He aquí lo que el cine en general y Hollywood en particular han conseguido: la síntesis de nuestra vida privada y el mundo, del individuo y la sociedad a gran escala. Un héroe actual y en toda regla: eso mismo somos todos y cada uno de nosotros cuando la película acaba. Y por supuesto, se nos brinda el amor, latente siempre y ofrecido luego como recompensa a los infortunios de una vida de teatro, desmesurada y patética.
Inverosímil, pretenciosa, grotesca incluso: Slumdog Millionaire abraza unos valores en boga tan pronto como desecha otros, con diálogos de críos que hablan como adultos y diálogos de adultos que hablan como críos, y todo por conveniencia siempre, y siempre sobre el trasfondo de la pobreza, de la miseria y la muerte, lo que al parecer puede sólo servir de trasfondo. Por lo demás, caricaturiza a sus personajes, termina por desacreditar la tendencia propia de otras películas como Babel e ignora la incidencia del contexto en la medida en que ensalza la figura de su redentor: una persona cualquiera, un aborto de la sociedad, un huérfano. En definitiva, el espectador.
Resulta que Jamal es nadie, y sin embargo a todos nos gustaría ser como él. Resulta que los avatares de una existencia atribulada conservan todos su sentido al final de la historia. Un espectáculo inquietante.