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España España · En el castillo de If
Críticas de jpsc
Críticas 4
Críticas ordenadas por utilidad
9
10 de julio de 2015
26 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una mezcla de temor reverencial y curiosidad me acerqué a esta película, mi primer contacto con Jonas Mekas. Hasta la fecha sólo llevo dos. El otro, unos días después, fue Reminiscencias de un viaje a Lituania, porque se incluyeron las dos en la misma edición de DVD. Temor reverencial por la consideración que a Mekas normalmente se le otorga como una especie de padre, o jefe de la manada, de cierto cine experimental o vanguardista. Por eso y por las cinco horas que dura As I was moving ahead…, que no son ninguna tontería.

Quítense el miedo, que no es tan fiero el león. Desde un punto de vista práctico, no hace falta ver las cinco horas seguidas. La película está dividida en doce capítulos, lo que facilita las imprescindibles y reparadoras pausas. Además, y siendo innegablemente prosaico, lo cierto es que la película se puede parar en cualquier momento y luego retomarla por donde se dejó o incluso por cualquier otro punto.

¿Y eso por qué?

Porque As I was moving ahead… no es una película argumental, no tiene un principio, nudo y desenlace que deban seguirse en un orden cronológico. Y hasta ahí todo lo que le encuentro de experimental o vanguardista. En una primera aproximación, son imágenes grabadas por Mekas en un periodo que abarca desde finales de los años sesenta hasta los noventa y que se centra sobre todo en los setenta y primeros ochenta. Imágenes, muy breves en su mayoría, planos fugaces, destellos dice el título de la película, que se suceden sin orden cronológico entre ellas y sin más explicación que la voz en off ocasional de Mekas y que los rótulos que se intercalan entre imágenes. Rótulos que son algunos más explícitos, que explican el lugar, fecha o celebración donde se tomaron las imágenes. Otros más genéricos, del tipo verano en Central Park. Otros decididamente socarrones, como uno que se repite varias veces diciendo que ésta es una película política. Otros más, que también lo parecen, son humildes cuando también se repiten declarando que nada ocurre en esta película.

Porque sí ocurren cosas en esta película y dudo mucho que el montaje se haya dejado verdaderamente al azar (aunque lo quiera aparentar y aunque Mekas lo afirme en algún momento al principio). Cuestión aparte es que el hilo sea eminentemente subjetivo en esta especie de magdalena proustiana de recuerdos. Pues eso es de lo que hablamos y de lo que nos habla Mekas en el fondo. Recuerdos atesorados que vuelven de golpe, tal vez en forma de flash.

Tal vez la experiencia de verla pueda ser diferente para cada persona. En mi caso, me costó superar la primera hora, porque pensaba que debía encontrar un sentido que se me estaba escapando. Sean pacientes y déjense llevar. Tomen las pausas que requieran. Estoy seguro de que, una vez vista, se puede analizar la película hasta la saciedad, pero para una primera toma de contacto creo que es todo más accesible de lo que uno pueda imaginarse y que no hay más que lo que se ve. Las calles de Nueva York, los vendedores callejeros, personas paseando, el Soho, Central Park, ventanas, el viento agitando las hojas vistas por la ventana, el piso de Mekas, su mujer Hollis, su hija Oona, su hijo Sebastian, su hermano Adolfas, el verano, el mar, un paseo en río, excursiones familiares, reuniones de amigos, celebraciones familiares, la lluvia, la nieve en las calles (en algún sitio leí que en Nueva York no nieva tanto como se ve en las películas de Mekas, pero que por lo visto le encanta la nieve y por eso la filma repetidamente).

Imágenes que me recordaron, a la inversa, una frase de Alain de Botton. En su novela Del amor decía que detectar el encanto de los lugares insólitos es negarse a ser hechizado por lo obvio. No lo niego, pero… ¿y si también ocurriera al revés? ¿Y si detectar el encanto de los lugares acostumbrados fuera negarse a ser hechizado por lo obvio?

La anécdota del gusto por la nieve de Mekas tal vez nos dé una pista, la pista: no es lo mismo la nieve que el recuerdo de la nieve y así con todo. Bien podrían ustedes pensar, con lo descrito hasta ahora, que qué les importa un plano fugaz viendo cómo gatea el bebé de un director de cine. Pero es de otra cosa de lo que se trata. Proustianamente hablaríamos de un tiempo perdido, de la reconstrucción y evocación de la memoria y del tiempo recuperado.

Y aquí merece la pena traer a colación una curiosa coincidencia. Aunque sean dos películas muy diferentes en todo, en esto de la reconstrucción de la memoria personal tal vez sea Tarkovsky quien en su El espejo mejor y más intencionadamente haya expresado en una pantalla los mecanismos y resultados del fluir de la consciencia.

Tarkovsky, como Mekas, otro soviético, otro que terminó exiliado, si bien en circunstancias diferentes. Mekas nació en Lituania en 1922 y, por una serie de peripecias absurdas que se dan en las guerras para las personas en general y para los espíritus libres en particular, se vio obligado a huir tanto de los nazis como de los soviéticos. Su hermano Adolfas y él intentaron escapar de Lituania, fueron detenidos por los nazis e internados en un campo de trabajo para desplazados, huyeron, se escondieron meses en una granja, etc. A finales de los años cuarenta llegaron a Nueva York y el sentimiento de estar desplazado, de no tener ningún lugar adonde ir, el aislamiento y la soledad lo acompañaron durante bastantes años. Pasaron veinticinco años hasta que pudo volver a visitar a su madre.

Conoció circunstancias difíciles y sin embargo… Ya saben ustedes que, cuando hay un sin embargo, la adversativa a menudo es más reveladora que la oración principal. …y sin embargo Mekas elige filmar y montar, elige recordar, sólo sus pequeños destellos de belleza, y en esta elección, antes que en el propio recuerdo en sí, está el quid, lo que merece la pena, lo que deja huella en el espectador.

(Sigue en el spoiler por falta de espacio.)

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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
jpsc
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8
26 de septiembre de 2015
21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Mejor me levanto y salgo de este estéril letargo”.
Oda al amor efímero, canción de


Una cuestión previa: lamento la mala impresión que en algunas personas producen las películas de Jonás Trueba, lo que sin querer obliga a un estilo de comentario que no me gusta, el de quien escribe a la defensiva, como si fuera una de las partes de un proceso judicial y tuviera que convencer a un juez. Como si las películas acarrearan consigo la obligación ineludible de tomar partido y sólo existieran el blanco y el negro como opción. Obligación que en muchos casos, y desde luego en el de Los exiliados románticos, es absolutamente ajena a la propia película. Pocas habrá menos imperativas.

Sin embargo, sí es una película a la que se ha presentado de una manera un poco condicionada, encasillada por la prensa como afrancesada y rohmeriana en lo que me parece un lugar común más o menos cierto pero demasiado facilón. Que a Jonás Trueba le gusta una cierta tendencia del cine francés salta a la vista en las entrevistas que se le hacen cada vez que presenta una película. Que la sombra de Rohmer es muy alargada en el cine francés y que a Trueba (a todos los Trueba, en realidad) parece gustarle también es cierto. Lo que no creo es que Los exiliados románticos haya nacido con la pretensión deliberada de buscar filiaciones con los referentes cinéfilos, ni de emparentarse de antemano con los veranos rohmerianos, ni tampoco de quedarse encorsetada por ellos.

No puedo imaginar una película menos preconcebida y más libre que ésta, que se rodó un tanto al azar o, como dicen en los títulos de crédito, sobre la marcha. Como sobre la marcha iremos comprendiendo los espectadores quiénes son sus tres protagonistas y con qué propósito una mañana de finales de verano se levantan y salen de su estéril letargo, cargan una furgoneta y emprenden un viaje por carretera en dirección a Francia que, a lo largo de varios días, les lleva a parar en Toulouse, París y Annecy.

Los exiliados románticos tiene una narración relajada y gozosa, de película vacacional, de finales de agosto y principios de septiembre, parecido a como ocurría con My blueberry nights, de Wong Kar-wai, que también tenía el amor o el desamor como detonante de un viaje de búsqueda. Son películas diferentes, tampoco me hagan mucho caso. La de Wong Kar-wai es poco manierista, para lo que suele hacer. La de Jonás Trueba es decididamente una película viva, que parece respirar por sí misma, sin moldes ni manierismos, mientras cuenta el viaje de tres amigos y las sucesivas paradas, cada una de ellas para que uno de los tres chicos se encuentre con una chica con la que alguna situación romántica quedó pendiente quizás de nacer, quizás de acabar, quizás de aclararse, quizás de decidirse o declararse.

Con una duración que se hace corta de setenta minutos, casi de cine experimental (y es de agradecer su concisión, tanto como su falta de énfasis y de rellenos), la película está muy bien medida para haber sido rodada sobre la marcha: tiene varios tiempos muertos, algunas conversaciones en la furgoneta, varias escenas de encuentros y desencuentros de parejas y una escena larga de cena y conversación de grupo. Y, como signo de puntuación, en cada parada asisten a una actuación de Miren Iza, la cantante de Tulsa, que sigue un recorrido paralelo al de los muchachos hasta una curiosa escena musical cerca del final, una especie de celebración de la complicidad despreocupada dentro de la furgoneta.

Señalo algunos momentos que me gustan: la llegada con la furgoneta a Toulouse, en que recorren algunas calles ya atardeciendo y se encienden los farolillos de la iluminación nocturna en la calle. A saber si salió así por casualidad o se preparó a propósito, pero me recordó que en Al final de la escapada hay un maravilloso plano de Belmondo por la calle en que de repente se iluminan las farolas parisinas. Detalles así son nimios e intrascendentes desde una perspectiva argumental, pero hacen pensar en la capacidad del cine para atrapar el pálpito de la vida.

Me gusta que las apariciones de Miren Iza se hayan rodado cada una de las tres de una manera diferente, lo que desmiente cualquier atisbo de ventajismo, aturrullamiento o falta de esmero en el rodaje sobre la marcha.

Y también son diferentes, en el contenido y en la forma, los encuentros chico-chica que puntean la película. Uno de ellos gira alrededor de un relato de Natalia Ginzburg que corrí a buscar en una librería al día siguiente de ver la película. Algo que te gusta que te lleva a interesarte por algo que desconoces.

Por cierto, que otro de los encuentros, sobre el que más se ha escrito, está lleno de encanto y se ve con una media sonrisa en la cara, pero no sorprende tanto si se piensa en una escena casi idéntica, a su modo, que se encuentra en Todas las canciones hablan de mí, la que fue primera película de Jonás Trueba.

Cerca del final, un amigo le dice a otro que se ha sentido vivo y todo en la película parece contagiado de esa liviandad que la impulsa hacia adelante. Estamos vivos, lo que nos permite tomar decisiones y salir del estéril letargo del que habla la canción. Y mientras tomamos decisiones seguimos yendo hacia adelante y seguimos vivos. Algo así pensaba cuando, mientras rumiaba este comentario en la cabeza, oí una entrevista en la radio a un escritor que desconocía, el poeta Javier Rodríguez Marcos, de quien reprodujeron un verso que, aunque no haya sido así, podría haber sido escrito para la película, o ésta haberse desarrollado a partir de la lectura del verso:

“¿Recuerdas lo felices que fuimos
el verano de nuestra inmortalidad?”


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jpsc
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10
5 de enero de 2015
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fanny y Alexander siempre me pareció una película navideña, especialmente optimista y feliz. No quiero decir con ello que Bergman se volviera al final de su carrera un cándido bobalicón, pero sí que en ésta, que en teoría iba a ser su última película, dejó entrever una cierta calidez y un sentido del humor que sólo en contadísimas ocasiones había mostrado antes. Iba a ser, como digo, su última película y al final no lo fue, porque desde que la rodó en 1982 hasta que falleció en el verano de 2007 todavía nos dejó unas cuantas más que hizo para la televisión sueca y que conocieron estreno en pantallas de cine.

Pero en 1982 parecía que el maestro se retiraba y que al hacerlo empezaba a echar la vista un poco atrás. Entre los años 80 y 90 escribió dos libros de memorias (La linterna mágica, más o menos estrictamente autobiográfico, e Imágenes, en que comentaba con apabullante sinceridad algunas de sus películas y el juicio que a posteriori le merecían) y varios guiones, sobre la vida de sus padres y sobre su niñez, que cedió a otros para que los convirtieran en películas (Las mejores intenciones, Niños del domingo).

Así que Fanny y Alexander tiene un cierto carácter de narración autobiográfica y también de legado cinematográfico. Y para hacer tal cosa, Bergman se tomó su tiempo. Aquí me gustaría deshacer un entuerto frecuente y es el de considerar esta película como una serie de televisión. Me explico. Es frecuente considerar (y citar de ese modo) la versión de cinco horas como una serie de televisión y la versión abreviada de tres horas como una película. No creo que sean dos versiones realmente queridas y el propio Bergman así lo cuenta en Imágenes. Lo apropiado es más bien considerar Fanny y Alexander como una única película de cinco horas y punto.

Cuestión aparte es que Bergman fue obligado por contrato a presentar una versión abreviada (abreviada… tres horas…) que poder rentabilizar en su exhibición en cines y que la película verdaderamente querida sólo se exhiba completa por televisión y no siempre. En mi caso particular, me permitirán ustedes que cuente la batallita de que nunca he visto la versión de tres horas, pero por puro azar. Tuve la suerte de que la primera vez que vi la película me la habían grabado cuando La 2 la emitió en Nochebuena en el año 94 ó 95 y luego ya las demás veces han sido con la edición en DVD que trae la versión completa.

Fanny y Alexander es una especie de álbum familiar ambientado a principios del siglo XX, una tragicomedia que sigue un recorrido de luces, sombras y finalmente luces (con matices) y que empieza con una metafórica escena del niño Alexander asomándose a un teatro de juguete como quien se asoma con ojos de aprendiz a la representación del teatro de la vida.

Tragicomedia digo, porque empieza con la cena, de vitalidad contagiosa, en la noche de Navidad en casa de la abuela, sigue con la muerte del padre, el nuevo matrimonio de la madre con el obispo Vergerus (un nombre, por cierto, bergmanianamente fetichista, porque así se llaman muchos personajes de muchas de sus películas), los castigos y malos tratos que sufren a manos del obispo, el rescate de los niños gracias a la intervención de un anticuario judío amante de su abuela…

…Un carrusel en el que cabe lo sobrenatural, como la aparición del padre ya fallecido como un espectro blanquecino o las dos niñas muertas que vomitan sobre Alexander (aparición ésta que por lo visto no está en el montaje “abreviado”), y también lo mágico, como el rescate escondiéndose en el arcón que trae el anticuario y apareciendo mágicamente en otro lugar, a salvo, recogidos por sus tíos.

Bergman, a su modo, era un ilusionista (y ahí queda la lejana película El rostro para comprobarlo) que con su representación confirmaba aquello de que las fronteras del espacio y el tiempo son límites que sólo existen en nuestra imaginación. Ojalá les guste tanto como a mí. Es mi Bergman preferido.


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jpsc
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9
5 de enero de 2015
17 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
“La vida es una sucesión de suicidios, divorcios,
promesas rotas, niños borrachos y qué sé yo.”
Diálogo de la película


Toca hoy recordar la que fue penúltima película de John Cassavetes y, de paso, recordar al propio Cassavetes, padre y origen del cine independiente estadounidense, mucho antes de que el festival de Sundance pusiera de moda la etiqueta del llamado cine indie.

Corrientes de amor es una preciosa comedia dramática, llena de desequilibrios, como desequilibrados son sus personajes, Robert y Sarah, dos hermanos de mediana edad, que se mantienen a flote como torpemente saben, en medio de su propio naufragio de soledad y ansia de cariño. El título de la película viene de una frase que ella repite varias veces, como un cliché sobre el que apoyarse, algo así como que el amor es como una corriente de agua, que nunca se corta. Pero sí se corta, como le advierte su psiquiatra y ella se niega a ver.

Sarah es una mujer cuyo matrimonio fracasa y cuya hija adolescente elige vivir con su padre. Robert es un escritor con modales y frases de galán otoñal que compra con dinero la compañía de mujeres, porque no soporta dormir solo. Incapaces de ocuparse de otros (Robert se hace cargo de su hijo durante un fin de semana y lo aprovecha para irse a Las Vegas con prostitutas mientras deja al niño en el hotel), ni de sí mismos (Sarah viaja por Europa por recomendación de su psiquiatra y, con una expresiva pincelada, la vemos desbordada por los aeropuertos acarreando una cantidad de maletas cada vez más imposible), acude ella a la casa de él a vivir durante unos días.

Cassavetes radiografía la patética desesperación de sus personajes sin tapujos, pero en el fondo con una tierna compasión y con no pocas gotas de humor. Ahí queda la escena en que Sarah decide que su hermano necesita una pequeña mascota de la que ocuparse y, torrencial como es ella, vuelve a la casa con dos ponis, un perro, un pato, unos pollitos y una tozuda cabra. O el diálogo en que ella dice que ya casi no está loca.

La estructura de la película se sale de la norma. No puede decirse que haya un planteamiento, nudo y desenlace, ni tampoco una progresión dramática al uso. Ni presentación de los personajes. Comienza cuando lo hace y termina en el momento en que Cassavetes quiere, por lo que exige un cierto esfuerzo del espectador por participar de la trama y hacerse con ella. Corrientes de amor es una película de personajes, algo más frecuente en el cine de los años 70 de lo que es ahora. Claro, que era una época espléndida en que el cine estadounidense se hizo adulto y trató a los espectadores como si también lo fueran.

http://negrocomounanochesinluna.wordpress.com
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jpsc
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