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Críticas de José Manuel León Meliá
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Críticas 9
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
26 de julio de 2016
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin duda una de las películas más raras, extrañas y, a la vez, sorprendentes. Y, además, no sabría como calificarla. Como atacarla y poseerla, tal es la hipnosis que desprende y la extravagante relación de poder y sumisión que entablan, Cynthia, la dueña de la casa y aficionada a la entomología, y, Evelynn, la supuesta criada y tal y como se ve en el filme, chica para todo, hasta para los más inesperado.
Una primera y apresurada lectura de “The duke of Burgundy”, si no se entra en su intrigante y decadente atmósfera, puede suponer un alejamiento indeseado e inconsciente de su enrevesado y apesadumbrado clima. Tampoco es que su guionista y realizador, Peter Strickland, ponga el asunto de manera fácil y amena, al alcance de cualquiera. Complica, y de qué manera, su enfermiza y obsesiva forma de conformar la amistad, si se puede entender así, entre dos mujeres en la que se impone una cuidada jerarquía, que obliga, por lo tanto, a distinguir los roles en función del estrato social.
Evelynn, doy por hecho, que es una especie de doncella. A la vez amante de Cynthia. Varias veces acude a la casa y siempre es recibida por su propietaria y ama con la misma actitud, reprochándole que llega tarde. Es muy importante prestar atención al mobiliario y a las paredes de la mansión, adornadas y repletas de insectos atrapados con alfileres, seguramente, metáfora y alegoría de sus vidas, que por lo que parece, y pese a los castigos que Cynthia ordena a Evelynn, son inseparables, en lo bueno como en lo malo. En lo bueno, porque ambas se necesitan y ayudan. Se acuestan y tienen sus desahogos sexuales. En lo malo, porque Evelynn debe someterse a unas disciplinas rígidas e insoportables, que sólo una mujer masoquista y que aguanta todo es capaz de soportar, sobre todo los asuntos relacionados con las braguitas de la señora, que a modo de fetichismo le echa en cara que siempre se deja una de sus mejores prendas sin enjabonar.
Otro elemento presente en la narración son los ruidos, muy elaborados, y determinadas fugas del contexto habitual del interior de la casa en la que las dos mujeres acuden a plomizas sesiones de entomología que explican determinados comportamientos de los insectos en los que a buen seguro habrá una relación que a mí se me escapa.
No es fácil de ver “The duke of Burgundy”. Es un filme posesivo e ingrato. No da muchas pistas acerca de los sentimientos de los personajes, que con el transcurrir del metraje da la sensación de ser tal para cual. Una no existiría si no existiera la otra. La claustrofobia y las claves sexuales, mucho más poéticas que explícitas, añaden un halo de misterio casi grotesco, de sexualidad un tanto pervertida pero sin llegar a la paranoia, como si se tratara de mujeres aisladas que han creado un mundo con unos peldaños establecidos y que parecen sentirse cómoda y a gusto en esa tesitura. La palabra hombre, creo recordar, que no aparece para nada. El trabajo musical, de fotografía y puesta en escena es muy elaborado. Como digo, no es un largometraje baladí, sino algo más profundo y enrevesado, para nada convencional, que aturdirá o descolocará a más de uno.
José Manuel León Meliá
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5
22 de julio de 2016
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cualquier anécdota relacionada con personas famosas e influyentes terminan convirtiéndose en película inspirada en hechos reales. Sobre todo si coloca en el mismo tablero, en esta caso, el despacho oval de la Casa Blanca, a dos figuras capaces de provocar opiniones y punto de vista contradictorios y enfrentados. Ver en la pantalla, en una ficción cachonda y juerguista, a Richard Nixon, presidente de los EE UU, en un momento de imagen devaluada por los feroces y violentos altercados sociales y raciales que asolaban el país, y al mismísimo rey del rock and roll, Elvis Aaron Presley, aterrado y cabreado por los terribles acontecimientos que ve en la pequeña pantalla, es, cuanto menos, digno de observarse y perder un poco de tiempo con la frívola y chocante reconstrucción de aquellos acontecimientos.
Además, “Elvis & Nixon”, dirigida por la realizadora, Liza Johnson, autora de la memorable, a mi juicio, “Hateship, Loveship”, permite una de las chaladuras y delirios de reparto más surrealista que quepa imaginar. La osadía y libertinaje de incrustar en las carnes y mentes de Richard Nixon y Elvis Presley los caretos y cuerpos de Kevin Spacey, a mi mode ver, está genial y fantástico, irónico, cínico y chuleta, encarnando al célebre “mentiroso” de La Casa Blanca, y el enorme y cara de palo, Michael Shannon, atreviéndose a interpretar, con desenfado y tono carnavalero, a Elvis Presley, entra, por derecho propio, en los desaguisados funambulescos más logrados y divertidos que he tenido ocasión de ver en los últimos tiempos.
Desde el comienzo, nada hace presagiar un filme jocoso y muy gracioso. Con semejantes tipos (grandes y exigentes actores) cargando con la rigurosa responsabilidad de interpretar dos personalidades tan subrayadas y conocidas, tanto por sus aciertos como defectos, es una tarea seria y aterradora, a la vez. Pero una vez que ves a Spacey y Shannon deambulando por la pantalla con un cometido que se lo toman a chufla, el filme, a pesar de su escada propuesta, se viene arriba, deleitando un espectáculo con bastante sentido del humor, traspasando la vulgar premisa para eregirse en una rocambolesca sátira repleta de curiosos detalles.
Si el comienzo es titubeante y de escaso interés, y sólo sirve como una especie de recetario o sumario de algunas de las paranoias más surrealistas de El Rey, y la consabida admiración que levanta en todos los sitios que visita, lo mejor de la función se guarda para la segunda parte del largometraje que se desarrolla en el interior de La Casa Blanca, en el despacho oval. En la reunión que mantienen el mandatario y sheriff del mundo libre, como se declara, Richard Nixon, y Elvis Presley. Ni decir tiene que Nixon no quería verse con Presley. Y una vez que acepta la visita exige que esta dure apenas cinco minutos. Lo que ocurre a continuación es una estrambótica reunión de dos tipos tan engreídos y fanáticos de su ego que el dislate se convierte en una bufonesco sainete que te anima a reirte y a pasarlo en grande.
Elvis Presley es dibujado como un hombre concienzado con los problemas y disturbios esparcidos por todo el país. Un hombre enterado, que se informa en los noticiarios y que se siente respaldado por el escalón que ocupa para tratar de ayudar al gobierno de su país. Michael Shannon aporta una glamur venenoso y un aire desbaratado y farsante, carcomido por una paranoia salvadora a rebufo de lo que él entiende una cruzada de ciudadanos antisistema que pretender destrozar el país. Presley está muy preocupado por la dirección que está tomando la sociedad de los EE UU, con la gente joven drogándose y quemando banderas. Eso es antiamericano, dice Presley. El concierto de Woodstock fue una excusa y cortina de humo para emborracharse, drogarse, desnudarse y arrastrarse por el barro. Todo esto se lo dice a Nixon, que asiente satisfecho de cómo una figura tan conocida se ajusta a su ideología e ideario que le conviene tener como aliado. Además le dice que The Beatles son comunistas y antiestadounidenses. Que Lenon actúa como una especie de profeta que sin ser comunista alienta y permite la revolución. Que lava el cerebro y adhiere a su causa a manifestantes izquierdistas. Y para evitar el caos del país, Preley le pide a Nixon una insignia (motivo de la visita) para ayudar al gobierno federal y pelear como agente independiente infiltrado en las cloacas comunistas (panteras negras y resto de grupos subversivos) para erradicar la anarquía que se les viene encima. ¿No me dirán ustedes que no es fantástico todo este enjambre? Lo mejor, como digo, es lo que ocurre en el interior de el despacho oval, con dos elementos en su salsa ajustando cuentas sin percatarse que en el entramado hay una burla descacharrante. Sin ser una gran película, la verdad es que me lo he pasado en grande.
José Manuel León Meliá
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6
21 de julio de 2016
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No voy a descubrir a estas alturas la talla como cineasta de Giuseppe Tornatore. Su nombre, indefectiblemente, se asocia, se quiera o no, a uno de los grandes hitos de la Historia del Cine, “Cinema Paradiso”, la entrañable y emotiva historia de fascinación y descubrimiento de un niño embelesado por el poder de las imágenes del cinematógrafo y seducido por la imperial y humana lección de sencillez y honestidad otorgada por un proyeccionista de cine. Philipe Noiret estaba inmenso. Pletórico. Se comía la pantalla y devoraba a su personaje. Lo que transmitía era pureza y espiritualidad, en tiempos complicados, rugosos y feos, que gracias a la magia del cine, sobre todo norteamericano, y la amistad (a modo de padre) entre el adulto y el chaval, conquistó, por qué no decirlo, el corazón de muchos espectadores. De la misma manera, y salvando las distancias, que en 1972, el añorado y tristemente desaparecido prematuramente, François Truffaut, nos regalara, pese a su propensión al nostálgico y edulcorado anecdotismo de un rodaje de un filme en la estupenda, “La noche americana”, “Cinema Paradiso”, fue, en un tono poético y gracioso, un vivaz y melancólico homenaje a la vida y a las películas, siendo las cintas las que ayudaban, y de qué manera, a soportar y trasegar los rigores impuestos por una vida canalla y amarga que Tornatore quiso verla y ofrecérnosla sin las negruras groseras de la tragedia y el desaliento.
Ahora, tras el grato y, a la vez, sibilino, recuerdo que me dejó su anterior producción, “La mejor oferta”, con un anticuario/tasador, talludito, interpretado por perspicaz tono decadente por ese pedazo de actor que es, Geoffrey Rush, que se enfrentaba, como en tantos otros filmes de Giuseppe Tornatore, a un venenoso encantamiento por parte de la misteriosa, Sylvia Hoeks, llega a la pantalla grande su último trabajo, “La correspondencia”, envuelto también, como no podía se de otra manera, no sólo por un halo de romanticismo a la vieja usanza, sino que vuelve a dibujar a una pareja de amantes cuyas edades recuperan el eslogan “otoñal”.
Olga Kyrilenko, que, por cierto, está guapa, bella y sexy, además de atormentada, interpreta a Amy, una joven alegre y feliz, estudiante en la universidad, que en sus ratos libres actúa como especialista de escenas de acción en las filmaciones de películas. Está unida sentimentalmente a Ed, un fuera de serie, Jeremy Irons, profesor de astrofísica en la universidad, erudito, enamorado de las estrellas del firmamento y loco de amor por Amy. Forman una pareja atractiva y con mucho encanto. El carisma de Ed y su elevada cultura cautivan a una mujer deseosa de aprender y amar. Nada entre ellos se interpone. En la primera secuencia, que sucede en un hotel, les vemos arrullados, dichosos y ufanos. Se despiden con la promesa de volver a verse en cuanto Ed cumpla con sus compromisos de agendas.
Pero Ed fallece. Estaba enfermo. Amy se hunde y se muestra desconsolada y aturdida por el acontecimiento inesperado. Se queda, en un sentido figurado, muerta/matada. Podría pensarse que a los 10 minutos de inicio del metraje la película se ha terminado. Pues no. Todo lo contrario. Resucita, no el personaje de Ed,indudablemente, sino el misterio y la intriga. ¿Por qué? Muy sencillo. Ed, un tipo cabal, inteligente, ha organizado, aprovechándose de las nuevas tecnologías en mensajes y redes sociales y con la participación de otras personas (repartidores, abogados, albaceas, etcétera), una serie de avisos, comunicaciones, fraguadas de tal modo, que Amy, aparte de alarmada, a la vez que inquieta, comienza a recibir esos “recados” como si sintiera la presencia de Ed, como si no hubiera desaparecido.
Los mensajes, a los que alude el título del largometraje, “la correspondencia”, activan, como si de una gincana se tratara, o una especie de juego de pruebas que hay que completar sin fallo alguno para recibir el premio final, que mueven, con bastante emoción, al principio, contenida, luego, fascinada, a Amy, por varios lugares. Del corazón roto y el destrozo emocional, muy bien matizado por Olga Kyrilenko (vuelvo a repetir, está inconmensurable), se pasa a una curiosa y sorprendente “road movie” sentimental que va completando una especie de “testamento” o “últimas voluntades” de Ed (pese a estar fallecido, lo vemos a través de las pantallas del ordenador, sus memos en el móvil) que conducen a Amy a experimental sensaciones un tanto contradictorias (visita a su madre con la que no se lleva bien; se ve con la primera esposa de Ed y su hijo) que hacen que el filme, más allá de las alusiones a las estrellas y a la galaxia (el punto intelectual y científico de la película), tenga una propuesta de suspense. Que avanzamos y acompañamos a Amy de un lado a otro. Incluso se puede sufrir cuando Amy no acierta con el número de veces que debe pulsar determinada palabra en el Iphone. En fin; lo que pude parece una cursilada o ñoñería quiero que tiene mimbres más sólidos y bonitos para considerar “La correspondencia” como un filme curioso y elaborado, para nada baladí y efímero. Tiene algunos elementos o incursiones para descarrilar y convertirse en un paseo por el amor y la muerte artificioso. Pero no es así. Es una película que te enamora porque los personajes están verdaderamente enamorados.
José Manuel León Meliá
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4
20 de julio de 2016
18 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Loable intento emprendido por el actor y guionista, Don Cheadle, para acercarse a la figura mítica del jazz norteamericano, Miles Davis. Su propuesta no carece de ambición, tanto en la elaborada puesta en escena como en la búsqueda de una fotografía, muy setentera, por otra parte, para ubicar al genial músico. La película, me da la impresión, que rehúye de la convencional y típica biopic al uso. Aun así, se escoge algunos pasajes de su vida, no muchos, para perfilar, no logrado del todo, la magnitud y trascendencia del trompetista.
No es lo mismo que el personaje salga a las calles de Nueva York y sea reconocido por su admiradores y lo definan con frases tan moneseadas y vulgares como “Ohhhhh, mira, es Miles Davis” que hacer un recorrido más o menos pormenorizado de su trayectoria artística definiendo la importancia de su contribución, en este caso, en la música.
Cuando arranca el filme, Miles (Don Cheadle) es ya famoso y personalidad reconocida. Se le está haciendo la grabación de una entrevista. El redwind de la máquina sitúa al espectador en un período y momento de su vida convulso y conflictivo. Desde la compañía discográfica, Columbia, se le exige la entrega de su nueva y revolucionaria sesión de trompeta tras cinco años de prolongado silencio. Este hecho da origen a un breve y poco esmerado retrato de Miles, de comportamiento hosco, amargado y conflictivo. Sumido en drogas y alcohol, además de desorden mental y atribulado por la responsabilidad creativa, da una imagen caótica, decadente y negativa, cuya desfachatez se agiganta con la presencia de un reportero de la revista, Rolling Stone (Ewan McGregor) y su inmersión en una disparatada, alucinada y casi surrealista peripecia de robo de una cinta que conserva su nueva y rompedora grabación en manos de unos desalmados y facinerosos elementos vinculados al negocio discográfico.
Esta aventura nocturna y rocambolesca, que ocupa gran parte del metraje, que más bien parece anecdótica y sin mucha trascendencia, dibuja un panorama de hampones sin escrúpulos, garitos de variado pelaje y una fauna noctámbula que al contrario de las películas de los años 70 parecen un patético decorado algo impostado que ni tan siquiera alcanza el nivel de “personaje”, como ocurría con el paisaje, de gran fuerza descriptiva, de aquella época. Este alocado descenso a los infiernos, en el que Cheadle y Mcgregor participan, se alterna con retazos del pasado de Miles, su aparición en locales de música y el romance con Frances Taylor, su novia y, más tarde, esposa, con la que tiene momentos violentos. Pero, a mi juicio, absolutamente nada de lo que se refleja en la pantalla conviene recordarlo sino como flashes puntuales que apenas ilustran el momento en el que Miles estaba en la cresta de la ola. Miles es un personaje con un glamur venenoso y antipático, y me sorprende el por qué de contar el relato desde la perspectiva del ocaso de un magnífico músico (tenía una considerable formación musical) justo en el instante que pretendía renacer con una sesión de su talento al margen de lo que podría esperarse de su estilo.
Filme epidérmico que desea escarbar en las partes más sombrías y oscuras del personaje y que por el tono elegido para contar la película no es una “boutade” considerarla casi un filme de género negro, desenfadado y burlesco, que una biopic ceñida a su esquema tradicional. Una pequeña decepción que no empaña, sin embargo, el excelente y mimético trabajo de su intérprete principal, Don Cheadle, un sobresaliente, Miles Davis, con trompeta o sin ella.
José Manuel León Meliá
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5
16 de julio de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
He visto todas las películas del realizador catalán afincando en la poderosa industria hollywoodense, Jaume Collet-Serra. Un realizador que por su efectividad y sumisión al puro cine de entretenimiento especializándose, hasta el momento, en géneros o subgéneros tan populares y con fácil gancho para el público como el thriller de suspense y el género fantástico o de terror.
Su habilidad narrativa con una disciplinada sujeción a los resortes afines a intrigas criminales y la afilada utilización de los elementos más convencionales y tópicos de las películas de misterio y horror, sin perder nunca la compostura y ciñéndose a esquemas y tratamientos para nada estrafalarios y ridículos, hacen del responsable de “Sin identidad” un correcto (a veces, atrevido) amanuense dúctil y conveniente para productos de presupuestos holgados.
Hasta la fecha no se puede decir que haya filmado un bodrío de película. Su obra podrá gustar o no, reconocer sus buenos acabados, que sus largometrajes siempre dan lo que esperas de ello y que cada vez que te sumerges en sus juguetonas (y algo tramposas) tramas acabas por reconocer que Jaume Collet-Serra si no tiene talento se le parece. Los guiones con los que trabaja dan la sensación, o, por lo menos, a mí me lo indican, que surgen de los más modestos planteamientos de cara a la historia de la serie B, pero no desde una perspectiva sin exigencias, sino desde posiciones que abrigan un deseo de rodar con gusto y energía, ofreciéndole al montador planos suficientemente elaborados y llamativos, para nada vagos o perezosos, que bien editados transmiten en la lógica secuencial el ímpetu y las esencias de un realizador no sólo comprometido sino con aspiraciones de dejar su sello, huella e identidad. Aunque siempre trabaja con material ajeno, qué duda cabe que las ganas que imprime a su trabajo no pasa desapercibido.
Su última película, “Infierno azul”, rodada para la Paramount y distribuida por Sony, reúne, desde mi punto de vista, maneras y premisas que me hacen catalogar la cinta como una apasionante y entregada Serie B, que intenta ofrecer un producto distraído, de evasión, un tebeo sin grandes pretensiones y que tiene un acabado formal finalizado con los mismos y sencillos alardes que describen su filmografía.
Su tributo a “Tiburón” (1975) de Steven Spielberg no logrará, ni lo pretende, generar y provocar el mismo impacto e idéntico temor a meterse en el mar pensando que puede surgir de imprevisto un gran escualo pero logra crear la suficiente emoción e intensidad para enchufarte a la odisea y aventura trágica de una joven surfista, Nancy (Blake Lively), que en la playa paradisíaca que le mostró su madre es atacada por un voraz depredador que pondra en peligro su vida y tendrá que agudizar el ingenio para salir airosa de una situación terrible.
El punto de partida no tiene nada de original. Incluso si se me obliga a confesarlo diré que en comparación con sus anteriores títulos, “Infierno azul” es el que tiene el guión más pobre y escuálido. Lo cual tampoco es un impedimento para explotar al máximo las pocas ideas válidas del filme, centradas, a mi modo de ver, en las cortas distancias que debe nadar Nancy entre los pocos refugios que le ofrece la playa para poder protegerse de las espectaculares dentelladas del bicho.
Un suspense rutinario, de manual, con numerosos planos subjetivos de Nancy y las rocas o la boya alternados con los planos generales para situar correctamente las posiciones de defensa. Y tampoco la aparición de una gaviota varada en su misma guarida creando una especie de lazo de amistad como si el pájaro fuera Juan Sebastián Gaviota logra despertar algo más que sea una curiosidad, no sé si torpe, pero sí manida, de incluir un elemento con el cual la heroína pueda demostrar su futura utilidad como médico (está en la universidad cursando quinto de medicina).
Este detalle no queda como anécdota aislada. Se le obtiene botín. El guionista y Jaume Collet-Serra dramatizan en exceso las heridas que se causa Nancy por los atropellos del fiero animal y permite incluir en su narración la imagen del “cuerpo humano” como figura maltratada y zarandeanda y cuyas fisuras hay que restañar proponiendo planos en los que se ve como la protagonista se sutura un corte en diagonal desde el muslo al biceps femoral (según explica Nancy) con las coquetas joyas que lleva como adornos.
Como largometraje para jóvenes, creo que está pensada para este colectivo, la cinta, en sus recursos narrativos, recurre en sobreimpresión en la pantalla a elementos comunes y socorridos hoy en día en las comunicaciones sociales como los mensajes de texto o las imágenes que se obtienen de una grabación con una cámara GoPro que porta uno de los personajes secundarios en su casco cuando practica surf. Objeto que servirá, más tarde, para otros fines.
Así las cosas, lo mejor es todo cuanto sucede en la boya, me parece una secuencia pletórica y como punto chocante la presencia del actor español, Óscar Jaenada, interpretando al mejicano Carlos con las pintas habituales con las que se suele disfrazar este actor.
José Manuel León Meliá
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