Las expectativas creadas por quienes me habían comentado de Downton Abbey me clavaron al sillón ante los dos primeros capítulos, mi temor era que esas altísimas valoraciones me llevaran a la decepción, como casi siempre. Pero según avanzaba ese primer capítulo iba comprobando que estaba viendo una pequeña obra maestra.
La ambientación, la fotografía, la solidez de las interpretaciones (¿Pero donde aprenden los británicos? ¡Qué se lo digan a los nuestros!) sirven de base para relatarnos un guión que va entrelazando una gran variedad de personajes, de historias dentro de la principal, generando en el espectador una concentración cercana a la que se siente ante un buen thriller. Pero lo que estamos viendo es un relato costumbrista de criados y señores que, por encima de parecernos unos buenos y otros malos indiferentemente de su posición social, nos expone exquisatamente bien la escala de valores personales imperante en una determinada época. Época, además, que discurre en un contexto histórico de cambio que la propia serie va apuntando hacia el ya todo no será igual.
Véanla, seguro que disfrutarán de ver la televisión, algo que lamentablemente sólo ocurre con una buena película y con series como Downton Abbey.

Hay películas buenas y hay películas bellas. Las buenas no son necesariamente bellas, es más, en muchos casos son absolutamente desagradables, las bellas, en cambio, han de ser necesariamente buenas.
El oso es una película de una extraordinaria belleza y, por lo tanto, muy buena y además de buena, tierna.
Hay muchas formas de defender los planteamientos sobre la defensa de la naturaleza, los políticos utilizan intrincados soliloquios para hacer creer que la defienden. Annaud, en cambio, utilizando un extraordinario paisaje, muy escasos diálogos (los mejores los del osezno) y una infinita paciencia, nos brindó los argumentos para conseguir reconciliar al hombre con la naturaleza.
Es injusto, o más bien escasez de miras, conceptuar El oso como una película de corte familiar para entretener a los niños. El mensaje que transmite es profundo: El hombre depredador sucumbe ante la grandeza y bondad del animal.
Pero asumido el mensaje, he de confesar que si la veo muy a menudo es por deleitarme con la actuación de su primer actor: El osezno. No entiendo como no le dieron el Oscar aquel año (con todo respeto a Dustin Hoffman, que fue quien se lo llevó)

Aprovechando la crisis que nos invade, añadiría el sector de los guionistas americanos a la reconversión. Estamos ante otra película con una trama que va perdiendo fuerza y verosimilitud hasta llegar a la traca final, explotando en forma de resolución inesperada e increible. Queda claro que el guionista, el día que debía entregar el texto, lo acabó con lo primero que se le vino a la cabeza. Pero hasta llegar ahí, no dejaba de ver "Todos los hombres del Presidente", de Alan Pakula, como fuente de inspiración, lo que termina provocando este seudo-ramake.
Un correcto Russell Crowe salva la película con su papel de periodista grasiento que le viene al pelo. Los demás actores, pues eso, a sumar otros cientos de miles de dólares a sus ingresos del año.
Si ha quedado con los amigos para ir al cine y picar algo después, le vale, pues así no se entretendrán hablando de la película y podrán hacerlo de asuntos más interesantes (ese fue mi caso)

Las presiones de familia y amigos (“La mejor película de la historia del cine” “Una oda medioambientalista” “Hay que verla en 3D”, etc…) han venciendo mi aversión a ver otra megaproducción de Cameron, al que no perdonaré nunca los 190 minutos perdidos viendo el acuífero bodrio conocido como “Titanic”. Ante Avatar reconozco que sus 160 no los doy por desaprovechados, pero tampoco utilizados en ver una obra maestra.

Sin duda la escenografía de Avatar es de lo mejor que se ha visto, pero imaginemos su guión sin ésta y se nos queda en un puro remake de “Bailando con Lobos” pero con final feliz.

No soy un experto cinéfilo. Mi valoración de una película suele depender del ingenio de su guión y de la habilidad de su director para escenificarlo y así como a veces no sé apreciar un determinado cine de “autor”, reconozco claramente cuando la industria cinematográfica nos coloca un producto hipercomercial basado en una millonaria e impactante producción que oculta en su interior una endeble historia o, como es el caso, una copia de otra que ya fue contada.

La historia del cine nos ha brindado excelentes superproducciones de ciencia ficción que nos han sorprendido no sólo por su factura, sino por su guión (Blade Runner, El imperio contraataca, no digamos 2001). En el caso de Avatar, parece como si en su business plan la partida de “gastos de guión” hubiese menguado en favor de otros considerados más importantes ( “técnica” “marketing” …) lo que es imperdonable cuando se maneja un gran presupuesto.

Pero dicho todo lo anterior, démosle un aprobado alto pues, al fin y al cabo, puede ayudar a que todos esos millones de espectadores que ya la han aupado al primer puesto del ranking de las películas más taquilleras de la historia del cine, se sensibilicen con su mensaje y demos gracias a Dios porque a Cameron no le diera por una de guerritas destructivas.

Matar a un ruiseñor es la película que más me gusta de cuantas he visto en mi vida. Para mí el cine es la narración visual de un argumento, un libro escrito con imagen e interpretación y de cuantas historias me han contado a través de una pantalla, esta es la que más me ha gustado.
De sus aspectos más cinematográficos destacaría la ambientación de un pueblo sureño en los años 30, el necesario blanco y negro y la interpretación de unos actores que les dan credibilidad a todos los personajes. De ellos sobresalen Gregory Peck (Atticus Finch) personaje que encarna la bondad, el amor paternal, la firmeza, la discreción y el heroísmo silencioso (como se le ha definido tantas veces) y Mary Badham (Scout) que desde sus seis a sus ocho años nos cuenta, con una visión infantil narrada desde la madurez del recuerdo, los acontecimientos acaecidos en Maycomb, sus vivencias, sentimientos y cómo es ella: una peleona, impertinente y bondadosa niña en la que van arraigando los valores transmitidos por su padre en las circunstancias que le tocan vivir tan de cerca. Del resto de actores destacan los niños Phillip Alford (Jem Finch), hermano mayor de Scout, y el muy singular John Megna (Dill), amigo veraniego de ambos. Y también los secundarios Robert Duvall, Estelle Evans, Franck Overton, etc.
La cinta relata con maestría el hilo argumental del libro (con algunas ausencias) haciendo hincapié en sus mensajes fundamentales: La blanca sociedad racista e injusta por mor de su rancio abolengo sureño y el sufrimiento de los negros en aquella época; la frescura del relato infantil describiendo el día a día de las vivencias escolares y ociosas; la mansión Radley como epicentro tenebroso de los miedos infantiles; el cambio de actitud de un niño hacia su padre y sobre todo los grandes valores universales que enaltecen la condición humana.
La tolerancia, la comprensión empática de los demás, el valor, el coraje, la justicia, el compromiso, la fuerza de la palabra (“Hola, Señor Cuninghan”) antepuesta a la de la violencia, el amor, la intrínseca bondad de las personas y la humildad, son valores que expresa o implícitamente se recogen a lo largo de toda la película con una grandiosa sencillez.
Ver la película me lleva a leer la novela y, cuando la leo, siento ganas de ver la película. Este es un bucle que hace sentirme feliz. Les invito a que se suban a él.