Recuerdo hace 3 años unas notas de Bill Evans, armónicas y profundas: tocaron mi alma sobremanera, emocionado, melancólico, embelesado por aquella sensación. Descubrí la beldad de la música, descubrí el Jazz.
«Soul» me transmigró al pasado, a una reminiscencia inverosímil, creó en mí un recuerdo inexistente: el de descubrir la vida, el Jazz, el cine, la literatura en mi infancia. Aquello que me confirma no es más que la suma de toda la vida, una vida unilateral y perenne; ciertamente estaré listo al morir, cómo estoy listo para vivir cada día.
«Soul» logró imponerme todo aquello que ni «Inside Out» ni «Coco» pudieron nunca: imponerme las bases de la vida, sus configuraciones, sus recovecos, su alma.
La mejor obra de Pixar desde «Toy Story 3», con una belleza visual exquisita, y con una belleza narrativa imperecedera.
La película del año, me atrevo a decir. «Wolfwalkers» era soberbia y visualmente estupenda, pero no tiene el alma que «Soul» posee.
8.3/10.

Antes de «Hereditary» y de «Midsommar», sendos correctos filmes de una composición acertada, que otorgaron al terror contemporáneo una nueva visión de la tensión inherente en el hombre, Ari Aster logró, con parcial acierto, explorar la compulsión tergiversada de una familia peculiar. «The Strange Thing About The Johnson's» es una suerte de ensayo preciso que marcaría la singladura estilista del director; mas, irónicamente, este cortometraje de 29 minutos es mucho más acertado, más indecoro, más explícito - sin perder el aterrador recato - y más turbante.
La escena primera es la más lograda, porque es la que marca el giro argumental no postrero, si no incipiente a la obra: la trama nace con el giro inicial, que arraiga y no suelta, provocando una tensión inusitada por lo cruento del argumento.
De ahí parte la angustia perenne de la cinta, aunada a unas interpretaciones a la altura de la situación.
En cierto momento languidece la acción principal y recae en las formas monótonas del thriller actual, mas no es un pecado cometido gracias a esa constancia interpretativa que destaca, que encarna al guión.
Es la exploración interna de una familia derrumbada, que soporta sus escombros, que riñe con una especie de complejo de Edipo invertido: la extrema exaltación de la figura paterna, y la compulsión o el despertar de la naturaleza animal intrínseca en el hombre.
6.9/10.

Ver y valorizar True Detective 6 años después de su estreno es un lujo, como respirar la bocanada postrera antes de morir, o recordar los últimos momentos de un sueño que se desvanece. Hay todo un mensaje en las miradas del «Dramatis Personae», todo un mundo y una historia en ellos, aparte de la que acaece. La polaridad es vital; es una obra de polos paralelos que nunca convergen, que se rozan mutuamente, y que navegan entre ellos a través de 8 capítulos antológicos y catedráticos, ya no sólo del detectivesco, sino del rótulo filosófico y moral.
La dramatización es colosal, fantasmal para la mente porque es familiar: Woody Harrelson rompe los esquemas del hombre común porque los arranca de la realidad y los plasma en la obra. Matthew McCounaghey es una representación, un ápice de la mente humana que permea la obra y rompe los moldes temáticos, no es pesimismo, sino realidad que fustiga, que cobra sus deudas, taimada y retornante. Hart y Rust son dos caras de la realidad, el reverso y anverso; un lugar donde la oscuridad y la luz son uniformes, una noche fulgurante.
La ambientación es una forma en sí misma, el pantano te musita, los barrios te oprobian; el hogar de Hart es familiar, porque se resguarda el cariño, pero también es nicho de peripecias conyugales: es real.
Rust vive del Mundo y de su vacuidad total, casi arquetípica y en el que se complementa la vida y la muerte.
La serie es de una elocuencia afable, pero de una misiva intrínseca desgarradora, que te arranca a jirones la mente, a profundidad y con cadencia de suspiro.
La lentitud del desarrollo es un murmullo, pero toda la obra es un completo alarido.
True Detective es poesía metafísica, es filosofía aleccionadora y una pieza lata de la cinematografía para la historia.
9.4/10

La construcción de una obra cinematográfica conlleva una responsabilidad igual de grande que el escandir de un poema para su perfección, la composición de una sinfonía, o la habilidad de la pasión para no errar las formas del lienzo. «Parasite» ha acaparado la atención del globo porque sus características son novísimas en el Séptimo Arte: ejecución, construcción e interpretación que convergen y chocan es un batiburrillo estrictamente ordenado, nada sobra, todo es un hilo delgado, fino e inquebrantable.
Bong Joon-Ho rompió los moldes de su propia ejecución superando «Memories of Murder»: un guión tan surrealista que sorprende por su familiaridad con el espectador, porque no hay duda de que lo que vislumbramos pueda ocurrir, y es una de sus magias más grandes, la compenetración. Cuidado y arreglado para que haya un subdesarrollo de personajes, el de su decadencia; nos entregan aquí a unos personajes ya desarrollados, con sus configuraciones y características fijas. La familia Kim ya forma parte de los espectros del cine, porque una familia de rasgos clasicistas ceñida por el mundo moderno y su hiperdesarrollo sólo tienen una vía de escape posible: la adaptación. Y a pesar del excesivo nivel de globalización que rodea los suburbios, la dicotomía de clases es notoria, ergo, desoladora.
Pero los mundos aquí se fusionan: hay choque y hay mezcla.
El dimorfismo que aquí se representa tiene unas cualidades - según el medio - abstractas y empíricas que llevan a una culminación; la familia Park es frágil, sólo resguardados por sus bienes y estatus, de ellos no hay evolución, divagan por el mismo puente, dando vueltas sin darse cuenta de lo que cierne su mundo subterráneo, no bajan la vista, permanecen en cenit, de ahí su debilidad, la de un mundo diáfano.
La dualidad se sobrepone a una clasificación social, es una dualidad de mentalidad y de ambición.
El golpe es de una construcción similar al bautizo de Michael Corleone en la primera parte de «El Padrino», dicho golpe atrae consecuencias perennes, no es finiquito, trifurca las consecuencias, y la construcción abarca un desenlace diferente al establecido. Los encuentros y la puesta en escena en práctica es la mano que guía, el guión magnífico es intrínseco. Cada situación supera a la anterior en su despliegue, vertiginoso y con una facundia técnica eficaz.

Sigue un orden divino, como iluminado por Abraxas, y su disparidad es casi apológica. Quedan estamentos remarcados, y al final sólo conjeturas o ilusiones de lo que podría ser.
Todo es ideal, y esa ilusión también es aflictiva. El elenco se siente premeditado, como si de la vida hubiera sido despojado un trozo de realidad. «Parasite» alcanza un realismo desconcertante, similar a una sinfonía apoteósica, una elegía a la desolación, y en general, un adjetivo en sí misma.
9.0/10

Un hombre, una mujer, un parque, una caminata, un resplandor, un postrero «Te quiero»: todo era un sueño. Se sentía tan real, tanto como lo real. Un cuestionamiento, «¿Por qué debe ser así?». Y el debate, entre lo que es real y lo que consideras real.
«The Truman Show» golpeó, fustigó y vaticinó. Con uno de los mejores guiones jamás realizados, dio un segundo aire al miedo Orwelliano de la manipulación y la pérdida de la libertad; es uno de los temas que acicatea mi mente, porque... ¿Somos libres realmente? No físicamente, pero, en el plano abstracto, ¿lo somos?
No: somos manipulados por medio de la televisión, o como me gusta denominarla - calificativo que para mí, entra en un plano realista - la «telebasura». En lo que comemos, lo que bebemos, lo que vestimos, lo que pensamos, lo que consumimos, lo que realizamos, pero esto ya es una realidad tan obvia que se ha normalizado - como en México los siniestros organizados. En lo que pensamos: que pérdida tan grande la de nuestro albedrío, es casi involuntario, como nacer, escoger una religión, o adaptarnos a las costumbres. Ya funcionamos como un artículo codificado, enlistado o enmarcado.
Incluso al escribir esto, muy seguramente, estoy siendo observado, y el escalofrío deambula con seguridad por mí cuerpo.
Calificar como comedia a «The Truman Show» es descabellado; es una categoría donde «Matrix», «The Wire», o «Schindler's list» pisan con fortaleza y liderazgo, el de golpearte y no soltarte, de arraigarte y que pongas pies en la tierra.
Jim Carrey es inverosímil en la manera de que el personaje de Truman se edificó en un mundo adecuadamente inverosímil : perfecto.
En los detalles donde los errores invaden la película (la intervención de la radio, el monte Rushmore, o Sylvia) brilla porque es de una originalidad propia.
Podemos hablar de la metáfora divina entre Dios y hombre: si hemos de vivir con las normas estrictas de la religión, habrá que aceptarlas sin chistar, y es donde radica la problemática de dañar a terceros con base a la vida que se lleva; involuntario o no, todo abarca el alienamiento que surge inclusive antes del propio nacimiento, como esclavizados intrínsecamente a las fuerzas de Dios. Y ahí está, viéndonos, y ahí estamos nosotros, aceptándolo, sin saber lo que es y cómo es él, rechazando lo que nos rodea.
Truman se desarraiga y nosotros con él, de la esclavitud, de la sumisión, o del engaño global; es un hecho que la globalización vertiginosa ha tratado al mundo contemporáneo de forma ultrajante, y la imposibilidad de un mundo sin tecnología está confirmado y se ha hablado de él hasta la saciedad, que ya no es descabellado una humanidad Transhumanista o Posthumanista (Posibilidades planteadas en «Blade Runner», -y de mejor manera para mí, en «Ghost in the Shell»), si esto pasara, la pérdida parcial de nuestra humanidad sería la realidad más latente, y una forma de obsolescencia.
Uno forma su propio mundo con base a lo que los demás nos muestran o nos enseñan, sabemos a qué debemos temerle, qué debemos repudiar y qué debe de gustarnos, creamos la prosopografía de nuestro mundo, como un monólogo o un soliloquio.
Y hoy en día la privacidad es uno de los grandes privilegios que se conservan con sacrificio, desde ser vigilados y escuchados para convertirnos en simples consumidores y productores, hasta para vendernos y vender una imagen ajena y obtener aprecio en un mundo automatizado, perdimos el valor del momento y el detalle, por más nimio, y en nuestra construcción actual, somos el epicentro de un nuevo mundo, sintético y acre.
«La multiplicación de redes sociales, desde el Myspace de inicios de los noventa del que ya nadie se acuerda a los reyes actuales —Twitter e Instagram—, la exposición voluntaria de la vida privada al exterior se ha convertido ya no solo en una costumbre, sino en un medio de vida para las legiones de blogers e influencers que deambulan por ese mundo paralelo».
Por eso me encanta «The Truman Show», porque es universal y atemporal. Otorgó los cimientos para una sociedad actual que nunca divisó la realidad que nos domina ahora.
Es sobre libertad: buscar más allá de la libertad abstracta, de conservar la humanidad y el sentimiento, de ser humanos y de afrontar los miedos, porque sin miedos y temores, pero tampoco sin esperanza, no seríamos humanos.
8.6/10.