Antonius Block intenta ganar tiempo
jugando con la muerte al ajedrez.
La peste azota Europa como el látigo
de un dios ciego y airado,
mientras los hombres dejan sus ofrendas en el altar del miedo
o flagelan sus cuerpos y elevan sus plegarias
hacia un cielo que guarda silencio eternamente.
La nada se apodera de los templos en ruinas,
vaga por los caminos como un espectro pálido
envuelto en una larga capa de oscuridad.
Es inútil que los inquisidores
quemen en sus hogueras brujas adolescentes.
Espada o cruz
¿qué importa?
El viejo caballero no sabe dónde irá
ni en qué paisaje triste reposará su ausencia.
Nadie responde.
Nadie.
Y el diablo
conoce una jugada álfil-caballo.

Han pasado los años, y Clint Eastwood
ya no es tan duro como antes.
Tal vez por eso el western
se hace crepuscular hasta la médula
y agoniza en un plano oscuro y sobrio
cuando Will Munny empuña su rifle en la cantina
como un ángel decrépito,
y pregunta:
¿Quién es el dueño de esta pocilga?
El viento helado azota la pradera
y no hay nada más triste que un viejo pistolero con artrosis
empeñado en reunir nuevamente a la banda
para partir en busca del oro de las zorras.
Pesa sobre sus hombros la leyenda
y aquel pasado escrito a sangre y fuego
no sabe redimirse de otro modo.
Porque la vida no perdona
y él,
que tanto se burlaba de la muerte,
a duras penas puede cabalgar
o disparar sin que le tiemble el pulso.

Ha llegado el momento.
Nino Manfredi cruza el patio de la cárcel.
Apenas puede caminar.
Tropieza.
Le sostienen dos guardias con uniformes grises
y él se mueve sin alma como un muñeco roto.
Arrastra por el suelo la sombra de su angustia
entre paredes sórdidas y funcionarios lúgubres.
Es un final terrible,
como el garrote vil
ciñendo la garganta de aquella España negra,
ahíta de sotanas y tranvías
y reos aguardando su hora en el patíbulo.
En las entrañas de la dictadura
el Caudillo firmaba sus oscuras infamias
envuelto en una aureola de atrocidad solemne,
y sin embargo
las parejas ahorraban para comprarse un piso
y Berlanga y Azcona se burlaban del régimen
ante los ojos miopes de una censura idiota.

Incluso los verdugos eran seres humanos
cuando los encarnaba Pepe Isbert.

Travis conduce un taxi hacia el infierno.
Recorre las entrañas de la ciudad nocturna.
De vez en cuando mira por el retrovisor
su oscuro laberinto de atrocidad sonámbula,
lleno de alcantarillas humeantes
y luces de neón que se estremecen.
Las calles están sucias
y las putas vomitan lascivia entre los coches.
Los borrachos orinan sobre charcos de angustia
y los proxenetas ofrecen por unos pocos dólares
niñas de doce años abiertas en canal.
Vietnam es un insomnio que siempre desemboca
en los suburbios más tristes del alma,
donde los saxofones sollozan sus augurios
y Jodie Foster grita desde unos ojos asustados
el sacrificio de su pubertad.
Alguien debe limpiar tanta inmundicia,
piensa la voz en off,
mientras de Niro
limpia las manchas de semen del asiento de atrás.
Luego regresa a casa, empuña un arma
y encañona al espejo,
preguntando:
are you talking with me?

Estuve en Casablanca
la noche en que Rick mató al Mayor Strasser
y pude verlo todo.
Luego ella se largó con Victor Laszlo.
Me queda de aquel tiempo en blanco y negro
una memoria envuelta en claroscuros
que proyecta sombras de humo y nostalgia en las paredes
y el terco orgullo de los perdedores
con la mirada líquida
perdida en los acordes tristes de una canción
que Sam toca al piano.
Y me queda también,
o sobre todo,
París engalanado de fiesta en su derrota
y el silbato de un tren en la estación.
Hay ciudades que forjan héroes de carne y hueso
que ocultan tras la máscara de un cinismo impecable
quién sabe qué naufragios
y qué historias de amor.

Aunque a su alrededor se desmorone el mundo
o los nazis pretendan entrar en Nueva York.