestra hacia el material ofrecido por Shusaku Endo, que la novela hasta podría adquirir el carácter de “sagrada escritura”. No se trata sólo de hacer una traducción, por así llamarla, literal (aunque también, al verse la práctica totalidad de diálogos, reflexiones y descripciones propuestas por el escritor, directamente reflejada en la película que ahora nos ocupa), sino también, y sobre todo, espiritual. Una vez más, toca hablar de fe... y de comprensión de los medios. De sus caprichos, necesidades y posibilidades. Y es que con los grandes discursos (y éste, sin duda lo es), para poder recitar, antes se tiene que haber entendido la lección. Si con 'El lobo de Wall Street' Scorsese se reencontró con su mejor versión para completar así la que se ha catalogado como la trilogía del American Gangster (compuesta también por 'Uno de los nuestros' y 'Casino', no en vano, dos de sus trabajos más logrados), ahora con 'Silencio' hace lo propio con el ya conocido como tríptico sobre la espiritualidad.

Primero fue 'La última tentación de Cristo', después 'Kundun' y ahora otro brillante ejercicio de mezcla (más bien de violento choque) entre la esfera íntima y la colectiva. Dos realidades y dos niveles narrativos (el de la crónica histórica y el de la reflexión espiritual) que avanzan paralelamente y que conviven como reflejo recíproco, compartiendo la naturaleza de la misma angustia, la que surge del escalofriante silencio del mentor (en este caso, Ferreira / Dios) ante una situación para la que éste no parece habernos preparado. En dicho escenario, el sujeto se ve obligado a lidiar con un más que comprensible complejo de abandono, que no hace más que magnificar su drama interior... hasta convertir su sufrimiento en una carga que pasa de personal e intransferible, a irremediablemente compartida. No sólo con las personas a su alrededor, sino también, claro está, con el propio espectador. Y recordamos de nuevo, por obra y gracia de Martin Scorsese, ese maestro siempre a nuestro lado, que la buena adaptación no se limita a copiar, sino a respetar las virtudes de la(s) referencia(s) con la(s) que trabaja.

En este sentido, Shusaku Endo planteaba en su libro un crescendo trágico que avanzaba implacablemente, y de forma cada vez más apresadora, hacia un clímax final desolador ante el que era casi imposible mantenerse impermeable. En esa devastación, el novelista (criado en el catolicismo, al igual que el realizador que ahora le homenajea) conseguía que la crisis de fe del protagonista en la ficción tuviera su réplica en una cuestión mucho más global, nunca mejor dicho. Así, la odisea de Sebastiao Rodrigues se convertía en la excusa perfecta para que Endo cuestionara el carácter universal del mensaje cristiano, una actitud que, en un presente marcado, entre cosas, por el avance imparable del movimiento globalizador, da un renovado interés a la obra en cuestión. Scorsese hace lo propio en una película que, hablando de reciprocidad, se beneficia de la exquisitez en la puesta en escena (sólo empañada ligeramente por alguna decisión estética algo desconcertante) y la dirección de actores (Andrew Garfield, por ejemplo, cumple con solvencia la auténtica primera prueba de fuego a la que se ha tenido que someter) y la nitidez en la narración de quien mueve ahora los hilos, para que su mensaje llegue ahora al receptor con igual -o incluso más- fuerza.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
reporter
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