Tras unas tres horas ampliamente dominadas por silencios innecesariamente prolongados y misterios cocinados a fuego lento, salgo de la sala de cine con una amarga pero inevitable sensación de desagrado y agotamiento, una desgana cada vez más familiar durante estás épocas de frío tan insoportables.

Ryûsuke Hamaguchi, director japonés y posible futuro coleccionista de estanterías en respuesta a una importante cantidad de reconocimientos académicos, nos reta a mantener nuestra concentración en una ceremonia introspectiva absolutamente entregada a la indiferencia y la ambigüedad. Todo se siente excesivamente calculado y distante a pesar de explorar temas a priori muy personales y cercanos como la propia voluntad de vivir, la necesidad de seguir adelante o la importancia del arte para sanar profundas heridas. Es lo que ocurre cuando estamos ante una película que suele atender más a la cabeza que al corazón, que enreda al espectador en un limbo de emociones que nunca terminan de florecer.

No he sido capaz de dejarme llevar por la sobriedad de su intriga o su escrupuloso estudio de personajes, y puedo asegurar que he puesto de mi parte para entender y abrazar este nuevo fenómeno cinematográfico. Una obra anecdótica más allá de la belleza técnica de sus imágenes. La ausencia de sonido y la eterna búsqueda de trascendencia como herramienta estelar para orquestar el nacimiento del sopor.

Resulta que la película más grande de Nolan hasta la fecha es un podcast de historia política y nuclear de tres horas que, aún con todo, se las arregla para bombardear nuestros pobres oídos y revolver nuestra capacidad de atención con una despiadada sobredosis de datos.

Al final, #Oppenheimer es un espacio técnicamente inmaculado que le permite mostrar al mundo de nuevo lo inteligente que es, cosa que no niego aunque no pueda evitar pensar en cuántos Einsteins de AliExpress o mujeres al borde de la desaparición veré en mis próximas pesadillas.

Sus virtudes a nadie pillarán por sorpresa (virtudes son). Un don del espectáculo físico difícilmente superable junto a una partitura a la altura de su aterrador, explosivo y cerebral escenario. Falta que todos se callen un poco para que estos elementos puedan comenzar a trabajar.

Como espectadores, nunca estaremos preparados para asimilar lo que ocurre aquí. El juicio final de Ari Aster es también la pesadilla traumática y fragmentada de Kaufman, el Synecdoche, New York que nace justo después de la muerte y empieza a construir desde su vacío cósmico. Es, sobre todo, una película con guion, actores, iluminación, fotografía, música y productores. Es una película de Ari Aster, que nació el 15 de julio de 1986 y tiene ahora 36 años. Es una película, aunque cueste creerlo. Es algo, aunque cueste creerlo. Es el apocalipsis introspectivo y cotidiano enterrado en una biblia del horror ignorada durante cientos y miles de años. Es el verdadero final de aquel extraño especial de Navidad llamado The End of Evangelion. Es la película sobre una madre, un hijo y quién sabe qué carajo más. Es una obra tan ambiciosa, tan demoledora, tan voluntaria, tan involuntaria, tan estúpida y tan inteligente que... Bueno, que nada. Que probablemente, para bien y para mal, es una de las cosas más importantes que le han pasado al cine en mucho tiempo. Inclasificable, de verdad.

Entre tantas reflexiones vacuas sobre la moral y la evolución, una de las pocas cosas que puedo rescatar de la visión de Chloé Zhao es que, en ocasiones, sabe colocar a sus desdibujados superhéroes en formidables escenarios que brillan fugazmente gracias, en gran parte, a una complicidad explosiva de colores que oculta algún que otro destello de cierta pericia visual.

'Eternals' flirtea peligrosamente con la naturaleza de lo tedioso, monótono e inconstante. Mantiene un sello personal capaz de diferenciarse de aquello a lo que nos tenían acostumbrados, pero acaba cayendo en los peores vicios de la propia Marvel, un gran producto al servicio de lo genérico, de lo inofensivo.

No tiemblo ni un poco al admitir que el interés que tengo por ver crecer a este grupo de semidioses de cartón ha pasado a ser prácticamente nulo. Menos mal que el cubo de palomitas supo mantenerme distraído ante una inminente desconexión.

Este menú de semifinal de MasterChef me ha gustado, aperitivo y postre incluidos. Un arma de carga múltiple contra el cinismo de las élites y la autodestrucción del arte y lo dolorosamente humano, donde la trémula riqueza del poder se retuerce en su compleja y adornada decadencia.
Los guionistas, en proceso de tatuarse un "pijo muerto, abono pa mi huerto" en la espalda, mezclan con cierta gracia algunos elementos no demasiado sutiles del humor, el suspense y el terror. El resultado es ligeramente atractivo, inquietante y sumamente entretenido, delicioso.
Ralph Fiennes está estupendísimo en su rol de divinidad culinaria e indiscutible experto en disimular algunas subtramas carentes de desarrollo y cohesión. En definitiva, la película que David Muñoz no quiere que veas, o a lo mejor sí.