La doble vida de Verónica
Drama
Weronika vive en Polonia y tiene una brillante carrera como cantante, pero padece una grave dolencia cardíaca. En Francia, a más de mil kilómetros, vive Véronique, otra joven idéntica que guarda muchas similitudes vitales con ella, como su enfermedad y su gran pasión por la música. Ambas, a pesar de la distancia y de no tener aparentemente ninguna relación, son capaces de sentir que no están solas. (FILMAFFINITY)
11 de febrero de 2017
11 de febrero de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
'La Doble Vida de Verónica' es deliberadamente confusa.
Pese estar centrada en el eterno tema del doble, no lo utiliza para resaltar inquietudes morales o filosóficas, sino más bien para capturar el sentimiento de incertidumbre que produciría tener un alter-ego en otro lado del mundo.
Se dedica a observar a sus dos protagonistas sin corte alguno, casi como si pudieran ser una, que es de lo que al fin y al cabo se trata, inmersas en una vida corriente, en la cual están percibiendo algo extraordinario y casi aterrador.
Sea como sea, si hay que ver una protagonista durante mucho tiempo, qué buen ojo de haber contado con la hechizante Irène Jacob, llenando el plano con sus gestos sencillos, miradas curiosas y sutil sensualidad.
Véronique es la única chica que se queda cantando en el coro, mucho después de que todas sus compañeras se hayan refugiado a causa de la lluvia.
Es inocente, infantil, pícara... y por ello tremendamente comprometida con lo que ama, casi se diría con un espíritu tan alegre que resulta molesto. Le llega su gran oportunidad de destacar en el canto, y decide cogerla al vuelo, sin darse cuenta de que un fallo respiratorio podría sepultar su carrera y su vida.
No es hasta mucho después que las consecuencias de esa decisión empiezan a aparecer en su vida, y no se para a preguntarse si resistirá la presión: va a por todas, sin inmutarse, hasta el final. El fugaz vistazo a una mujer muy similar a ella en medio de una plaza hervida de manifestantes es lo de menos, cuando se tiene esa manía persecutoria de que alguien está conectado a ti, y le achacas a ese nadie el que no puedas cantar adecuadamente cuando se te exige.
Es algo terrible, el no poder desprenderse de la idea de estar siendo observado. Pero más horrible es sentir que existe un misterio en todo lo que haces, del que no llegas a ver las ramificaciones y sientes que está decidiendo tu vida.
Weronique, por el contrario, no está interesada en explotar su talento para el canto. Se contenta con la versión práctica de su pasión, la enseñanza, y acepta con mirada vacía los reproches que maestros experimentados le dedican.
Ella podría ser grande, pero decide ser pequeña: viviendo una vida anónima, centrada en lo suyo, apenas movida por el misterio que también la rodea. Las ramificaciones de ese misterio (una llamada telefónica, un extraño que invade su privacidad) parecen demasiado aterradoras como para considerar explorarlas.
Quizá por eso nunca se paró a observar aquella foto, en aquella plaza hervida de manifestantes. Quizá por eso se negó el verla detenidamente, solo por el hecho de que hay personas que huyen de lo incierto como ella, e intentan olvidarlo si de repente les sorprende en una madrugada fecunda.
Krzysztof Kieslowski habla con acertijos y adivinanzas, pero nunca nos da la última pieza para solucionarlas.
Su visión ambarina de la vida diaria sobrecoge, interesa, puede llegar a aburrir... pero nunca abandona la mente. Hay cosas en ese ambiente urbano, pequeñas señales, sospechas cotidianas, que alimentan el querer saber más, que restringen a Weronique, que impulsan a Véronique.
Ambas están atrapadas a su manera, como marionetas en manos de un dios imperturbable, que eligió manejarlas con un mismo hilo.
Y cuando por fin se ve el hilo, aunque sea un momento, solo se puede llorar por un sentimiento fantasma que se esfumó sin comprenderse.
Había alguien con quien se entendían, al otro lado de ese hilo.
Alguien que les quitaba salud mental, pero a la vez mitigaba su soledad.
Una cambiaba el orden natural del cielo, mientras que otra lo aceptaba.
Tal vez entre ambas podrían haber dado sentido a su vida, tal vez su naturaleza doble les quitó ese mismo sentido.
Interrogantes, suposiciones.
Preguntas que merece la pena recolectar, en este enorme misterio que es la existencia.
Pese estar centrada en el eterno tema del doble, no lo utiliza para resaltar inquietudes morales o filosóficas, sino más bien para capturar el sentimiento de incertidumbre que produciría tener un alter-ego en otro lado del mundo.
Se dedica a observar a sus dos protagonistas sin corte alguno, casi como si pudieran ser una, que es de lo que al fin y al cabo se trata, inmersas en una vida corriente, en la cual están percibiendo algo extraordinario y casi aterrador.
Sea como sea, si hay que ver una protagonista durante mucho tiempo, qué buen ojo de haber contado con la hechizante Irène Jacob, llenando el plano con sus gestos sencillos, miradas curiosas y sutil sensualidad.
Véronique es la única chica que se queda cantando en el coro, mucho después de que todas sus compañeras se hayan refugiado a causa de la lluvia.
Es inocente, infantil, pícara... y por ello tremendamente comprometida con lo que ama, casi se diría con un espíritu tan alegre que resulta molesto. Le llega su gran oportunidad de destacar en el canto, y decide cogerla al vuelo, sin darse cuenta de que un fallo respiratorio podría sepultar su carrera y su vida.
No es hasta mucho después que las consecuencias de esa decisión empiezan a aparecer en su vida, y no se para a preguntarse si resistirá la presión: va a por todas, sin inmutarse, hasta el final. El fugaz vistazo a una mujer muy similar a ella en medio de una plaza hervida de manifestantes es lo de menos, cuando se tiene esa manía persecutoria de que alguien está conectado a ti, y le achacas a ese nadie el que no puedas cantar adecuadamente cuando se te exige.
Es algo terrible, el no poder desprenderse de la idea de estar siendo observado. Pero más horrible es sentir que existe un misterio en todo lo que haces, del que no llegas a ver las ramificaciones y sientes que está decidiendo tu vida.
Weronique, por el contrario, no está interesada en explotar su talento para el canto. Se contenta con la versión práctica de su pasión, la enseñanza, y acepta con mirada vacía los reproches que maestros experimentados le dedican.
Ella podría ser grande, pero decide ser pequeña: viviendo una vida anónima, centrada en lo suyo, apenas movida por el misterio que también la rodea. Las ramificaciones de ese misterio (una llamada telefónica, un extraño que invade su privacidad) parecen demasiado aterradoras como para considerar explorarlas.
Quizá por eso nunca se paró a observar aquella foto, en aquella plaza hervida de manifestantes. Quizá por eso se negó el verla detenidamente, solo por el hecho de que hay personas que huyen de lo incierto como ella, e intentan olvidarlo si de repente les sorprende en una madrugada fecunda.
Krzysztof Kieslowski habla con acertijos y adivinanzas, pero nunca nos da la última pieza para solucionarlas.
Su visión ambarina de la vida diaria sobrecoge, interesa, puede llegar a aburrir... pero nunca abandona la mente. Hay cosas en ese ambiente urbano, pequeñas señales, sospechas cotidianas, que alimentan el querer saber más, que restringen a Weronique, que impulsan a Véronique.
Ambas están atrapadas a su manera, como marionetas en manos de un dios imperturbable, que eligió manejarlas con un mismo hilo.
Y cuando por fin se ve el hilo, aunque sea un momento, solo se puede llorar por un sentimiento fantasma que se esfumó sin comprenderse.
Había alguien con quien se entendían, al otro lado de ese hilo.
Alguien que les quitaba salud mental, pero a la vez mitigaba su soledad.
Una cambiaba el orden natural del cielo, mientras que otra lo aceptaba.
Tal vez entre ambas podrían haber dado sentido a su vida, tal vez su naturaleza doble les quitó ese mismo sentido.
Interrogantes, suposiciones.
Preguntas que merece la pena recolectar, en este enorme misterio que es la existencia.
23 de septiembre de 2023
23 de septiembre de 2023
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La doble vida de Verónica (1991), de Kieslowski, se nos representa como un bello enigma, un misterio lúdico y poético que va desplazando sus piezas a lo largo del metraje para que hallen concatenación en el ojo del espectador, que si es hábil y buen intérprete, sabrá darle curso y sentido a este bello poema lúdico, cargado de símbolos.
La película nos muestra, primero, la vida de Veronika: una chica alegre, gozadora y sensual (en el sentido sensorial del término). Cantante de ópera y amante de su profesión. Demuestra mucho amor y preocupación hacia su tía, así como también hacia su padre. Su vida circula en la relación con ellos y su amante, con el cual se entretiene eróticamente. Disfruta de los pequeños detalles y momentos, incluso aquellos imprevistos, como quedarse cantando bajo la lluvia para luego besarse mojada con su amante; o del lanzamiento de una pelota saltarina para luego disfrutar del polvillo que ésta levanta al golpear con el techo.
Lamentablemente, Veronika sufre de problemas cardíacos que decantarán en una fatal suerte.
Luego, se nos presenta a Veronique, si bien idéntica físicamente a Veronika, mantiene sus diferencias en el carácter y la actitud. Es profesora de música, pero no expresa pasión en ello. Su círculo social cercano, así como sus interacciones, lo componen su padre, su amiga Catherine y, finalmente, el titiritero y escritor. A diferencia de su par en Polonia, no tiene un expreso goce sensorial, más aún, sus momentos sexuales son manifiestamente tristes, con llantos incluidos.
Kieslowski, con tacto cromático exquisito, presenta un predominio del amarillo, principalmente, así como del verde, rojo y marrón, en menor medida. La psicología de los colores nos sugiere que, el amarillo, presente a lo largo de todo el metraje, y que le otorga un rasgo estético bellísimo a la película, se asocia con la enfermedad, así como también con la locura, entre otras inclinaciones emocionales. El verde puede sugerir, al menos para la interpretación de esta película y en su retroalimentación con el amarillo, inminencia de peligro. Mientras que, el rojo, se traduce como pasión, amor y, por extensión, a las emociones implicadas en lo erótico.
La música, compuesta por Zbigniew Preisner, resulta un acierto total: enigmática, trágica y tensa, se marida con el ritmo o con la intensidad del metraje, resultando un elemento imprescindible, tanto para la proyección estética como para la evocación dramática.
Con sumo detalle, Kieslowski nos presenta diversos planos detalles, como la bolita saltarina en manos de Veronika o el ojo de ésta en el espejo, o nuevamente la bolita pero esta vez en manos de Veronique. Los planos con poca profundidad de campo así como los planos detalles nos hablan de un intimismo total de las protagonistas: sus dedos, sus ojos, o ella enmarcada en un espacio difuminado por el lente de la cámara, nos instan a volcarnos en la subjetividad de ambas Verónicas. Es más, en la tensión política y social de una protesta en Cracovia, no se nos revelan los móviles de la manifestación, ni el encuentro de las fuerzas en pugna, pues el centro dramático de la escena radica en el encuentro fortuito de las protagonistas.
Ahora bien, a manera de interpretación, y para comprender el sentido del juego o del tópico del doble, o doppelganger para unos, los símbolos que despliega Kieslowski son suficientes para cursar una interpretación posible sobre lo tanático y lo erótico, como pulsiones inmanentes a lo largo de la película. La doble polaca resulta ser sensual (goza lo táctil, lo sonoro) y sexualmente activa, sin escrúpulos. Se besa mojada por la lluvia con su amante y la primera conversación con su tía, a la que tanto quiere, trata sobre este encuentro sexual, como si se tratara de algo realmente novedoso y digno de ser contado.
La película nos muestra, primero, la vida de Veronika: una chica alegre, gozadora y sensual (en el sentido sensorial del término). Cantante de ópera y amante de su profesión. Demuestra mucho amor y preocupación hacia su tía, así como también hacia su padre. Su vida circula en la relación con ellos y su amante, con el cual se entretiene eróticamente. Disfruta de los pequeños detalles y momentos, incluso aquellos imprevistos, como quedarse cantando bajo la lluvia para luego besarse mojada con su amante; o del lanzamiento de una pelota saltarina para luego disfrutar del polvillo que ésta levanta al golpear con el techo.
Lamentablemente, Veronika sufre de problemas cardíacos que decantarán en una fatal suerte.
Luego, se nos presenta a Veronique, si bien idéntica físicamente a Veronika, mantiene sus diferencias en el carácter y la actitud. Es profesora de música, pero no expresa pasión en ello. Su círculo social cercano, así como sus interacciones, lo componen su padre, su amiga Catherine y, finalmente, el titiritero y escritor. A diferencia de su par en Polonia, no tiene un expreso goce sensorial, más aún, sus momentos sexuales son manifiestamente tristes, con llantos incluidos.
Kieslowski, con tacto cromático exquisito, presenta un predominio del amarillo, principalmente, así como del verde, rojo y marrón, en menor medida. La psicología de los colores nos sugiere que, el amarillo, presente a lo largo de todo el metraje, y que le otorga un rasgo estético bellísimo a la película, se asocia con la enfermedad, así como también con la locura, entre otras inclinaciones emocionales. El verde puede sugerir, al menos para la interpretación de esta película y en su retroalimentación con el amarillo, inminencia de peligro. Mientras que, el rojo, se traduce como pasión, amor y, por extensión, a las emociones implicadas en lo erótico.
La música, compuesta por Zbigniew Preisner, resulta un acierto total: enigmática, trágica y tensa, se marida con el ritmo o con la intensidad del metraje, resultando un elemento imprescindible, tanto para la proyección estética como para la evocación dramática.
Con sumo detalle, Kieslowski nos presenta diversos planos detalles, como la bolita saltarina en manos de Veronika o el ojo de ésta en el espejo, o nuevamente la bolita pero esta vez en manos de Veronique. Los planos con poca profundidad de campo así como los planos detalles nos hablan de un intimismo total de las protagonistas: sus dedos, sus ojos, o ella enmarcada en un espacio difuminado por el lente de la cámara, nos instan a volcarnos en la subjetividad de ambas Verónicas. Es más, en la tensión política y social de una protesta en Cracovia, no se nos revelan los móviles de la manifestación, ni el encuentro de las fuerzas en pugna, pues el centro dramático de la escena radica en el encuentro fortuito de las protagonistas.
Ahora bien, a manera de interpretación, y para comprender el sentido del juego o del tópico del doble, o doppelganger para unos, los símbolos que despliega Kieslowski son suficientes para cursar una interpretación posible sobre lo tanático y lo erótico, como pulsiones inmanentes a lo largo de la película. La doble polaca resulta ser sensual (goza lo táctil, lo sonoro) y sexualmente activa, sin escrúpulos. Se besa mojada por la lluvia con su amante y la primera conversación con su tía, a la que tanto quiere, trata sobre este encuentro sexual, como si se tratara de algo realmente novedoso y digno de ser contado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Sin embargo, preludiando el desenlace de Veronika, y acompañando los amarillos y verdes de la película (la enfermedad y el peligro inminente), se nos muestra un personaje femenino que, probablemente, puede representar la muerte, sentada en una butaca, indignada, observando la congratulación profesional de la par polaca.
Si bien es la par polaca la representación de lo erótico, es también ella la víctima del fatal destino. Y es precisamente, con ese fatal destino, cuando se despiertan las pulsiones de Veronique, sintetizándolas: las tanáticas, en la agonía emocional, la congoja inexplicada; y las eróticas, cuando asume, frente a su propio progenitor, que está enamorada y se devora los libros de su amante y desencadena el juego enigmático que él le ha propuesto para encontrarse y, para al fin, materializar el deseo luego del llanto, luego del dolor.
No es baladí ni ingenuo que vuelva a aparecer el personaje femenino que pudiera estar representando la muerte cuando Veronique está ad portas de encontrarse por primera vez con su amante. Su presencia es una amenaza simbólica, es un recado de lo tanático, así como también la multiplicidad de veces en que la protagonista deja caer su bufanda roja (como hilos de sangre) o el automóvil quemado en las afueras del café que, al encontrarse los amantes, al fin es retirado.
No sabemos si con intención o no, el titiritero le reproduce la música del desenlace de su par polaca, del mismo modo es él quien le hace tomar consciencia sobre la existencia de aquella y que, más aún, habían estado en Cracovia, tan cerca. Es él, el titiritero, el que acaba por crear las dos marionetas idénticas logrando dar cauce a las dos pulsiones en Veronique, la tanática y la erótica.
En síntesis, Kieslowski recrea una maravilla película, dotada de una belleza como pocas veces he visto, tanto visual como sonora. Y es por esta belleza, así como por los símbolos que va proponiendo, que se constituye en un metraje profundamente poético e íntimo.
Si bien es la par polaca la representación de lo erótico, es también ella la víctima del fatal destino. Y es precisamente, con ese fatal destino, cuando se despiertan las pulsiones de Veronique, sintetizándolas: las tanáticas, en la agonía emocional, la congoja inexplicada; y las eróticas, cuando asume, frente a su propio progenitor, que está enamorada y se devora los libros de su amante y desencadena el juego enigmático que él le ha propuesto para encontrarse y, para al fin, materializar el deseo luego del llanto, luego del dolor.
No es baladí ni ingenuo que vuelva a aparecer el personaje femenino que pudiera estar representando la muerte cuando Veronique está ad portas de encontrarse por primera vez con su amante. Su presencia es una amenaza simbólica, es un recado de lo tanático, así como también la multiplicidad de veces en que la protagonista deja caer su bufanda roja (como hilos de sangre) o el automóvil quemado en las afueras del café que, al encontrarse los amantes, al fin es retirado.
No sabemos si con intención o no, el titiritero le reproduce la música del desenlace de su par polaca, del mismo modo es él quien le hace tomar consciencia sobre la existencia de aquella y que, más aún, habían estado en Cracovia, tan cerca. Es él, el titiritero, el que acaba por crear las dos marionetas idénticas logrando dar cauce a las dos pulsiones en Veronique, la tanática y la erótica.
En síntesis, Kieslowski recrea una maravilla película, dotada de una belleza como pocas veces he visto, tanto visual como sonora. Y es por esta belleza, así como por los símbolos que va proponiendo, que se constituye en un metraje profundamente poético e íntimo.
1 de julio de 2024
1 de julio de 2024
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No es una tarea fácil ponerse a hablar de una película tan bella y misteriosa como es La Double Vie de Véronique. Dicen que tenemos un doble perdido en alguna parte del mundo, y eso es lo que ocurre aquí. Dos personas conectadas misteriosamente, donde una aprende de los errores de la otra. Dos personas que, sin saberlo, se hacen compañía.
Todo esto, para contarnos una preciosa historia de autodescubrimiento, una historia sobre el destino, sobre el libre albedrío, sobre cosas que no comprendemos que terminan por marcar toda nuestra vida. En definitiva, una historia sobre los misterios de la vida. Y todo esto está narrado con una belleza visual pocas veces vista. La escena que marca el antes y el después en la película es sencillamente magistral, en todos los sentidos. Y es que la primera media hora de este film es de los inicios más bellos y extraños que puedan recordarse, le pese a quien le pese.
Algunas críticas que he leído hablan de la mala narrativa y tratan de explicarnos cómo debe contarse una historia. La manera de narrar que describen parece la única correcta. Hablan de cómo se introduce a un personaje adecuadamente y más absurdeces. Esto es no comprender en absoluto la película. Esta nos está hablando de cómo la vida de dos mujeres idénticas está conectada por algún extraño motivo, además de tratar temas que ya he mencionado. Esta es la esencia de la película, y lo hace de maravilla.
Otras críticas simplemente hablan de “truño” sin desarrollar absolutamente nada. Dicen que sobrevalorar películas como estas no nos hace más intelectuales. Aquí no vemos motivos que justifiquen semejante calificación, nada. Simplemente unos cuantos improperios. El cine y el arte en general van más allá. No se puede reducir una película como esta a ningún tipo de calificativo, sea bueno o mala. Nada de lo que se pueda decir hará justicia a esta obra de arte de Krzysztof Kieślowski. Yo, personalmente, siempre en su barco.
Todo esto, para contarnos una preciosa historia de autodescubrimiento, una historia sobre el destino, sobre el libre albedrío, sobre cosas que no comprendemos que terminan por marcar toda nuestra vida. En definitiva, una historia sobre los misterios de la vida. Y todo esto está narrado con una belleza visual pocas veces vista. La escena que marca el antes y el después en la película es sencillamente magistral, en todos los sentidos. Y es que la primera media hora de este film es de los inicios más bellos y extraños que puedan recordarse, le pese a quien le pese.
Algunas críticas que he leído hablan de la mala narrativa y tratan de explicarnos cómo debe contarse una historia. La manera de narrar que describen parece la única correcta. Hablan de cómo se introduce a un personaje adecuadamente y más absurdeces. Esto es no comprender en absoluto la película. Esta nos está hablando de cómo la vida de dos mujeres idénticas está conectada por algún extraño motivo, además de tratar temas que ya he mencionado. Esta es la esencia de la película, y lo hace de maravilla.
Otras críticas simplemente hablan de “truño” sin desarrollar absolutamente nada. Dicen que sobrevalorar películas como estas no nos hace más intelectuales. Aquí no vemos motivos que justifiquen semejante calificación, nada. Simplemente unos cuantos improperios. El cine y el arte en general van más allá. No se puede reducir una película como esta a ningún tipo de calificativo, sea bueno o mala. Nada de lo que se pueda decir hará justicia a esta obra de arte de Krzysztof Kieślowski. Yo, personalmente, siempre en su barco.
5 de julio de 2024
5 de julio de 2024
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En la secuencia introductoria de La doble vida de Verónica (La double vie de Veronique, 1991), de Krzystof Kieslowski, una imagen invertida de la ciudad y el cielo nocturno, que corresponde a una niña polaca boca abajo, mientras su madre le habla de las estrellas, y un plano de otra niña, en Francia, cuya madre le habla, con una hoja, de la sorprendente generación de vida (como decía Gastón Bachelard, el misterio no es la forma, sino la formación). Ambas niñas se llaman igual, en sus respectivos idiomas, Weronika y Veronique. ¿Qué hay entre las estrellas y la nervadura de una hoja? Los misteriosos hilos y lazos de la vida, quizás casualidades que hacen de la vida una danza enigmática, quizá los brumosos compases de algo llamado destino. Y entremedias, los accidentes y las voluntades, cuya determinación, o no, será decisiva en el curso de la creación de unos lazos u otros, de unos acontecimientos u otros. El anhelo de vivir otras vidas puede tener su correspondencia en la realidad, la figura del doble quizá exista, no sólo en otro tiempo, sino en el mismo, en otro espacio, como diferentes posibles narrativas de vida. Como misterio cautivador es el que resplandece en las pequeñas sensaciones, tan plenas, de sentir una lluvia repentina, mientras culminas un canto, el sol en tu rostro, como una hendidura de luz, mientras caminas la calle, la cal que cae sobre tu rostro del techo tras que lo haya golpeado la pelotita que has lanzado, los roces de otra piel sobre la tuya en ese canto de intimidad que es la desnudez compartida. La consciencia de la materia como asombro, su disfrute como acto de realización. Misteriosa puede ser hasta una representación de marionetas. Quién sabe si lo somos, marionetas (¿aunque de qué?). Quizá sólo lo único cierto es aquello que podemos palpar con la mano, la corteza de un tronco, la piel del amante, las conexiones que creamos, con los otros, con la materia, quizás todo eso sea la música más honda, como la de un reflejo de luz que se desplaza, como si se deslizara, en tu habitación, como si buscara tu cuerpo, quizá el reflejo que alguien crea, o quizá una incógnita, como quizá seas el reflejo en el que alguien se busca, para por fin reconocerse en otra imagen que es cuerpo. Como Veronique (Irene Jacob) sorprende en el reflejo de un espejo la mirada de quien misteriosamente le ha cautivado. Misteriosamente porque no se pueden comprender cuáles son los hilos que crean en ti un sentimiento, un reacción, un reflejo, un lazo, latidos sintonizados, sentir que en esa mirada estás tú. O quizá es un enigma, reflejos que te iluminan sin que logres aprehender su procedencia, como si percibieras la presencia de alguien o algo que no tienes la certidumbre de que exista. ¿A través de qué filtros percibimos la realidad? Hay algo misterioso en la intuición. Como si lograras traspasar la pantalla de realidad que te rodea, contiene y limita.
Quizá vivas otra vida en otro escenario, en uno eres profesora de música, en otra cantante, como si pudieras vivir desde distintos ángulos. La vida es una posibilidad de múltiples relatos. La vida es un sendero de incógnitas, de imprevistas conexiones. Un lazo, un cordón, asemeja a la linea de un electrocardiograma. Los lazos de los vínculos que se establecen son nuestros latidos de vida. Tu corazón puede ser frágil y frustrarse tus pasos en la vida (Weronica, joven, muere, repentinamente, mientras canta), como una bailarina romperse una pierna y frustrarse su carrera artística. O puedes encontrar las alas que posibiliten que asciendes, otro latido que propulsa el tuyo, porque ambos se conjugan con el mismo diapasón, como la bailarina marioneta se torna en una mujer con alas. Unas intrigantes llamadas con la música que haces interpretar a tus alumnos y una voz que te dice que no cuelgues para escucharla y unas misivas con un lazo o una grabación de sonidos de lo que parece un espacio público de tránsito, una estación, se convierten en un canto incitador, intrigante, que abre el mundo, que propulsa posibles lazos hacia lo excepcional, espacios de tránsito que posibiliten la residencia de una raíz, ese tronco en el que poses tu mano porque te sientes presente, arraigado y enlazado con la vida, a través de otro rostro, de otra voz, de otro cuerpo. En una narrativa de vida se realiza en la música, mientras que en la otra abandona esa posibilidad, como anula las clases que recibe; en una su vida se siega de modo temprano y en otra se realiza con el logro de la sintonización y conexión emocional, como Veronique con el titiritero. De un modo u otro, de modo más duradero o de modo provisional, puede acontecer el logro. Se puede producir el asombro de un acto de realización, esa música del afuera que puede ser cantada cuando posees esa voz que rasga las entrañas con otro misterioso don, el de hacer del canto catarsis y extasis, o cuando encuentras el reflejo en otro que se amolda a tus emociones, a tu cuerpo. Como Kieslowski lo logra con su cine, con esta obra que es tanto epifanía como misterio.
La doble vida de Verónica, en cuya musicalidad narrativa, impresionista, es crucial la música compuesta por Zbigniew Preisner (aunque en la narración se atribuya a un compositor holandés del siglo XVIII, Van de Budenmayer, quien realmente no existió), y en su atmósfera fronteriza los filtros cromáticos, particularmente sus dorados, de la dirección de fotografía de Slawomir Idziak, con los que ya había experimentado en el capítulo de No matarás de su Decálogo (1988), es una de las experiencias sensoriales y emocionales más enigmáticas y cautivadoras que se pueden experimentar en el cine, esa misteriosa senda que transitaron cineastas como Carl Dreyer o Andrei Tarkovski.
Quizá vivas otra vida en otro escenario, en uno eres profesora de música, en otra cantante, como si pudieras vivir desde distintos ángulos. La vida es una posibilidad de múltiples relatos. La vida es un sendero de incógnitas, de imprevistas conexiones. Un lazo, un cordón, asemeja a la linea de un electrocardiograma. Los lazos de los vínculos que se establecen son nuestros latidos de vida. Tu corazón puede ser frágil y frustrarse tus pasos en la vida (Weronica, joven, muere, repentinamente, mientras canta), como una bailarina romperse una pierna y frustrarse su carrera artística. O puedes encontrar las alas que posibiliten que asciendes, otro latido que propulsa el tuyo, porque ambos se conjugan con el mismo diapasón, como la bailarina marioneta se torna en una mujer con alas. Unas intrigantes llamadas con la música que haces interpretar a tus alumnos y una voz que te dice que no cuelgues para escucharla y unas misivas con un lazo o una grabación de sonidos de lo que parece un espacio público de tránsito, una estación, se convierten en un canto incitador, intrigante, que abre el mundo, que propulsa posibles lazos hacia lo excepcional, espacios de tránsito que posibiliten la residencia de una raíz, ese tronco en el que poses tu mano porque te sientes presente, arraigado y enlazado con la vida, a través de otro rostro, de otra voz, de otro cuerpo. En una narrativa de vida se realiza en la música, mientras que en la otra abandona esa posibilidad, como anula las clases que recibe; en una su vida se siega de modo temprano y en otra se realiza con el logro de la sintonización y conexión emocional, como Veronique con el titiritero. De un modo u otro, de modo más duradero o de modo provisional, puede acontecer el logro. Se puede producir el asombro de un acto de realización, esa música del afuera que puede ser cantada cuando posees esa voz que rasga las entrañas con otro misterioso don, el de hacer del canto catarsis y extasis, o cuando encuentras el reflejo en otro que se amolda a tus emociones, a tu cuerpo. Como Kieslowski lo logra con su cine, con esta obra que es tanto epifanía como misterio.
La doble vida de Verónica, en cuya musicalidad narrativa, impresionista, es crucial la música compuesta por Zbigniew Preisner (aunque en la narración se atribuya a un compositor holandés del siglo XVIII, Van de Budenmayer, quien realmente no existió), y en su atmósfera fronteriza los filtros cromáticos, particularmente sus dorados, de la dirección de fotografía de Slawomir Idziak, con los que ya había experimentado en el capítulo de No matarás de su Decálogo (1988), es una de las experiencias sensoriales y emocionales más enigmáticas y cautivadoras que se pueden experimentar en el cine, esa misteriosa senda que transitaron cineastas como Carl Dreyer o Andrei Tarkovski.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La vida reside en ese secreto hilo de pequeños instantes, como la punta de iceberg a través de la que sentimos un incierto mundo de posibles que no logramos articular en todo su sentido pero quizá intuir. Veronique no se perturba por esos envíos o esas grabaciones desconcertantes que recibe, sino que sigue esa enigmática línea de puntos, tras descifrarla a través de sus sonidos y la zona postal desde la que se enviaron los sobres, para descubrir que eran las incógnitas que le planteaba, como modo de atracción, y prueba (de una sintonización y conexión), el titiritero del que, precisamente, se había enamorado (y al fin y al cabo ella esperaba que ese fuera el resultado, su ilusión se torna confianza en lo posible). Y tras hacer el amor observará su rostro, como una imagen invertida, como la niña polaca miraba el firmamento de estrellas, o ambas a través de la pelota, con estrellas adheridas, que invierte el reflejo. La mirada abierta, despejada, es la que quizá pueda intuir, percibir y vivir, de un modo más clarividente, esos momentos de sensación verdadera constituidos a su vez de misterio. Porque aún no sabemos del todo cuál es la materia de este escenario en el que vivimos, sin aún lograr esclarecer del todo por qué y para qué estamos aquí, y cuál es realmente su trama, y cómo se entrelazan los acontecimientos, pero no impide el gozo de apostar por lo posible, aunque parezca inconcebible, y sumergirse en la epifanía de los momentos, en el acto de posar la mano en la piel de la vida como si surcaras sus entrañas.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
21 de diciembre de 2024
21 de diciembre de 2024
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Cuando al iniciarse la década de 1990, Krzysztof Kieslowski se afincó en Francia ya había demostrado en su Polonia natal que estábamos ante uno de los cineastas de mayor personalidad del cine europeo. Ahora bien, la obra que desarrolló en el país galo cambió el rumbo del Séptimo Arte en el Viejo Continente y mi vida de paso. Antes de que llegara la gran trilogía de los colores de la bandera de Francia (“Azul”, “Blanco” y “Rojo”), todos los elementos que la convirtieron en una de las grandes trilogías de la historia del cine estaban ya ensayados en la magistral “La doble vida de Verónica” (1991), con la que “Rojo” tiene múltiples conexiones más allá de compartir actriz protagonista.
Antes siquiera de afrontar su contenido, esta película es una obra maestra desde su propio aspecto formal, de una innovación, atrevimiento y actitud desprejuiciada que sólo Kieslowski podía ser capaz de sostener en aquel momento histórico. Ante todo, el virtuosismo visual de su cámara y sus atrevidos movimientos para los que no existe límite alguno, desde volcar la cámara en un plano subjetivo hasta conformar una serie de escenas distorsionadas al verlas a través de una bola de cristal. Sencillamente la poética visual de Kieslowski en estado puro y en perfecto equilibrio. Hipnótica y desasosegante la espléndida dirección de fotografía de Slawomir Idziak, en unos tonos dorados que pasan por ser de los mejores de la historia del cine, como azules serían los de “Azul”, blancos los de “Blanco” y rojos los de “Rojo” con posterioridad.
El otro elemento perfectamente reconocible para quienes amen el cine del polaco como yo lo idolatro es la magistral partitura musical de Zbigniew Preisner, una maravilla orquestal y coral que supone la portentosa semilla de todo lo que vendría después con la gran trilogía del cine europeo, especialmente emparentada con la “Sinfonía para la Unión Europea” de “Azul”, con la que la partitura de “La doble vida de Verónica” tiene extraordinarias y maravillosas coincidencias.
Lo demás corre a cargo de la diosa Irène Jacob, con apenas 25 años de edad cuando rueda el film, sosteniendo dos personajes de forma simultánea de manera lúcida y coherente, intensa y profunda, con unas miradas a cámara que dejan traslucir toda la inocencia y la indefensión de sus personajes y que se quedan a vivir en la retina del cinéfilo para siempre.
El guión, firmado por el propio Krzysztof Kieslowki junto con Krzysztof Piesiewicz, gira en torno a una fantasmagórica historia que roza el realismo mágico sobre la existencia de una chica polaca llamada Weronika que comienza a triunfar en el mundo de la música clásica a pesar de su dolencia cardíaca. Siempre ha tenido la impresión de no estar sola y ha tenido reacciones corporales que entendía externas. En un momento concreto y en mitad de una manifestación en Cracovia, se cruza con una chica idéntica a ella, se llama Vèronique, es francesa e igualmente ha vivido con la misma sensación. Ambas son huérfanas de madre y cuentan con padres amables y permisivos.
El tema de la duplicidad de identidad, del otro yo que para Edgar Allan Poe se convertiría en algo sanguinario en “William Wilson” y que Kieslowski lo transmuta a pura poesía visual y argumental de una magnitud ilimitada, convirtiendo a este film en una indiscutible obra maestra.
Antes siquiera de afrontar su contenido, esta película es una obra maestra desde su propio aspecto formal, de una innovación, atrevimiento y actitud desprejuiciada que sólo Kieslowski podía ser capaz de sostener en aquel momento histórico. Ante todo, el virtuosismo visual de su cámara y sus atrevidos movimientos para los que no existe límite alguno, desde volcar la cámara en un plano subjetivo hasta conformar una serie de escenas distorsionadas al verlas a través de una bola de cristal. Sencillamente la poética visual de Kieslowski en estado puro y en perfecto equilibrio. Hipnótica y desasosegante la espléndida dirección de fotografía de Slawomir Idziak, en unos tonos dorados que pasan por ser de los mejores de la historia del cine, como azules serían los de “Azul”, blancos los de “Blanco” y rojos los de “Rojo” con posterioridad.
El otro elemento perfectamente reconocible para quienes amen el cine del polaco como yo lo idolatro es la magistral partitura musical de Zbigniew Preisner, una maravilla orquestal y coral que supone la portentosa semilla de todo lo que vendría después con la gran trilogía del cine europeo, especialmente emparentada con la “Sinfonía para la Unión Europea” de “Azul”, con la que la partitura de “La doble vida de Verónica” tiene extraordinarias y maravillosas coincidencias.
Lo demás corre a cargo de la diosa Irène Jacob, con apenas 25 años de edad cuando rueda el film, sosteniendo dos personajes de forma simultánea de manera lúcida y coherente, intensa y profunda, con unas miradas a cámara que dejan traslucir toda la inocencia y la indefensión de sus personajes y que se quedan a vivir en la retina del cinéfilo para siempre.
El guión, firmado por el propio Krzysztof Kieslowki junto con Krzysztof Piesiewicz, gira en torno a una fantasmagórica historia que roza el realismo mágico sobre la existencia de una chica polaca llamada Weronika que comienza a triunfar en el mundo de la música clásica a pesar de su dolencia cardíaca. Siempre ha tenido la impresión de no estar sola y ha tenido reacciones corporales que entendía externas. En un momento concreto y en mitad de una manifestación en Cracovia, se cruza con una chica idéntica a ella, se llama Vèronique, es francesa e igualmente ha vivido con la misma sensación. Ambas son huérfanas de madre y cuentan con padres amables y permisivos.
El tema de la duplicidad de identidad, del otro yo que para Edgar Allan Poe se convertiría en algo sanguinario en “William Wilson” y que Kieslowski lo transmuta a pura poesía visual y argumental de una magnitud ilimitada, convirtiendo a este film en una indiscutible obra maestra.
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