Se convierte en séptimo arte aquel viaje que todos hemos querido, queremos o querremos hacer junto a aquella persona especial que no somos capaces de conocer con métodos convencionales; aquel viaje que nadie, ni siquiera nuestro más íntimo amigo, entiende por qué deseamos iniciar; un viaje de ida hacia el reino que hemos creado a base de anhelos, promesas, complicidades y secretos.

'Moonrise Kingdom' es otra de las joyas que Anderson guarda en su pequeña y a la vez enorme caja de peculiares fotogramas que nos muestra mientras una perfecta sintonía suena desde el tocadiscos. Una sublime conjunción entre un buen reparto, una genial banda sonora y un precioso mensaje. Un film para verdaderos soñadores.

La transformación de un cisne; la decoloración de Nina, esa inocente bailarina que, encarnada en Natalie Portman, se desvive por llegar a interpretar el papel que cualquier compañera de profesión querría: la Reina Cisne. Durante la preparación para la gran actuación, vemos como todo lo que originalmente define a la pura Nina va transmutando en aquello que siempre ha evitado: frialdad, manipulación, obsesión y aislamiento.

Aronofsky, mientras ambienta esta particular metamorfosis con una banda sonora que encaja en cada uno de los fotogramas como si de un puzzle se tratara, produce en el espectador todo tipo de sentimientos (entre ellos, por qué no decirlo, excitación en ciertas escenas) y magnifica cada uno de sus apectos.

También brilla con luz propia - al igual que el cisne blanco - la originalidad con que es tratado el tan usual argumento central; el cómo una chica intacta es convertida en un juguete roto repleto de traumas, inseguridades y frustraciones por culpa del intrincado mundo que representa el arte escénico. Un filme lleno de metáforas y submergidas significaciones, pero ante todo, lleno e impregnado de preciosa poesía; un filme en el que la conocida obra de Chaikovski hace de prisma conversor de luz blanca en eterna oscuridad.

Preciosa, divertida, emotiva, entretenida, original, ligera y al mismo tiempo profunda.

Truman, un corriente habitante de una pequeña villa impregnada por el sueño americano, descubre después de 30 años la farsa que constituye su día a día. Todos aquellos con los que compartió los mejores momentos de su vida son actores, la isla donde vive un simple plató y su entorno la interpretación de un guión diseñado por el director de una cadena televisiva (Ed Harris) que nada en la abundancia, y es que la cara de Truman, esa cara tan característica e inconfundible (Jim Carrey, que bajo la dirección de Peter Weir, hace en este filme una de sus mejores actuaciones al ir más allá de gesticular con su cara y proferir diversos chascarrillos para causar risa fácil), es vista las 24 horas del día por espectadores de alrededor del mundo mediante "el show de Truman".

Con el transcurso de la cinta vamos conociendo los sentimientos del protagonista, empatizando con aquellos que de verdad lo aprecian y dándonos cuenta de los pequeños elementos que dejan entrever la frustrante realidad donde vive Truman. Ya lo dice McElhone: incluso la arena de la playa está hecha exclusivamente para que él se sienta como en la casa que jamás ha tenido.

Ni comedia, ni tragedia; la llama del espíritu que alumbró al teatro griego se mantiene más encendida que nunca durante los 103 minutos de duración. A muchos les puede parecer inverosímil llorar y reír con un pequeño lapso de tiempo entre una cosa y la otra, pero esta película realmente consigue que lo hagamos (y además con creces).

Paralelamente, se alza como una gran crítica contra la deshumanización característica de los salvajes reality shows que ya a finales de los 90 desfilaban por los canales de nuestra televisión.

No hay mucho más que añadir, y es que "The Truman Show" se define a sí misma.

¿Te gustaría salir ahí fuera?