La realidad es una construcción permanente de nuestra mente; a pesar de ello, solemos movernos con bastante seguridad en nuestra vida diaria porque nuestras referencias son comunes; compartimos unos códigos que nos permiten romper nuestro aislamiento y conectarnos con los demás. Ruby Sparks nos invita a jugar con nuestra capacidad para crear fantasías que satisfagan nuestras necesidades más perentorias, aunque ello esté motivado por una disfunción social. Jonathan Dayton y Valerie Faris poseen un estilo propio en el dominio de la gramática cinematográfica; de forma sutil pero poderosa combinan el uso del montaje y los saltos temporales para sintetizar y explicar los hechos importantes de la historia; van directamente al grano. Para ello cuentan con la ayuda de Nick Urata, cuya banda sonora, clasicista y bella, se integra perfectamente con las imágenes. Destacar el trabajo contenido y preciso del actor protagonista, Paul Dano, y, en general, de todo el grupo actoral, con la presencia refrescante y compensatoria de Annette Benning, Antonio Banderas y Elliot Gould. Una mención especial para Zoe Kazán, actriz protagonista, pues no sólo está a la altura de Paul Dano, si no que es la autora del guión, cuya originalidad merece nuestro reconocimiento. En este viaje interior, se nos advierte de los peligros que suponen las estrategias escapistas de la realidad, a la que hay que atender con toda su complejidad. Para ello, tenemos que enfrentarnos al más importante de los retos: nosotros mismos, pues solo de esta forma, podremos integrarnos completamente en el río de la vida.

A lo largo de la vida comprendemos que existen circunstancias que están fuera de nuestro control por mucho que nos empeñemos en mantener un rumbo determinado. Incluso a veces, cuando estamos desorientados, la vida se ocupa de llevarnos por caminos que parecen trazados de antemano. Por eso, este trabajo de Lynn Shelton, nos resulta especialmente atractivo al saber combinar el destino de tres personajes que tratan de superar los golpes de la fortuna. A pesar de los elementos melodramáticos de su inicio, la historia está salpicada con situaciones hilarantes que dotan al discurso de un extraño equilibrio entre el drama y la comedia. Con pequeñas y ajustadísimas pinceladas se nos van presentando los caracteres de los personajes, en un triángulo amoroso donde la confusión y el conflicto nos invitan a la sonrisa permanente. Ese tono nos permite asumir más fácilmente las angustias vitales a las que tienen que enfrentarse, combinando escenas de una intimidad poética -¡difíciles de ver hoy en día en cine!-, con conflictos abiertos donde el tempo-edición se convierte en toque magistral. El hecho de que la acción transcurra en un paraje natural de belleza sublime es un elemento que aporta serenidad a los conflictos que padecen los personajes. Así como el trabajo del trío protagonista, repleto de matices; con un Mark Duplas manejándose muy bien en la contención y la réplica, y unas Blunt y Dewitt, excelentes en sus registros íntimos. Con los mínimos elementos, Lynn Shelton ha sabido construir una historia cercana, que nos reconcilia con lo mejor de nosotros mismos, cultivando para ello la fuerza del amor y la inteligencia; dos cualidades que, por desgracia, no abundan en el cine actual.

No hay duda: Ridley Scott es un hombre de talento; su capacidad para crear ambientes y atmósferas es notable. Posee una habilidad especial para crear escenas de gran fuerza dramática con los reflejos de fuentes de luz pequeñas en lugares oscuros, cerrados y húmedos. Tanto es así que, gran parte de la acción transcurre en una especie de “termitero” alienígena gigante, donde un pequeño grupo de seres humanos intenta descubrir indicios de vida entre los restos de una civilización desaparecida. El problema surge cuando en el argumento, se enfoca casi toda la complejidad del conflicto vital en un solo personaje: un androide. El resto de personajes quedan desdibujados, con trazos un tanto gruesos, que no nos permiten identificarnos con sus objetivos vitales. Tan solo la doctora Shaw, cuando casi al final se ve enfrentada a una lucha desesperada por su supervivencia, consigue encender un poco de empatía en nuestros corazones. Por otro lado, y pese a algunos giros “sorpresas” en el guión, no acabamos de entender del todo el papel que la civilización tiene en el devenir de los acontecimientos. Nos confunden algunas de las conclusiones que se detraen de los diálogos. En resumen, pese a la espectacularidad de las imágenes, del buen pulso del director en mantener la intriga, nos queda un cierto sabor amargo por no haber podido disfrutar bastante más de las personalidades de los tripulantes del Prometheus; un nombre para una nave y película que se nos queda corto.

La idea y el planteamiento de esta historia parece un mal chiste. La humanidad va perdiendo progresivamente cada uno de los sentidos, en una especie de hecatombe vírica mundial. No es el primer trabajo que refleja una especie de miedo colectivo anunciador del fin del mundo. Sin embargo, David Mackenzie poco puede hacer con un guión que no consigue levantar nuestro interés. La historia de amor que se nos cuenta resulta un poco anodina, a pesar del marco apocalíptico en la que se desarrolla. La fórmula de “chica herida emocionalmente encuentra chico con pocos deseos de compromiso” resulta insulsa, sin muchos puntos a los que poder agarrarse. Los personajes están desdibujados, sin ningún tipo de perfil que nos ayude a conocer quiénes son, y qué conflictos personales deben afrontar. Para mayor fiasco, tenemos que ser testigos impávidos y poco sorprendidos del cercenamiento sensorial de toda la humanidad. La mezcla de todo ello confiere a la historia de un tono surrealista y absurdo que acaba por finiquitar cualquier tipo de posibilidad de identificación con lo que se nos está contando, deseando llegar a un final tan previsible y catastrofista como poco creíble y empático.

Este es uno de esos trabajos que dejan poso en la retina y en la psique del espectador. Hay autores que parecen bendecidos a la hora de plasmar en imágenes sus historias. De ellas se desprende una aureola entre magnética y mística; quizás por ello nos resulte llevadero un metraje repleto de sexo explícito, como pocas veces se ha visto en el estreno de una cinta “comercial” en la historia del cine. El personaje principal, magistralmente interpretado por Michael Fassbender, vive obsesionado con su necesidad compulsiva de sexo. En un descenso hacia los infiernos su enfermedad le llevará a enfrentarse a sí mismo y a replantearse su propia vida. Steve McQueen parece poco interesado en descubrirnos el origen del comportamiento de Brandon Sullivan. Su interés se centra en el viaje vital del protagonista y en su toma de conciencia de su problema. Nada está dejado al azar. Cada imagen y palabra de esta historia parece muy meditada y reflexionada. Como consecuencia de ello, y pese a que los diálogos no son muy abundantes, nos encontramos ante un trabajo lleno de significantes y significados. Es necesario, por tanto, prestar mucha atención a los detalles. Quizás la historia sirva como metáfora representativa de esos millones de personas que ansían cubrir sus vacíos existenciales con el consumo compulsivo de una necesidad “artificial”, en una espiral de autodestrucción muy presente en el momento histórico que nos ha tocado vivir. Nos queda, a pesar de todo, la última mirada de Brandon Sullivan de haber comprendido que en la huida no está la salvación.