Las damas del bosque de Bolonia
1945 

6.9
1,331
12 de mayo de 2008
12 de mayo de 2008
41 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando su amante Jean corta la relación, Hélène finge aceptarlo de buen grado, pero busca alrededor personas a utilizar como retorcido instrumento de venganza. Dos conocidas que viven en precario, madre e hija, parecen la herramienta idónea.
¿Me vas a dejar? Oh, querido, no temas. Yo también noto que mi corazón se había enfriado: (te vas a enterar, miserable; lamentarás haberme conocido).
Seguiremos siendo amigos, sin trampas ni amargura, nos lo contaremos todo: (vas a llorar lágrimas de sangre).
Nos veremos a diario y nos apoyaremos en lo que haga falta: (te voy a hundir en la ciénaga hasta la nariz y querrás no haber nacido).
Inspirado en un agudo texto de Diderot, Bresson evita el tono de juego cortesano y pomposo con que ajustan cuentas personajes como los de “Las relaciones peligrosas” ["Les liaisons dangereuses", 1782, Pierre Choderlos de Laclos].
En las antípodas, opta por profundizar frontalmente en el abismo de la pasión vengativa, de su esencia malsana, aplicando un tratamiento más trágico que melodramático.
El cineasta, todavía “de uniforme”, artísticamente hablando, permanece en el canon francés de los 40’: actores célebres, fotografía esmerada, cuidadosas adaptaciones. Pero ata en corto a los intérpretes para que no declamen ni gesticulen, con lo que todo termina pasando por la mirada encendida de María Casares; reduce el espacio a lo funcional, sin entretenerse en lo decorativo, y abstrae la ambientación: sucede en París, siglo XX, pero podría ser en cualquier ciudad, cualquier época.
Hay ya largos silencios elocuentes (la película comienza con uno de ellos, en el interior de un coche) y cruciales detalles en plano corto (cartas decisivas que viajan entre manos).
Y sensación de reclusión...
Bresson, el singular, se va quitando el uniforme.
¿Me vas a dejar? Oh, querido, no temas. Yo también noto que mi corazón se había enfriado: (te vas a enterar, miserable; lamentarás haberme conocido).
Seguiremos siendo amigos, sin trampas ni amargura, nos lo contaremos todo: (vas a llorar lágrimas de sangre).
Nos veremos a diario y nos apoyaremos en lo que haga falta: (te voy a hundir en la ciénaga hasta la nariz y querrás no haber nacido).
Inspirado en un agudo texto de Diderot, Bresson evita el tono de juego cortesano y pomposo con que ajustan cuentas personajes como los de “Las relaciones peligrosas” ["Les liaisons dangereuses", 1782, Pierre Choderlos de Laclos].
En las antípodas, opta por profundizar frontalmente en el abismo de la pasión vengativa, de su esencia malsana, aplicando un tratamiento más trágico que melodramático.
El cineasta, todavía “de uniforme”, artísticamente hablando, permanece en el canon francés de los 40’: actores célebres, fotografía esmerada, cuidadosas adaptaciones. Pero ata en corto a los intérpretes para que no declamen ni gesticulen, con lo que todo termina pasando por la mirada encendida de María Casares; reduce el espacio a lo funcional, sin entretenerse en lo decorativo, y abstrae la ambientación: sucede en París, siglo XX, pero podría ser en cualquier ciudad, cualquier época.
Hay ya largos silencios elocuentes (la película comienza con uno de ellos, en el interior de un coche) y cruciales detalles en plano corto (cartas decisivas que viajan entre manos).
Y sensación de reclusión...
Bresson, el singular, se va quitando el uniforme.
31 de agosto de 2008
31 de agosto de 2008
35 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Segundo de los 13 largometrajes de Robert Bresson. Escrito por el mismo Bresson y Jean Cocteau (diálogos adicionales), se inspira en el relato breve "Jacques le fataliste et son maître", de Dennis Diderot, publicado (1796) después de su muerte. Se rueda en los Studios Pathé-Cinéma (Paris), entre la ocupación nazi y la Posguerra. El rodaje se enfrenta a las dificultades propias de las turbulencias del momento. Producida por Raoul Ploquin, se estrena el 25-IX-1945 (Paris).
La acción tiene lugar en París en 1942-43, durante la ocupación alemana. Narra la historia de Hélene (Casares) que, tras conocer que su amante Jean (Bernard) ha dejado de quererla, urde un plan para vengarse de él, impulsándole a contraer un nuevo matrimonio. Sus manipulaciones alcanzan a Agnés (Labourdette) y su madre (Bogaert), a las que había conocido 3 años antes, durante sus vacaciones de verano en el campo. Arruinadas por la guerra, ambas se hallan en la indigencia.
El film suma drama, romance, ribetes melodramáticos y toques trágicos. Explora las raíces profundas del comportamiento humano, especialmente por lo que respecta a los mecanismos del despecho, los celos, el engaño y la venganza. El despecho es motivo de movilización de impulsos primarios y deseos de venganza, que no suelen reparar ni en la honestidad de los medios que se emplean, ni en los sentimientos y la dignidad de las personas. El que se siente ofendido tiende a sobrevalorar el daño que ha recibido y a minusvalorar el daño que inflige a otros, sea el destinatario final de la venganza, sean personas inocentes involucradas en la acción. La venganza tiende a generar daños desproporcionados a las víctimas y sentimientos de desazón e insatisfacción en el vengador. También explora los mecanismos de manipulación de personas, especialmente las más débiles. Por otro lado, muestra cómo la guerra crea víctimas alejadas de los campos de batalla y de los escenarios bélicos. Éste es el caso de Agnés y de su madre, que pasan de la opulencia a la indigencia.
La dedicación ocasional de una mujer forzada por las circunstancias a trabajar como bailarina y prostituta sirve para denunciar dos hechos lacerantes: su estigmatización social de por vida y la fuerza autodestructiva de sus sentimientos de culpa, derivados de una educación convencional y puritana. Son escenas destacadas, entre otras, el largo plano del viaje en coche de la novia tras la boda y la secuencia final.
La música, de Jean-Jacques Grünenwald (“Diario de un cura rural”, Bresson,1951), ofrece temas de cuerda, sosegados y líricos, fragmentos de saxo y composiciones orquestales solemnes. La fotografía, de Philippe Agostini (“Rififi”, Dassin,1955), se apoya en escenarios sobrios, encuadres de cuidada belleza visual, en ocasiones de marcado sentido pictórico, y movimientos pausados de cámara.
La acción tiene lugar en París en 1942-43, durante la ocupación alemana. Narra la historia de Hélene (Casares) que, tras conocer que su amante Jean (Bernard) ha dejado de quererla, urde un plan para vengarse de él, impulsándole a contraer un nuevo matrimonio. Sus manipulaciones alcanzan a Agnés (Labourdette) y su madre (Bogaert), a las que había conocido 3 años antes, durante sus vacaciones de verano en el campo. Arruinadas por la guerra, ambas se hallan en la indigencia.
El film suma drama, romance, ribetes melodramáticos y toques trágicos. Explora las raíces profundas del comportamiento humano, especialmente por lo que respecta a los mecanismos del despecho, los celos, el engaño y la venganza. El despecho es motivo de movilización de impulsos primarios y deseos de venganza, que no suelen reparar ni en la honestidad de los medios que se emplean, ni en los sentimientos y la dignidad de las personas. El que se siente ofendido tiende a sobrevalorar el daño que ha recibido y a minusvalorar el daño que inflige a otros, sea el destinatario final de la venganza, sean personas inocentes involucradas en la acción. La venganza tiende a generar daños desproporcionados a las víctimas y sentimientos de desazón e insatisfacción en el vengador. También explora los mecanismos de manipulación de personas, especialmente las más débiles. Por otro lado, muestra cómo la guerra crea víctimas alejadas de los campos de batalla y de los escenarios bélicos. Éste es el caso de Agnés y de su madre, que pasan de la opulencia a la indigencia.
La dedicación ocasional de una mujer forzada por las circunstancias a trabajar como bailarina y prostituta sirve para denunciar dos hechos lacerantes: su estigmatización social de por vida y la fuerza autodestructiva de sus sentimientos de culpa, derivados de una educación convencional y puritana. Son escenas destacadas, entre otras, el largo plano del viaje en coche de la novia tras la boda y la secuencia final.
La música, de Jean-Jacques Grünenwald (“Diario de un cura rural”, Bresson,1951), ofrece temas de cuerda, sosegados y líricos, fragmentos de saxo y composiciones orquestales solemnes. La fotografía, de Philippe Agostini (“Rififi”, Dassin,1955), se apoya en escenarios sobrios, encuadres de cuidada belleza visual, en ocasiones de marcado sentido pictórico, y movimientos pausados de cámara.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Presta atención a detalles que aportan brillo y significación. Las imágenes, de inspiración expresionista, presentan composiciones de luces contrastadas y de muy buen dibujo. Resalta la elegancia del vestuario y la importancia que se da a la expresión corporal. La interpretación de María Casares, hija del que fue destacado político republicano español, Santiago Casares Quiroga, demuestra desenvoltura y talento. La obra es una de las dos que Bresson rueda con actores profesionales. Respira aire clásico, preocupación por lo humano, sobriedad y equilibrio entre formas y fondo.
Tras esta cinta Bresson experimenta y desarrolla una manera propia de hacer cine, con actores no profesionales y un estilo muy personal, austero e intensamente visual, que singulariza y encumbra su aportación al cine.
Tras esta cinta Bresson experimenta y desarrolla una manera propia de hacer cine, con actores no profesionales y un estilo muy personal, austero e intensamente visual, que singulariza y encumbra su aportación al cine.
9 de marzo de 2012
9 de marzo de 2012
30 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
En terminología clásica de su autor, se podría decir que esta cinta apunta al cinematógrafo todavía desde el cine.
Me parece importante sugerir, sin embargo, que lo que a mi juicio le falta para alcanzar cotas artísticas más elevadas no se corresponde exactamente con lo que le falta para ser más bressoniana. Porqué, para empezar, uno de sus puntos fuertes me parecen las interpretaciones de las actrices profesionales. Maria Casares, en su rol de mujer despechada que urde una venganza contra su amante, Jean, desprende un soberbio magnetismo (en la línea de la contención expresiva de lo que más tarde serán los "modelos" del cineasta, pero que aparece en otras partes, como en el personaje de Muerte en el "Orfeo" de Cocteau). Por su parte, Elina Labourdette (Agnès), reluce espléndida como encarnación de la máxima inocencia, sin que ello le impida hacer creíble que su personaje se vio arrastrado a la mala vida.
Destaca poderosamente en la construcción estructural y visual del film el continuo juego de duplicidades. Así, de interior/exterior y uso alegórico elementos naturales fuego/agua: las escenas entre Hélène y Jean tendrán lugar sistemáticamente en el interior ante la chimenea, mientras que las de Agnès con Jean serán exteriores con la presencia omnipresente del agua (lluvia, lago, fuente, cascada), o cromática (Hélène viste de negro y Agnès con una clara gabardina). Más simetrías: una falsa carta ideada por Hélène que sirve de espoleta a la trama se contrapone a una carta verdadera escrita por Agnés que se resiste a ser leída, y en dos escenas clave veremos a cada una de ellas apostadas frente a la ventanilla del coche de Jean. También percibimos correspondencias en las lágrimas vertidas por ambas mujeres (preciosamente filmadas, como perlas sobre las mejillas) o, en dos momentos con muy distinta significación, cómo la sombra de la puerta que Jean cierra oscurece el rostro de Hélène.
El uso de la música todavía es "convencional" (aunque efectivo y sin efectismos), pero ya se aprecia la esencialidad narrativa prototípica de Bresson, sobre todo con las elipsis de causalidad.
Quizás lo más discutible sea que el "momento decisivo" —y, por ello, más cargado de resonancias— de tomar una decisión moral corresponda al personaje masculino, quién a lo largo del metraje ha permanecido en segundo plano respecto a las dos auténticas protagonistas, por lo que la intensidad emocional del acto se resiente. El actor, Paul Bernard, además, palidece claramente ante sus acompañantes femeninas.
En todo caso, se trata de una espléndida película, de un tipo más "terrenal", sin el salto metafísico que caracterizará las cimas posteriores del director ("Pickpocket"), pero mucho más reivindicable que determinadas muestras del "sistema Bresson" en su apogeo (como "Lancelot du Lac", lo que nos permite interrogarnos acerca de los límites intrínsecos a cualquier formalismo).
Me parece importante sugerir, sin embargo, que lo que a mi juicio le falta para alcanzar cotas artísticas más elevadas no se corresponde exactamente con lo que le falta para ser más bressoniana. Porqué, para empezar, uno de sus puntos fuertes me parecen las interpretaciones de las actrices profesionales. Maria Casares, en su rol de mujer despechada que urde una venganza contra su amante, Jean, desprende un soberbio magnetismo (en la línea de la contención expresiva de lo que más tarde serán los "modelos" del cineasta, pero que aparece en otras partes, como en el personaje de Muerte en el "Orfeo" de Cocteau). Por su parte, Elina Labourdette (Agnès), reluce espléndida como encarnación de la máxima inocencia, sin que ello le impida hacer creíble que su personaje se vio arrastrado a la mala vida.
Destaca poderosamente en la construcción estructural y visual del film el continuo juego de duplicidades. Así, de interior/exterior y uso alegórico elementos naturales fuego/agua: las escenas entre Hélène y Jean tendrán lugar sistemáticamente en el interior ante la chimenea, mientras que las de Agnès con Jean serán exteriores con la presencia omnipresente del agua (lluvia, lago, fuente, cascada), o cromática (Hélène viste de negro y Agnès con una clara gabardina). Más simetrías: una falsa carta ideada por Hélène que sirve de espoleta a la trama se contrapone a una carta verdadera escrita por Agnés que se resiste a ser leída, y en dos escenas clave veremos a cada una de ellas apostadas frente a la ventanilla del coche de Jean. También percibimos correspondencias en las lágrimas vertidas por ambas mujeres (preciosamente filmadas, como perlas sobre las mejillas) o, en dos momentos con muy distinta significación, cómo la sombra de la puerta que Jean cierra oscurece el rostro de Hélène.
El uso de la música todavía es "convencional" (aunque efectivo y sin efectismos), pero ya se aprecia la esencialidad narrativa prototípica de Bresson, sobre todo con las elipsis de causalidad.
Quizás lo más discutible sea que el "momento decisivo" —y, por ello, más cargado de resonancias— de tomar una decisión moral corresponda al personaje masculino, quién a lo largo del metraje ha permanecido en segundo plano respecto a las dos auténticas protagonistas, por lo que la intensidad emocional del acto se resiente. El actor, Paul Bernard, además, palidece claramente ante sus acompañantes femeninas.
En todo caso, se trata de una espléndida película, de un tipo más "terrenal", sin el salto metafísico que caracterizará las cimas posteriores del director ("Pickpocket"), pero mucho más reivindicable que determinadas muestras del "sistema Bresson" en su apogeo (como "Lancelot du Lac", lo que nos permite interrogarnos acerca de los límites intrínsecos a cualquier formalismo).
21 de mayo de 2016
21 de mayo de 2016
24 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
“El cine sonoro ha inventado, sobre todo, el silencio. Encuentro maravilloso y cómodo el uso de diálogos explicativos. Pero lo ideal sería más bien que el diálogo acompañara a los personajes, como el cascabel al caballo y el zumbido a la abeja.” (Robert Bresson)
‘Les Dames du Bois de Boulogne’ retoma, con bastante exactitud, el argumento y los diálogos del episodio del marqués des Arcis y Mme de La Pommeraye, narrado por la posadera en la excelente novela ‘Jacques le Fataliste’, de Diderot, con su prosa festiva, encantadora, entreverada de interrupciones y repleta de donaires. La película de Robert Bresson, naturalmente, es otra cosa. El director francés sustituye la cháchara picante del libro por silencio, intensidad y elipsis narrativas.
En la novela, el Maestro de Jacques recrimina a la posadera por la inverosimilitud psicológica de Mlle d’Aisnon (Agnès, en la película). Nada en ella hacía sospechar que fuera víctima inocente de las maquinaciones de su madre y de Mme de la Pommeraye. Acata su plan sin miramientos y no da muestras de escrúpulo ninguno. La posadera contesta que, a despecho de las reglas de la dramaturgia, ha contado la historia tal y como sucedió, sin omisiones ni añadidos. Y que quién sabe lo que sentiría la hija en el momento de actuar. La procesión y la tristeza bien pudieran ir por dentro.
La respuesta de la posadera es digna de Robert Bresson. Sin embargo, esa inverosimilitud psicológica (de la que, en el fondo, se burla Diderot) ha sido debidamente corregida en la película. La psicología de Agnès es, en mi opinión, irreprochable. Y es que, en ‘Les Dames du Bois de Boulogne’, las reglas del drama han sido respetadas. Eso hace que este film sea el más convencional (el menos bressoniano) de su autor.
“El movimiento de las escenas no proviene de un desplazamiento frenético de la cámara, sino de una vida interior, de la agitación y el choque de los cuatro personajes.” Hélène (la amante despechada), Jean (el galán), Agnès (la bailarina) y la madre de esta última. “Creo –declara el propio director– que una cosa es el film de acción, de movimiento sistemático y otra muy distinta el movimiento interior, que yo prefiero.” Según confesión propia, Bresson descarta el uso de las acrobacias de cámara para desmenuzar los matices y modulaciones de la psique de sus personajes.
Yo veo en esta cinta un movimiento que reina sobre los demás: el de la huida. Hélène huye de su amor por Jean y pretende refugiarse en la venganza (el amor es en ella como la túnica de Heracles, cuanto más trata de zafarse de ese sentimiento, más le oprime y daña); Agnès quisiera huir de su pasado; su madre, de la necesidad. Y Jean huiría de sí mismo si pudiera.
Ese sentimiento de huida, de pasaje, de puente entre dos mundos (deseo y realidad), queda asombrosamente retratado en los espacios intermedios: puertas, rellanos, ascensores. Sería interminable inventariar el uso de las puertas y dinteles. Jean, en su primera escena con Hélène, se dispone a marcharse; los rostros de ambos están oscurecidos. Se abre la puerta y el rostro de ella se ilumina: nace en ella un sentimiento de venganza. En la escena del paraguas, con Agnès, la puerta de su casa-jaula queda abierta: no hay duda de que Jean ha de volver. Más adelante, hacia el minuto 39, Jean se marcha a toda prisa del salón de Hélène; ella, pese a su simulada indiferencia, acaba yendo tras él; la sombra triangular del ascensor, en la pared del rellano, se hace más y más pequeña; esa disminución de algún modo nos conmueve, como una guillotina.
El uso de las luces y reflejos también es formidable. Como lo son las líneas de sombra en el apartamento en que las dos mujeres viven casi confinadas.
Un detalle que ilustra uno de los aforismos de Robert Bresson: "...traduire le vent invisible par l'eau qu'il sculpte en passant." [traducir el viento invisible por el agua que esculpe al pasar]. Jean, en casa de Hélène, se afana con el fuego de la chimenea. Luego, mientras habla, y pese al fuego, vemos el vaho que sale de su boca. Su aliento nos da frío. Las palabras de amor que le dedica a su anfitriona carecen de calor. Ya casi no hacen falta los diálogos.
Otro detalle: el jugueteo con el perro. Jean lo acaricia y le hace carantoñas. El perro es amistad. Es una forma de decirnos que no hay otra relación posible con su dueña.
‘Les Dames du Bois de Boulogne’ es una cinta de impecable factura sujeta aún a los diálogos y reglas de un cierto cine clásico. Jean Cocteau es “excesivamente” brillante en su labor de dialoguista, María Casares es “demasiado” buena actriz, los objetos rutilan con luz propia, la música acompaña… Es, en cierto modo, teatro filmado –siguiendo la terminología del director francés–. Todos estos recursos serían abandonados (o pulidos) por Bresson al embarcarse en su genial cruzada solitaria.
“Lo interior manda. Sé que esto puede parecer paradójico en un arte en que todo es exterior. Pero he visto películas en las que todos corren y son lentas. Otras en las que los personajes no se mueven y son rápidas. Me he dado cuenta de que el ritmo de las imágenes es incapaz de corregir cualquier lentitud interna. Sólo los nudos que se atan y desatan en el interior de los personajes proporcionan al film su movimiento, su verdadero movimiento. Y es ese movimiento el que me esfuerzo en hacer visible por medio de algún recurso o combinación de recursos que no sean simples diálogos.”
El cinematógrafo ideado por Robert Bresson es la historia de ese movimiento.
‘Les Dames du Bois de Boulogne’ retoma, con bastante exactitud, el argumento y los diálogos del episodio del marqués des Arcis y Mme de La Pommeraye, narrado por la posadera en la excelente novela ‘Jacques le Fataliste’, de Diderot, con su prosa festiva, encantadora, entreverada de interrupciones y repleta de donaires. La película de Robert Bresson, naturalmente, es otra cosa. El director francés sustituye la cháchara picante del libro por silencio, intensidad y elipsis narrativas.
En la novela, el Maestro de Jacques recrimina a la posadera por la inverosimilitud psicológica de Mlle d’Aisnon (Agnès, en la película). Nada en ella hacía sospechar que fuera víctima inocente de las maquinaciones de su madre y de Mme de la Pommeraye. Acata su plan sin miramientos y no da muestras de escrúpulo ninguno. La posadera contesta que, a despecho de las reglas de la dramaturgia, ha contado la historia tal y como sucedió, sin omisiones ni añadidos. Y que quién sabe lo que sentiría la hija en el momento de actuar. La procesión y la tristeza bien pudieran ir por dentro.
La respuesta de la posadera es digna de Robert Bresson. Sin embargo, esa inverosimilitud psicológica (de la que, en el fondo, se burla Diderot) ha sido debidamente corregida en la película. La psicología de Agnès es, en mi opinión, irreprochable. Y es que, en ‘Les Dames du Bois de Boulogne’, las reglas del drama han sido respetadas. Eso hace que este film sea el más convencional (el menos bressoniano) de su autor.
“El movimiento de las escenas no proviene de un desplazamiento frenético de la cámara, sino de una vida interior, de la agitación y el choque de los cuatro personajes.” Hélène (la amante despechada), Jean (el galán), Agnès (la bailarina) y la madre de esta última. “Creo –declara el propio director– que una cosa es el film de acción, de movimiento sistemático y otra muy distinta el movimiento interior, que yo prefiero.” Según confesión propia, Bresson descarta el uso de las acrobacias de cámara para desmenuzar los matices y modulaciones de la psique de sus personajes.
Yo veo en esta cinta un movimiento que reina sobre los demás: el de la huida. Hélène huye de su amor por Jean y pretende refugiarse en la venganza (el amor es en ella como la túnica de Heracles, cuanto más trata de zafarse de ese sentimiento, más le oprime y daña); Agnès quisiera huir de su pasado; su madre, de la necesidad. Y Jean huiría de sí mismo si pudiera.
Ese sentimiento de huida, de pasaje, de puente entre dos mundos (deseo y realidad), queda asombrosamente retratado en los espacios intermedios: puertas, rellanos, ascensores. Sería interminable inventariar el uso de las puertas y dinteles. Jean, en su primera escena con Hélène, se dispone a marcharse; los rostros de ambos están oscurecidos. Se abre la puerta y el rostro de ella se ilumina: nace en ella un sentimiento de venganza. En la escena del paraguas, con Agnès, la puerta de su casa-jaula queda abierta: no hay duda de que Jean ha de volver. Más adelante, hacia el minuto 39, Jean se marcha a toda prisa del salón de Hélène; ella, pese a su simulada indiferencia, acaba yendo tras él; la sombra triangular del ascensor, en la pared del rellano, se hace más y más pequeña; esa disminución de algún modo nos conmueve, como una guillotina.
El uso de las luces y reflejos también es formidable. Como lo son las líneas de sombra en el apartamento en que las dos mujeres viven casi confinadas.
Un detalle que ilustra uno de los aforismos de Robert Bresson: "...traduire le vent invisible par l'eau qu'il sculpte en passant." [traducir el viento invisible por el agua que esculpe al pasar]. Jean, en casa de Hélène, se afana con el fuego de la chimenea. Luego, mientras habla, y pese al fuego, vemos el vaho que sale de su boca. Su aliento nos da frío. Las palabras de amor que le dedica a su anfitriona carecen de calor. Ya casi no hacen falta los diálogos.
Otro detalle: el jugueteo con el perro. Jean lo acaricia y le hace carantoñas. El perro es amistad. Es una forma de decirnos que no hay otra relación posible con su dueña.
‘Les Dames du Bois de Boulogne’ es una cinta de impecable factura sujeta aún a los diálogos y reglas de un cierto cine clásico. Jean Cocteau es “excesivamente” brillante en su labor de dialoguista, María Casares es “demasiado” buena actriz, los objetos rutilan con luz propia, la música acompaña… Es, en cierto modo, teatro filmado –siguiendo la terminología del director francés–. Todos estos recursos serían abandonados (o pulidos) por Bresson al embarcarse en su genial cruzada solitaria.
“Lo interior manda. Sé que esto puede parecer paradójico en un arte en que todo es exterior. Pero he visto películas en las que todos corren y son lentas. Otras en las que los personajes no se mueven y son rápidas. Me he dado cuenta de que el ritmo de las imágenes es incapaz de corregir cualquier lentitud interna. Sólo los nudos que se atan y desatan en el interior de los personajes proporcionan al film su movimiento, su verdadero movimiento. Y es ese movimiento el que me esfuerzo en hacer visible por medio de algún recurso o combinación de recursos que no sean simples diálogos.”
El cinematógrafo ideado por Robert Bresson es la historia de ese movimiento.
15 de enero de 2009
15 de enero de 2009
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bresson, con ese estilo depurado y sobrio que solía caracterizarlo, se inspiró en una novela para rodar este melodrama sobre la venganza de una mujer despechada.
Bresson iniciaba su proceso de maduración cinematográfica, y ya iba consolidando los rasgos que le serían propios. Una fotografía pausada de acusados claroscuros y actores cuya relevancia no se basa en el histrionismo, sino en la capacidad de contención, en una actuación de fachada austera centrada en los diálogos, en el poder de las miradas y en los silencios. La cámara invita a la quietud, pese a que lo que enfoque sea una escena de gran peso emocional y de crispación que se advierte soterradamente por los subterráneos de la trama. Se excluye la truculencia visual y se sustituye por algo de teatralidad comedida y por un desarrollo que adopta la omisión y la sutileza.
Hasta dónde es capaz de llegar una hermosa mujer fría y rencorosa, calculadora y falsa, por no poder resignarse a perder lo que nunca le ha pertenecido… Bresson se adentra en las retorcidas maquinaciones de Hélêne y la frialdad que ella desprende se posa en el aire, en los objetos, en la muralla invisible que separa a las almas, en la fragilidad de Jean, en la indefensión de dos mujeres desorientadas… Refleja la mano dura con que el ojo público castiga los tropiezos de los que caen en desgracia, la doble moral, el doble rasero, la dureza de corazón que tiende a juzgar a las personas por lo que se han visto obligadas a hacer, y no por lo que son… También deja caer con engañosa calma la escalofriante condescendencia de quien consiente la ruina de un ser a quien dice amar, con palabras de amor y de miel y cerrando los ojos a la evidencia, y ocultando con ello una necesidad egoísta y materialista que antepone a la felicidad de su ser querido.
No hay puñales más letales que los que hieren en nombre del amor, ni una prisión más lóbrega que la que condena a cadena perpetua a quienes pierden sus ilusiones por el camino.
Bresson iniciaba su proceso de maduración cinematográfica, y ya iba consolidando los rasgos que le serían propios. Una fotografía pausada de acusados claroscuros y actores cuya relevancia no se basa en el histrionismo, sino en la capacidad de contención, en una actuación de fachada austera centrada en los diálogos, en el poder de las miradas y en los silencios. La cámara invita a la quietud, pese a que lo que enfoque sea una escena de gran peso emocional y de crispación que se advierte soterradamente por los subterráneos de la trama. Se excluye la truculencia visual y se sustituye por algo de teatralidad comedida y por un desarrollo que adopta la omisión y la sutileza.
Hasta dónde es capaz de llegar una hermosa mujer fría y rencorosa, calculadora y falsa, por no poder resignarse a perder lo que nunca le ha pertenecido… Bresson se adentra en las retorcidas maquinaciones de Hélêne y la frialdad que ella desprende se posa en el aire, en los objetos, en la muralla invisible que separa a las almas, en la fragilidad de Jean, en la indefensión de dos mujeres desorientadas… Refleja la mano dura con que el ojo público castiga los tropiezos de los que caen en desgracia, la doble moral, el doble rasero, la dureza de corazón que tiende a juzgar a las personas por lo que se han visto obligadas a hacer, y no por lo que son… También deja caer con engañosa calma la escalofriante condescendencia de quien consiente la ruina de un ser a quien dice amar, con palabras de amor y de miel y cerrando los ojos a la evidencia, y ocultando con ello una necesidad egoísta y materialista que antepone a la felicidad de su ser querido.
No hay puñales más letales que los que hieren en nombre del amor, ni una prisión más lóbrega que la que condena a cadena perpetua a quienes pierden sus ilusiones por el camino.
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