Armonías de Werckmeister
2000 

7.6
3,592
21 de enero de 2008
21 de enero de 2008
210 de 238 usuarios han encontrado esta crítica útil
Magistral metáfora, entre lo místico y lo político, sobre el caos y la violencia, sobre la tiranía de lo colectivo y la socialización homicida impuesta a los seres humanos por unos y por otros en nombre de la libertad.
Desde la primera escena, Tarr nos introduce en un universo mágico, a veces fascinante, a veces terrible. Lástima que la traducción de los subtítulos, tan penosa como de costumbre, pueda incluso impedir la comprensión de una escena clave: el monólogo de Erszt sobre las novedades introducidas por Andreas Werckmeister en el sistema musical occidental; monólogo donde el musicólogo plantea la necesidad de revisar la historia, desandar lo andado y volver al origen: idea —que obviamente puede proyectarse al conjunto de nuestra cultura— antológicamente traducida en términos visuales por dos espectaculares travellings circulares de 360 grados en sentidos contrarios. Escena que culmina con la afirmación de la cualidad individual y la necesidad del límite. Ahí, en mi opinión, habría que buscar la clave de la metáfora.
Aunque la substancia del film es básicamente metafísica, una lectura política es prácticamente inevitable, y Tarr molestará por igual a la derecha y a la izquierda: es un francotirador que va por libre y que dirige aquí una mirada empática a dos seres, muy distintos entre sí, pero que como él, coinciden en la afirmación radical de su individualidad y en su negativa a sumarse a cualquiera de los dos bandos en que se polariza la demencia colectiva: 1) Janos Valushka es un joven bondadoso, no tonto aunque tal vez un poco simple, siempre dispuesto a ayudar a unos y a otros, que —con una traslación un tanto mecánica de las realidades celestes a las terrestres— confía ciegamente en la armonía cósmica y no se entera de lo que pasa a su alrededor hasta que la barbarie más criminal se muestra abiertamente ante sus ojos. 2) El musicólogo Erszt, por su parte, percibe con lucidez que «todo está equivocado» —y no sólo el sistema musical—, y opta por el retiro solitario, consciente de que el caos imperante es superior a toda posible solución. Ante la agresión, sólo queda acogerse a que, en última instancia, «nada importa, nada importa en absoluto».
Anulada la capacidad de resistencia («Melancolía de la resistencia» es el título de la novela en que se basa la película) por un poder al que no se puede escapar, sólo queda la solidaridad entre los escasos disidentes de la barbarie para sobrevivir juntos: volver a afinar el piano para ajustarse a la norma y adaptarse a vivir como mejor se pueda en la «cocina de verano». Más que rendición, recurso al único reducto en el que todavía es posible la supervivencia: la libertad interior.
Visión de una lucidez sin concesiones en su pesimismo radical, «Armonías de Werckmeister», film de una belleza visual literalmente incomparable, me parece, sencillamente —y dentro de lo que conozco—, la película más importante que se ha filmado en las últimas décadas.
Desde la primera escena, Tarr nos introduce en un universo mágico, a veces fascinante, a veces terrible. Lástima que la traducción de los subtítulos, tan penosa como de costumbre, pueda incluso impedir la comprensión de una escena clave: el monólogo de Erszt sobre las novedades introducidas por Andreas Werckmeister en el sistema musical occidental; monólogo donde el musicólogo plantea la necesidad de revisar la historia, desandar lo andado y volver al origen: idea —que obviamente puede proyectarse al conjunto de nuestra cultura— antológicamente traducida en términos visuales por dos espectaculares travellings circulares de 360 grados en sentidos contrarios. Escena que culmina con la afirmación de la cualidad individual y la necesidad del límite. Ahí, en mi opinión, habría que buscar la clave de la metáfora.
Aunque la substancia del film es básicamente metafísica, una lectura política es prácticamente inevitable, y Tarr molestará por igual a la derecha y a la izquierda: es un francotirador que va por libre y que dirige aquí una mirada empática a dos seres, muy distintos entre sí, pero que como él, coinciden en la afirmación radical de su individualidad y en su negativa a sumarse a cualquiera de los dos bandos en que se polariza la demencia colectiva: 1) Janos Valushka es un joven bondadoso, no tonto aunque tal vez un poco simple, siempre dispuesto a ayudar a unos y a otros, que —con una traslación un tanto mecánica de las realidades celestes a las terrestres— confía ciegamente en la armonía cósmica y no se entera de lo que pasa a su alrededor hasta que la barbarie más criminal se muestra abiertamente ante sus ojos. 2) El musicólogo Erszt, por su parte, percibe con lucidez que «todo está equivocado» —y no sólo el sistema musical—, y opta por el retiro solitario, consciente de que el caos imperante es superior a toda posible solución. Ante la agresión, sólo queda acogerse a que, en última instancia, «nada importa, nada importa en absoluto».
Anulada la capacidad de resistencia («Melancolía de la resistencia» es el título de la novela en que se basa la película) por un poder al que no se puede escapar, sólo queda la solidaridad entre los escasos disidentes de la barbarie para sobrevivir juntos: volver a afinar el piano para ajustarse a la norma y adaptarse a vivir como mejor se pueda en la «cocina de verano». Más que rendición, recurso al único reducto en el que todavía es posible la supervivencia: la libertad interior.
Visión de una lucidez sin concesiones en su pesimismo radical, «Armonías de Werckmeister», film de una belleza visual literalmente incomparable, me parece, sencillamente —y dentro de lo que conozco—, la película más importante que se ha filmado en las últimas décadas.
6 de diciembre de 2008
6 de diciembre de 2008
121 de 159 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta es la primera vez que me acerco al cine del húngaro Bela Tarr.
Muy bien me habían hablado de esta cinta, pero siempre me advertían que hay que tener con ella paciencia y una mente, digamos, abierta.
Y es que reconozcámoslo: esta película es muy, muy irregular. Tiene unas cuantas escenas de un lirismo y una belleza sobrecogedoras (la constelación de borrachos, el asalto al hospital, el protagonista en el trailer por primera vez, el final, etc) adornadas con una música deliciosa, pero por desgracia estas se encuentran desperdigadas entre un montón de escenas, de una densidad tal, que te dan ganas de pasarlas a doble velocidad.
Seamos honestos: una cosa es tener un ritmo pausado, contemplativo, o como se quiera llamar, y otra muy distinta poner una cámara a rodar durante 3 minutos como un tío va caminando hacia un horizonte lejano, o viene de el. Y más cuando estas escenas no aportan nada y expresan mucho menos.
Y no me vale la excusa de que esta película es simbólica: acepto que la historia no tenga, para que vamos a engañarnos, demasiado sentido. Acepto que se trata de una metáfora cuyo epicentro y explicación se encuentra en el monologo del tio Etzer sobre el error de Werckmeister. Acepto la indeterminación espacio-temporal y los comportamientos absurdos de los protagonistas. Lo acepto porque la historia tiene su punto de interés, de intriga, y por esas escenas geniales que he mencionado.
Lo que no acepto es que, con la excusa de que esto es metafórico y poético, tenga que mostrarme entusiasmado contemplando a un helicóptero dando vueltas y aterrizando durante nosecuantos minutos, o ver a una turba andando por la calle durante otros tantos, o la cara de dos tipos dirigiéndose en silencio a nosedonde durante otros (muchos) mas.
Me sorprenden estas puntuaciones de 9 o 10 que veo le han adjudicado a esta película. No niego, insisto, sus meritos y el talento desplegado en ella. Pero como me niego a ser deshonesto y dejarme cegar por los mitos que perpetúan los cinefagos de hoy y de siempre, le pongo un 6, y creo que ya es bastante.
Muy bien me habían hablado de esta cinta, pero siempre me advertían que hay que tener con ella paciencia y una mente, digamos, abierta.
Y es que reconozcámoslo: esta película es muy, muy irregular. Tiene unas cuantas escenas de un lirismo y una belleza sobrecogedoras (la constelación de borrachos, el asalto al hospital, el protagonista en el trailer por primera vez, el final, etc) adornadas con una música deliciosa, pero por desgracia estas se encuentran desperdigadas entre un montón de escenas, de una densidad tal, que te dan ganas de pasarlas a doble velocidad.
Seamos honestos: una cosa es tener un ritmo pausado, contemplativo, o como se quiera llamar, y otra muy distinta poner una cámara a rodar durante 3 minutos como un tío va caminando hacia un horizonte lejano, o viene de el. Y más cuando estas escenas no aportan nada y expresan mucho menos.
Y no me vale la excusa de que esta película es simbólica: acepto que la historia no tenga, para que vamos a engañarnos, demasiado sentido. Acepto que se trata de una metáfora cuyo epicentro y explicación se encuentra en el monologo del tio Etzer sobre el error de Werckmeister. Acepto la indeterminación espacio-temporal y los comportamientos absurdos de los protagonistas. Lo acepto porque la historia tiene su punto de interés, de intriga, y por esas escenas geniales que he mencionado.
Lo que no acepto es que, con la excusa de que esto es metafórico y poético, tenga que mostrarme entusiasmado contemplando a un helicóptero dando vueltas y aterrizando durante nosecuantos minutos, o ver a una turba andando por la calle durante otros tantos, o la cara de dos tipos dirigiéndose en silencio a nosedonde durante otros (muchos) mas.
Me sorprenden estas puntuaciones de 9 o 10 que veo le han adjudicado a esta película. No niego, insisto, sus meritos y el talento desplegado en ella. Pero como me niego a ser deshonesto y dejarme cegar por los mitos que perpetúan los cinefagos de hoy y de siempre, le pongo un 6, y creo que ya es bastante.
20 de febrero de 2010
20 de febrero de 2010
90 de 108 usuarios han encontrado esta crítica útil
1) La extraordinaria escena inicial deja claro que una cosa es la realidad y otra el cine.
En un bar mugriento llega la hora de cerrar pero los parroquianos ebrios exigen que antes el joven Jànos enseñe lo suyo. Se trata de la representación de un eclipse en el sistema solar, poniendo a la gente a girar en el centro del local, como astros y satélites.
Jànos es similar a Mishkin, el inocente idiota dostoievskiano, un alma pura. Vive en su propio mundo, que es la vida concreta: el ahora.
¿Qué tal el cosmos, Jànos?, le preguntan del modo más natural.
Gran personaje y gran actor, de muy expresivos ojos.
El circo llega con la ballena gigante al pueblo. Se rumorean vagos desórdenes. En la plaza mayor el recibimiento es sorprendente.
Para Jànos, contemplar la ballena es un acontecimiento trascendental.
2) La fábula es sencilla pero el director húngaro aplica su estilo y la extiende en todas direcciones. Pronto acompañamos a los personajes en largas caminatas, la cámara como un caminante más, y nosotros ahí, a través de la cámara, oyendo el rítmico roce de las ropas, según el procedimiento Tarr.
Hacia la mitad, una maleta, el puro objeto, se convierte en pieza ajedrecística de un golpe de Estado.
Los hijos malcriados de un jefe policial: uno esgrime un palo, exactamente igual que los componentes de la compacta y oscura masa humana, sin etiquetas, cargada de violencia ciega, dispuesta a abrir la compuerta del Terror.
3) Jànos cuida a un musicólogo solitario que graba para sí sus especulaciones sobre las teorías armónicas de Werckmeister y el “Clave Bien Temperado” bachiano; que afina y desafina.
Siguiendo tales especulaciones, Bela Tarr marca un ritmo deliberadamente monótono, articulado mediante repeticiones, para provocar un efecto hipnótico; para cambiar el régimen de percepción: de realista a estético.
La ballena es símbolo total del misterio. Su ojo abierto, fijo… Jonás, digo Jànos, hace por situarse frente a él, divisar ese abismo interior.
En el universo Tarr todo es viejo: casas, ropas, muebles, calles. Llevan una eternidad ahí.
Una vez más, ningún coche. Un tractor lento, un jeep militar, un tanque, un helicóptero como aterradora cabeza de insecto, pero ningún coche. Efecto de intemporalidad.
4) Predomina la noche. Entre la inocencia y el Terror, la batalla está perdida.
Predomina el negro, más que el blanco o el gris.
Una desolación bellamente labrada.
En un bar mugriento llega la hora de cerrar pero los parroquianos ebrios exigen que antes el joven Jànos enseñe lo suyo. Se trata de la representación de un eclipse en el sistema solar, poniendo a la gente a girar en el centro del local, como astros y satélites.
Jànos es similar a Mishkin, el inocente idiota dostoievskiano, un alma pura. Vive en su propio mundo, que es la vida concreta: el ahora.
¿Qué tal el cosmos, Jànos?, le preguntan del modo más natural.
Gran personaje y gran actor, de muy expresivos ojos.
El circo llega con la ballena gigante al pueblo. Se rumorean vagos desórdenes. En la plaza mayor el recibimiento es sorprendente.
Para Jànos, contemplar la ballena es un acontecimiento trascendental.
2) La fábula es sencilla pero el director húngaro aplica su estilo y la extiende en todas direcciones. Pronto acompañamos a los personajes en largas caminatas, la cámara como un caminante más, y nosotros ahí, a través de la cámara, oyendo el rítmico roce de las ropas, según el procedimiento Tarr.
Hacia la mitad, una maleta, el puro objeto, se convierte en pieza ajedrecística de un golpe de Estado.
Los hijos malcriados de un jefe policial: uno esgrime un palo, exactamente igual que los componentes de la compacta y oscura masa humana, sin etiquetas, cargada de violencia ciega, dispuesta a abrir la compuerta del Terror.
3) Jànos cuida a un musicólogo solitario que graba para sí sus especulaciones sobre las teorías armónicas de Werckmeister y el “Clave Bien Temperado” bachiano; que afina y desafina.
Siguiendo tales especulaciones, Bela Tarr marca un ritmo deliberadamente monótono, articulado mediante repeticiones, para provocar un efecto hipnótico; para cambiar el régimen de percepción: de realista a estético.
La ballena es símbolo total del misterio. Su ojo abierto, fijo… Jonás, digo Jànos, hace por situarse frente a él, divisar ese abismo interior.
En el universo Tarr todo es viejo: casas, ropas, muebles, calles. Llevan una eternidad ahí.
Una vez más, ningún coche. Un tractor lento, un jeep militar, un tanque, un helicóptero como aterradora cabeza de insecto, pero ningún coche. Efecto de intemporalidad.
4) Predomina la noche. Entre la inocencia y el Terror, la batalla está perdida.
Predomina el negro, más que el blanco o el gris.
Una desolación bellamente labrada.
1 de agosto de 2010
1 de agosto de 2010
58 de 69 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los teóricos de la música tienden a relacionar los sonidos de la escala con la lógica armónica de las matemáticas y con el movimiento cíclico del cosmos. Pitágoras hablaba de la “música de las esferas”, y para él existía una perfección inmaculada en el equilibrio de los números y de las notas musicales. Todo ello nos habla en el fondo de un gran ciclo ideal, de un devenir reiterativo y armonioso en el que las notas, representativas también de la materia que deambula por el universo, se suceden completando una etapa en la que todo empieza para terminar y empezar otra vez, en una melodía eterna en la que los silencios son final y preludio.
Pero la perfección sólo puede quedarse en la teoría. Aquellos utópicos formularon unas hipótesis que, aplicadas a la dimensión real, no alcanzaban a cubrir los desafinamientos. La música ideal es perfecta, no así la ejecutada por instrumentos imperfectos, por seres imperfectos y en condiciones imperfectas.
Continuamente, los ciclos naturales sufren alteraciones, y no responden a lo esperado. Ni siquiera los planetas ni las estrellas se mueven con la perfección que siempre se les había atribuido. Los antiguos creían que la Tierra era el centro, que los astros se movían en círculos perfectos, que el universo era inmutable. Poco a poco hubieron de aceptar la decepcionante, o por el contrario fascinante, verdad: que lo inmaculado sólo existe en nuestras mentes. Que nada está dispuesto como nos gustaría. Que no somos el centro de nada. Y que es muy probable que hasta Dios sea un invento para satisfacer nuestra hambre de perfección.
János, el observador y testigo que va de casa en casa como un mensajero solícito y neutral, recrea en un bar, cogiendo como voluntarios a un grupo de borrachos, los movimientos del Sol, la Tierra y la Luna, y el modo en que se produce un eclipse total de Sol y cómo éste repercute en la vida. A una hora inusual, una porción de la superficie terrestre, con la sombra en constante desplazamiento, se oscurece como si cayera la noche de repente. La naturaleza queda suspendida, extrañada, preocupada. Los animales, confundidos, se asustan, y pese a su miedo se preparan para pasar la noche, desconfiados, pero dispuestos a seguir los preceptos de su instinto. Los pájaros se acomodan en las ramas, los insectos diurnos callan, las criaturas acuden a sus refugios. La atmósfera parece detenerse en esa noche falsa, imprevista, que la ha pillado por sorpresa, sacándola de su rutina. Mientras dura la oscuridad, la noche cae en pleno día. Temor. Mal presagio. Cuando los pueblos primitivos no sabían que los eclipses eran simplemente fenómenos celestes sin más trascendencia, auguraban desgracias. Los eclipses eran malos signos. Se efectuaban sacrificios, rituales. Distintos tipos de violencia y derramamientos de sangre eran consecuencia del simple desplazamiento de nuestros astros. Consecuencia de la ignorancia, que engendra miedo. Siempre lo ignorado provoca inquietud ante la amenaza de lo desconocido.
Pero la perfección sólo puede quedarse en la teoría. Aquellos utópicos formularon unas hipótesis que, aplicadas a la dimensión real, no alcanzaban a cubrir los desafinamientos. La música ideal es perfecta, no así la ejecutada por instrumentos imperfectos, por seres imperfectos y en condiciones imperfectas.
Continuamente, los ciclos naturales sufren alteraciones, y no responden a lo esperado. Ni siquiera los planetas ni las estrellas se mueven con la perfección que siempre se les había atribuido. Los antiguos creían que la Tierra era el centro, que los astros se movían en círculos perfectos, que el universo era inmutable. Poco a poco hubieron de aceptar la decepcionante, o por el contrario fascinante, verdad: que lo inmaculado sólo existe en nuestras mentes. Que nada está dispuesto como nos gustaría. Que no somos el centro de nada. Y que es muy probable que hasta Dios sea un invento para satisfacer nuestra hambre de perfección.
János, el observador y testigo que va de casa en casa como un mensajero solícito y neutral, recrea en un bar, cogiendo como voluntarios a un grupo de borrachos, los movimientos del Sol, la Tierra y la Luna, y el modo en que se produce un eclipse total de Sol y cómo éste repercute en la vida. A una hora inusual, una porción de la superficie terrestre, con la sombra en constante desplazamiento, se oscurece como si cayera la noche de repente. La naturaleza queda suspendida, extrañada, preocupada. Los animales, confundidos, se asustan, y pese a su miedo se preparan para pasar la noche, desconfiados, pero dispuestos a seguir los preceptos de su instinto. Los pájaros se acomodan en las ramas, los insectos diurnos callan, las criaturas acuden a sus refugios. La atmósfera parece detenerse en esa noche falsa, imprevista, que la ha pillado por sorpresa, sacándola de su rutina. Mientras dura la oscuridad, la noche cae en pleno día. Temor. Mal presagio. Cuando los pueblos primitivos no sabían que los eclipses eran simplemente fenómenos celestes sin más trascendencia, auguraban desgracias. Los eclipses eran malos signos. Se efectuaban sacrificios, rituales. Distintos tipos de violencia y derramamientos de sangre eran consecuencia del simple desplazamiento de nuestros astros. Consecuencia de la ignorancia, que engendra miedo. Siempre lo ignorado provoca inquietud ante la amenaza de lo desconocido.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
¿Han cambiado mucho las cosas, aunque muchos sepamos que un eclipse no es un indicio de la ira de los dioses? ¿Acaso no está el miedo arraigado en nosotros? Nos agarramos a la rutina, a los ciclos repetitivos, porque otorgan seguridad. Creamos un entorno estable. Casas, poblaciones, en las que las cosas suelen estar en el mismo sitio, y esperamos encontrarlas así cuando comenzamos una nueva jornada, y dejarlas así cuando nos sumimos en la indefensión del sueño. Esperamos hallar a las mismas personas, hacer las mismas cosas. Somos como instrumentos desafinados que cada día tocan la misma canción, con ligeras variantes, no siempre igual, y unos días suenan mejor, y otros suenan peor. Pero necesitamos que esa canción esté ahí, aunque a veces incluso nos atrevamos a probar con otra, torpemente, pero a la vuelta la canción de siempre ha de estar en su sitio.
¿Qué ocurre cuando llega algo que rompe la cotidianeidad, una amenaza indefinible que estropea los instrumentos, que hace imposible que toquemos nuestra canción, y ya los parámetros familiares se hacen añicos? Pues que el fragilísimo equilibrio se desintegra. Se desata el caos, un ruido indeterminado que destroza los tímpanos y deja suelta la locura que a duras penas estaba retenida. La monstruosidad se libera. Como si se tratase de un eclipse gigantesco que cubriese la Tierra entera, la confusión y el terror reinan por doquier, ya nadie actúa con prudencia. La violencia, esa gran lacra humana tan inherente a su esencia, se convierte en reina y déspota, exigiendo un sacrificio supremo. Los débiles deben pagar, deben derramar su sangre y sufrir para aplacar la ira humana, oculta hipócritamente bajo la fachada de unos dioses inventados para justificar los propios actos crueles. Si todo lo malo procede del Hacedor, de Dios, el hombre queda libre de culpas, ¿verdad? Qué falsedad… Es tan terriblemente difícil aceptar que todo lo peor procede nada más y nada menos que de nosotros solos…
Y de esa manera… ¿Las criaturas vivas estamos aquí abandonadas, como esa ballena, el ser vivo más grande del planeta actualmente, esa ballena que yace yerta en medio de una plaza neblinosa y saqueada? ¿Qué sentido tiene crear un ser tan grande, tan asombroso, para que acabe así?
Y, ¿quién es el Príncipe, cuyo rostro no se ve, y cuya voz de ultratumba anuncia un Apocalipsis que ya existe en todos nosotros, que siempre ha existido, que no va a llegar porque ya llegó, porque está aquí sin que quisiéramos admitirlo?
Por ello luchamos con tantas fuerzas por preservar la ceguera cotidiana, por quedarnos en la fachada frágil. Porque saber que el sinsentido está ahí al lado sólo conduce a la locura.
¿Qué ocurre cuando llega algo que rompe la cotidianeidad, una amenaza indefinible que estropea los instrumentos, que hace imposible que toquemos nuestra canción, y ya los parámetros familiares se hacen añicos? Pues que el fragilísimo equilibrio se desintegra. Se desata el caos, un ruido indeterminado que destroza los tímpanos y deja suelta la locura que a duras penas estaba retenida. La monstruosidad se libera. Como si se tratase de un eclipse gigantesco que cubriese la Tierra entera, la confusión y el terror reinan por doquier, ya nadie actúa con prudencia. La violencia, esa gran lacra humana tan inherente a su esencia, se convierte en reina y déspota, exigiendo un sacrificio supremo. Los débiles deben pagar, deben derramar su sangre y sufrir para aplacar la ira humana, oculta hipócritamente bajo la fachada de unos dioses inventados para justificar los propios actos crueles. Si todo lo malo procede del Hacedor, de Dios, el hombre queda libre de culpas, ¿verdad? Qué falsedad… Es tan terriblemente difícil aceptar que todo lo peor procede nada más y nada menos que de nosotros solos…
Y de esa manera… ¿Las criaturas vivas estamos aquí abandonadas, como esa ballena, el ser vivo más grande del planeta actualmente, esa ballena que yace yerta en medio de una plaza neblinosa y saqueada? ¿Qué sentido tiene crear un ser tan grande, tan asombroso, para que acabe así?
Y, ¿quién es el Príncipe, cuyo rostro no se ve, y cuya voz de ultratumba anuncia un Apocalipsis que ya existe en todos nosotros, que siempre ha existido, que no va a llegar porque ya llegó, porque está aquí sin que quisiéramos admitirlo?
Por ello luchamos con tantas fuerzas por preservar la ceguera cotidiana, por quedarnos en la fachada frágil. Porque saber que el sinsentido está ahí al lado sólo conduce a la locura.
24 de agosto de 2009
24 de agosto de 2009
51 de 63 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se me hace muy complicado hablar objetivamente de por qué considero Armonías de Werckmeister una obra maestra. Podría enumerar sus logros técnicos, sus planos secuencia, impecables y abundantes como no he visto en otra película (quizá Stalker, de Andrei Tarkovsky). Podría hablar de su fotografía en blanco y negro, de una belleza realmente exultante. Podría describir la interpretación contenida y desgarrada de su protagonista, Lars Rudolph. Podría mencionar la música tremendamente hermosa de Mihály Vig, que marca los momentos más poéticos de la cinta, hasta en sus minutos más aciagos, acentuando la belleza de este ya de por sí lírico film. Podría destacar muchas cosas, la realización impecable de Béla Tarr, el extraño e irresoluble guión, la dirección artística y otras muchas cosas, al igual que podría hablar de sus carecías, como la construcción de un argumento que casi aporta más sombras que luces, o el abuso de tiempos muertos que puede provocar autentico sopor en los espectadores, pero ni lo positivo en lo formal, no lo negativo en la estructura, pueden servirme para hablar de lo realmente importante de esta espectacular película...
Armonías de Werckmeister habla del hombre, de las miserias del hombre, de la estupidez del ser humano, utilizando como cicerone a un pobre desgraciado, soñador y tímido, que no puede ser otra cosa más que una victima de la necedad que le rodea. Todo sucede en un pueblo, situado en un lugar y tiempo indeterminados. A este lugar llega un circo compuesto por una única atracción: una enorme ballena disecada dentro de un container gigante, a la cual acompaña un personaje oculto, quizás imaginado, llamado el príncipe, que se convierte en el autentico objetivo de la curiosidad de los lugareños, todos ellos ignorantes de la secreta belleza del cetáceo muerto. Sólo Janos, guía del espectador y sensible protagonista, se percata de la tremenda y melancólica hermosura del animal muerto. Mientras, hay una invisible lucha de poderes en el pueblo, que acabará arrastrando a la aburrida muchedumbre a realizar actos de barbarie difícilmente descriptibles.
La autentica grandeza de esta película radica en su mensaje poco politizado, y a mi entender, profundamente misántropo: si tú eres fuerte, y tienes brazos con los que golpear, boca con la que insultar y cerebro con el que maquinar, es más que probable que termines por inflingirle daño a tus semejantes, y de forma singular a los más débiles, susceptibles de ser vapuleados, o cuando no, simple y meramente aniquilados.
Armonías de Werckmeister habla del hombre, de las miserias del hombre, de la estupidez del ser humano, utilizando como cicerone a un pobre desgraciado, soñador y tímido, que no puede ser otra cosa más que una victima de la necedad que le rodea. Todo sucede en un pueblo, situado en un lugar y tiempo indeterminados. A este lugar llega un circo compuesto por una única atracción: una enorme ballena disecada dentro de un container gigante, a la cual acompaña un personaje oculto, quizás imaginado, llamado el príncipe, que se convierte en el autentico objetivo de la curiosidad de los lugareños, todos ellos ignorantes de la secreta belleza del cetáceo muerto. Sólo Janos, guía del espectador y sensible protagonista, se percata de la tremenda y melancólica hermosura del animal muerto. Mientras, hay una invisible lucha de poderes en el pueblo, que acabará arrastrando a la aburrida muchedumbre a realizar actos de barbarie difícilmente descriptibles.
La autentica grandeza de esta película radica en su mensaje poco politizado, y a mi entender, profundamente misántropo: si tú eres fuerte, y tienes brazos con los que golpear, boca con la que insultar y cerebro con el que maquinar, es más que probable que termines por inflingirle daño a tus semejantes, y de forma singular a los más débiles, susceptibles de ser vapuleados, o cuando no, simple y meramente aniquilados.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En Armonías de Werckmeister no queda claro si hay un bando enfrentado a otro, aquí todos, o la mayoría, por ser hombres son también entupidos animales, aún mucho más idiotas que cualquier bestia sin domesticar. Tan sólo los débiles y soñadores escapan a la imbecilidad y egoísmo que domina el pensamiento de sus congéneres, aunque estos, los débiles y soñadores, tarde o temprano acabarán siendo devorados por la multitud ciega que los desprecia sin miramiento alguno.
En pocas cintas he visto tan bien retratada, y de forma tan poética, la gregaria necedad del ser humano. Momentos como la aparición del anciano desnudo y muerto de miedo que señala el final del asalto al hospital; o ese otro plano secuencia que cierra la película, o el que la abre en una taberna de mala muerte, mientras Janos y los borrachos juegan al “sistema solar”, o el primer encuentro del protagonista con la ballena son, a mi entender, momentos del séptimo arte con letras mayúsculas.
Aunque sólo sea por el lirismo y por las meditaciones que puede provocar este film extrañamente bello, aunque tan sólo sea por sus “peculiaridades”, merece la pena ver Armonías de Werckmeister, pero eso sí, quitándose las legañas de los ojos y dejando atrás los prejuicios habituales ante esta clase de cine, pausado, sutil, metafórico, y sobre todo, muy poético. Qué les aproveche.
En pocas cintas he visto tan bien retratada, y de forma tan poética, la gregaria necedad del ser humano. Momentos como la aparición del anciano desnudo y muerto de miedo que señala el final del asalto al hospital; o ese otro plano secuencia que cierra la película, o el que la abre en una taberna de mala muerte, mientras Janos y los borrachos juegan al “sistema solar”, o el primer encuentro del protagonista con la ballena son, a mi entender, momentos del séptimo arte con letras mayúsculas.
Aunque sólo sea por el lirismo y por las meditaciones que puede provocar este film extrañamente bello, aunque tan sólo sea por sus “peculiaridades”, merece la pena ver Armonías de Werckmeister, pero eso sí, quitándose las legañas de los ojos y dejando atrás los prejuicios habituales ante esta clase de cine, pausado, sutil, metafórico, y sobre todo, muy poético. Qué les aproveche.
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