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Críticas de Hitchcock10
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Críticas 20
Críticas ordenadas por utilidad
9
9 de julio de 2013
51 de 62 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vaya por delante que el cine de Tornatore, aun reconociéndole sus valores, me irrita a menudo por la manipulación facilona que suele hacer de las emociones con un excesivo subrayado (mediante la música, la fotografía) que en mí causa un efecto distanciador.

No es este el caso sin embargo de "La mejor oferta", una película que me ha atrapado de principio a fin y que considero mucho más redonda que la célebre "Cinema Paradiso" del mismo autor.

Con un interesante juego de espejos entre la falsificación de las obras de arte y la falsificación de los sentimientos, Tornatore (que también firma el guión, espléndido) va construyendo con vigoroso pulso narrativo un fascinante rompecabezas lleno de misterio y profundidad emocional. Y todo ello aderezado con un mcguffin que habría hecho las delicias del mismo Hitchcock, cuya "Vértigo", por cierto, es homenajeada en una de las escenas.

No en vano, esta es una película muy "hitchcockiana", aunque bebe también de otras fuentes, como Polanski o el mejor "giallo", en sus encuadres y atmósferas irreales, sus personajes grotescos y la enrevesada resolución argumental. Todos estos elementos combinados dan como resultado una obra muy potente y original.

Los actores, todos muy bien, si bien la interpretación de Geoffrey Rush, cargada de matices en cada gesto, supera con creces a las del resto del elenco y va más allá de todo elogio. La estupenda música de Morricone, que aparece justo cuando debe, también merece mención aparte.

Como pegas, a algunos la factura técnica les resultará en ocasiones artificiosa y empalagosa, y los minutos finales pueden ser algo sentimentaloides (Tornatore es lo que tiene). Sin embargo, estos dos supuestos peros no son tales en "La mejor oferta", sino que están al servicio de la esencia de la película y tienen aquí, al menos casi siempre, una justificación artística, la de subrayar esa excesiva atmósfera de incómoda irrealidad que permea la película. Esta vez los tics de Tornatore no restan, sino que suman, para conformar una obra que desprende magia, elegancia, suspense, belleza y sentimientos. Sin duda, una excelente oferta.
Hitchcock10
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8
10 de marzo de 2016
41 de 51 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que una novela con una premisa tan jugosa como 'The Man in the High Castle' ('El hombre en el castillo') todavía no hubiera tenido una adaptación cinematográfica o televisiva era algo difícilmente entendible. Esta obra del gran Philip K. Dick ganó en 1963 el premio Hugo y siempre ha gozado de enorme popularidad y prestigio. Aun así, y tras varias tentativas frustradas, ha tenido que pasar más de medio siglo para poder disfrutar en imágenes de esta apasionante historia. La espera ha merecido la pena.

Ambientada en una “ucronía” o realidad histórica alternativa posterior a una victoria del Eje en la Segunda Guerra Mundial, esta versión libre de la novela nos presenta a unos Estados Unidos que han sido repartidos entre Japón y Alemania, potencias que en plenos años 50 libran su particular Guerra Fría (como ocurrió de hecho con Estados Unidos y la Unión Soviética) en medio de conspiraciones y tejemanejes varios que amenazan con derrumbar el precario equilibrio de poder establecido tras el fin de la contienda.

En este escenario, y para rizar el rizo, unas misteriosas cintas (libros en la novela original) que contienen grabaciones de una realidad alternativa en la que fueron los Aliados los que se impusieron al Eje introducen el elemento de ciencia-ficción y desencadenan una trama espionaje en la que se ven envueltos algunos de los protagonistas, miembros de la resistencia. Paralelamente, hay ciudadanos de la Norteamérica ocupada que apoyan o toleran el discurso de las fuerzas de ocupación, y altos cargos de esas fuerzas de ocupación que deben replantearse sus lealtades cuando la unidad ideológica de sus países comienza a resquebrajarse.

Los dilemas morales que unos y otros deben afrontar al decidir su nivel de adhesión a la causa y su grado de sacrificio personal en aras de un bien mayor, o simplemente al sopesar qué es y qué no es traición constituyen uno de los aspectos más atractivos de la serie. Sobre todo porque esta rehúye cualquier maniqueísmo y convierte a sus personajes (con excepciones) en seres de múltiples aristas en los que no todo es o blanco o negro. El resultado más inquietante es que tenemos a unos nazis pluridimensionales que logran que a menudo nos sorprendamos empatizando con ellos mucho más que con los en teoría héroes de la historia. Gran parte del mérito hay que atribuírselo a los actores que los encarnan (inmensos Joel de la Fuente y Rufus Sewell), quienes inyectan una ambigüedad a sus personajes que debería tener algún reconocimiento en forma de premios en los próximos meses.

Junto a esa profundidad moral, la otra gran baza es el diseño de producción, que con un espectacular despliegue logra crear un mundo distópico en el que Berlín se ha convertido en una urbe colosal y los Estados Unidos aparecen plagados de simbología imperialista japonesa y nazi, edificios emblemáticos transformados o calles llenas de Volkswagen. El efecto es de veras deslumbrante.

Lamentablemente, junto a todas estas virtudes, 'The Man in the High Castle' adolece de ciertas debilidades que lastran el conjunto e impiden que sea la obra redonda que podría ser. La primera de ellas es que, mal que nos pese, lo que decíamos de los “malos” no podemos aplicarlo también a los “buenos”, personajes un pelín pánfilos y planos cuyos conflictos internos no nos importan tanto como deberían y que socavan en parte la complejidad moral que es el motor de 'The Man in the High Castle'. Estos insustanciales partisanos dan penita pero cansan un poco, y aunque me temo que ya venían defectuosos de fábrica, las interpretaciones de Alexa Davalos, Luke Kleintak y Rupert Evans tampoco ayudan demasiado. La primera –a la que curiosamente ya habíamos visto en una película sobre la resistencia anti-nazi, 'Resistencia', junto a Daniel Craig- es muy guapa y atormentada, pero solo conecto con su tormento de manera intermitente, y a los papafritas de sus compañeros directamente entran ganas de inflarlos a hostias para que espabilen. En el caso de Luke Kleintak además le quitaría el cigarrillo que lleva siempre pegado a la boca en plan “fumo porque soy un tío en permanente estado de lucha interior”. Acuéstate.

Otros personajes secundarios (como el vendedor de antigüedades pro-invasores al que de repente le da por sentirse humillado y va a degüello a por los japos) también muestran irrisorias motivaciones de parvulario para sus actos que hacen que nos distanciemos de lo que está sucediendo en la pantalla.

El segundo pero que se le puede poner a la serie tiene que ver con su ritmo, a veces rayano en lo plomizo. Es esta una historia de espías de maneras clásicas, y en este marco la melancólica fotografía en difuminado sepia y el suspense lentamente in crescendo con puntuales subidones de tensión le sientan extraordinariamente bien. Aún así, lo alambicado del guión y el que haya tantos frentes abiertos hacen que tengamos demasiadas historias cocinándose a fuego lento pero con poco tiempo para que nos interesen y agiten. Se echan en falta una mayor agilidad y más escenas que galvanicen una tensión emocional que en ocasiones amenaza con diluirse. El frecuente montaje paralelo o cross-cutting con el que dos tramas se retroalimentan y potencian mutuamente salva en parte este escollo, como lo hacen los cliffhangers con los que acaba cada episodio. Sin embargo, aunque efectivos, estos recursos resultan insuficientes.

(continúo en la sección "crítica con spoiler" por falta de espacio)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Hitchcock10
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6
22 de septiembre de 2013
32 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Los príncipes que han hecho grandes cosas son los que menos han mantenido su palabra» y «Los hombre obran el mal, a menos que la necesidad los obligue a obrar bien» son algunas de las frases que escribió Maquiavelo en su famoso tratado de doctrina política 'El príncipe' allá por 1513. Exactamente quinientos años después, estas parecen ser también las máximas que guían el comportamiento de los personajes de 'House of Cards', radiografía de las intrigas políticas que hacen de Washington DC un auténtico nido de víboras. Con nueve candidaturas a los premios Emmy -todo un hito para una serie online- se ha convertido en la revelación de la temporada.

La plataforma de streaming Netflix no ha escatimado esfuerzos para lograr un producto de excelente acabado que cuenta además con actores y directores de primera fila (Kevin Spacey, Robin Wright, David Fincher) y que impresiona desde su brillante cabecera. En ella se nos muestra un poderoso contraste de lentos movimientos de cámara captando imágenes aceleradas al compás de una música de tempo igualmente rápido –probablemente para transmitir el frenético devenir de la vida en la capital estadounidense-, una significativa ausencia de figuras humanas y unas vistas del Capitolio desde todo tipo de ángulos, algunos no por casualidad cutres y sucios. No obstante, si bien la factura es verdaderamente admirable, bajo esta bruñida superficie 'House of Cards' esconde algunos déficits que le impiden ser la gran serie que podría haber sido.

La trama se centra en el congresista Frank Underwood (soberbio y carismático Kevin Spacey) y sus retorcidas estratagemas para medrar políticamente tras un desengaño que tiene lugar en el primer capítulo y que lo espolea hasta límites que sobrepasan cualquier consideración ética. Junto a él, su fría y ambiciosa esposa Claire (igualmente magnífica Robin Wright) está también decidida a conseguir que las aspiraciones de ambos lleguen a buen puerto, sin importar los medios que tengan que utilizar para ello. La tercera en discordia es Zoe Barnes (Kate Mara), joven y atractiva periodista que, a cambio de beneficios profesionales, ayuda a Frank en su plan (y se lo tira, dicho sea de paso), pese a no tener ni idea de en qué consiste.

Se inicia así una escalada de ardides y traiciones que está tratada con un evidente cinismo y una cierta dosis de comicidad, sobre todo en los apartes en los que Frank Underwood se dirige al espectador. Aunque este juego metaficticio puede resultar tan divertido como a veces cansino, admito que las burlonas muecas de autocomplacencia del protagonista tienen su gracia.

El problema surge cuando, conforme avanza la historia, este cinismo del que hace gala la serie comienza a parecer una pose para quedar bien más que una actitud real y el atractivo se va diluyendo porque los guionistas nos dan más de lo mismo. En este sentido, se echa en falta algún tipo de conclusión (muy bien, el sistema está podrido… y, ¿qué?) o un conflicto dramático que otorgue mayor resonancia emocional al relato. La reciente 'Los Idus de marzo', película igualmente ambientada en el mundo de los tejemanejes en el poder, tampoco descubría la pólvora, pero subrayaba dilemas morales que enriquecían el conjunto y que aquí brillan por su ausencia.

En 'House of Cards', sin embargo, todo es unidireccional: Frank y Claire Underwood son dos cabrones a los que prácticamente todo les sale bien, y no hay ni conflictos ni dilemas, exceptuando los de una figura secundaria (Peter Russo) que acaba irritando por su increíble estupidez o los puntuales atisbos de remordimiento de Claire. En la misma línea, resultan fallidos otros intentos de humanizar a los personajes (el coñazo de las figuritas de papiroflexia, las ansias por una vida más bohemia con un amante, la nostalgia por una relación homosexual) que quedan reducidos a superficiales gestos de cara a la galería que carecen de autenticidad.

Asimismo, las líneas argumentales secundarias carecen también de sustancia y son meras comparsas que acaban importando bastante poco. Solo en los dos últimos episodios, cuando las manipulaciones de Frank Underwood se vuelven contra él y la niñata periodista comienza a investigar el fregado en el que ella fue pieza clave, aparece una trama paralela que adquiere tanta entidad como la principal y cuya tensión está además potenciada por un trepidante montaje. Eso sí, si rascamos, volveremos a darnos cuenta de que, aun estando lograda, esta trama también adolece de una falta de profundidad, porque, a ver, ¿a qué viene que a la periodista, que desde el principio era consciente de que estaba participando en una conspiración, le dé ahora por querer averiguar los pormenores de esa conspiración y desenmascarar al congresista? ¿Arrepentimiento? ¿Despecho? ¿Ambición profesional? Ninguna de estas opciones explica realmente las motivaciones de Zoe Barnes, y a esto contribuye también la pobre interpretación de Kate Mara, aunque también es posible que este personaje estuviera mal escrito desde el principio y la actriz poco haya podido hacer.

Con todo, es innegable que en este tramo final, la serie gana en interés y pulso narrativo y su ritmo se vuelve realmente vertiginoso, algo que hasta entonces solo ocurría de modo intermitente, y a veces además con recursos facilones, como hacer que Kevin Spacey explique sus tretas a una velocidad de mil palabras por segundo, dando una falsa impresión tanto de ritmo como de complejidad.

En resumidas cuentas, estamos ante una propuesta de brillante factura, muy bien interpretada, resultona, mordaz, por momentos ingeniosa, pero que se toma demasiado en serio a sí misma y transmite la sensación de creerse más inteligente de lo que en realidad es. Le faltan alma y calado. Puestos a elegir una serie sobre luchas de poder, corrupción y puñaladas traperas con sexo de por medio, me quedo con la inmensa 'Juego de tronos', de apariencia menos solemne pero mucho más redonda.
Hitchcock10
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9
15 de febrero de 2016
20 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Quien mucho abarca, poco aprieta” es un refrán que bien podría aplicarse a 'The Leftovers', una de las últimas propuestas de la HBO que expone la traumática situación que debe arrostrar nuestra especie cuando el dos por ciento de la población mundial desaparece de un plumazo sin explicación alguna.

Y es que esta serie peca en ocasiones de exceso de ambición, queriendo mostrar, sugerir y explorar demasiados temas y de demasiadas maneras. No hay nada malo en que no se sigan las pautas narrativas convencionales, y esto de hecho puede resultar incluso estimulante, pero en 'The Leftovers' la impresión es que sus creadores no siempre tienen claro adónde quieren ir ni cómo cerrar las múltiples posibilidades argumentales, conceptuales y estilísticas que abren. Esta incapacidad (o deseo deliberado, he aquí la cuestión) de ofrecer un sentido de coherencia lastra en cierta medida la primera mitad de la temporada, que a menudo parece avanzar sin rumbo fijo. Pero entonces llega esa obra maestra que es el episodio 6 y la serie, además de seguir siendo enigmática y evocadora, realza su componente humano y levanta el vuelo en otros aspectos fundamentales. Muchas piezas que hasta ese momento se antojaban inconexas comienzan a encajar episodio tras episodio para conformar un engranaje lleno de significados que roza la perfección y que hace que se nos escape más de un “¡ostras!” ante los continuos giros y hallazgos que nos depara. Si el primer segmento es confuso y atractivo a partes iguales, el segundo desorienta como se debe desorientar y cautiva de modo hipnótico.

Por medio de puñetazos emocionales que nos dejan K.O., esta obra inclasificable se adentra en la desolación, la autocompasión, el autodesprecio, el standby emocional y las ansias de redención que experimentan los supervivientes en una sociedad que no tiene más remedio que seguir adelante pero que no tiene tampoco más remedio que hacerlo rota de dolor… Y cuando creemos que estamos K.O., entonces 'The Leftovers' nos deja K.O. de verdad propinándonos un último y contundente puñetazo.

Así, lo que en principio podría parecer el misterio central (la súbita e incomprensible desaparición de ese exiguo pero significativo porcentaje) se convierte en realidad en un pretexto para abordar diversos temas que van adquiriendo cada vez más calado conforme avanza la serie y que acaban cortando nuestra respiración más veces de las que uno puede soportar.

A todo ello contribuye, por supuesto, un reparto en casi permanente estado de gracia en el que sobresalen Justin Theroux (sí, el macizorro novio de Jennifer Aniston), Ann Dowd (¡cómo estaba esta señora en 'Compliance'!) y Carrie Coon, auténtico descubrimiento de esta serie que, tras lucirse en teatro pero apenas prodigarse en cine y televisión, realiza aquí un papelón por el que debería ganar todos los premios del mundo. No me extraña que David Fincher se fijara en ella para su thriller 'Gone Girl' ('Perdida'). Coon es la protagonista absoluta de ese excelso episodio 6 ("Guest") que marca un punto de inflexión en esta temporada y que está dirigido con exquisita delicadeza por Carl Franklin. El tipo, por si no les suena, ya había estado tras la cámara en varios episodios de 'Roma', 'House of Cards', 'Homeland' y en esa pequeña joya de película que es 'Un paso en falso' (One False Move, 1992).

Entiendo el cierto grado de división que 'The Leftovers' ha causado entre la crítica americana. Sus primeros episodios tienen mucho de caótico (como lo tiene el nuevo mundo tras semejante catástrofe humana, por otra parte) y en realidad la serie nunca deja de serlo del todo. Su narrativa difusa y zigzagueante, impresionista, surrealista, desconcierta y exige paciencia al espectador. Es además ligeramente pretenciosa y de cuando en cuando a sus responsables el asunto se les va de las manos y se cuelan queriendo hacerla parecer demasiado intensa, críptica y “artística”, hasta llegar a hacernos dudar si no se trata todo de una colosal tomadura de pelo. Bordea a veces lo ridículo o incluso cae directamente en él (ese abuso de la música celestial en escenas ralentizadas, esos cansinos cigarros de los “Guilty Remnants” como símbolo igualmente cansino) para recuperarse luego de modo inapelable. A algunos puede frustrar asimismo que la volatilización de tantas personas permanezca como un misterio sin resolver, y sin visos de ser resuelto. No busca tampoco la lágrima, sino que conmociona más que emociona. Asume demasiados retos y no siempre emerge triunfante de ellos. Y plantea muchos interrogantes que no siempre encuentran respuesta. También, como dije antes, parece que a veces la serie no sabe bien hacia dónde se dirige, pero a cambio el trayecto suele ser fascinante.

Estamos, en suma, ante una obra tan brillante como desigual, pero su impacto es de veras demoledor, y el mundo enfermo de desesperanza que retrata, su marasmo sentimental, su opresora atmósfera de pesadilla y ese estrés postraumático a escala global resultan descorazonadores. No es una serie fácil ni para todos los paladares, ni lo pretende. Algunos la desecharán de inmediato. Otros, como un servidor, esperamos impacientes la segunda temporada. Gracias una vez más, HBO.

P.S.: la banda sonora de Max Richter, para enmarcar.
Hitchcock10
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8
2 de marzo de 2016
15 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
En vísperas del estreno de la cuarta temporada de 'Bates Motel', me decido a escribir acerca de una serie con la que disfruto como un enano a pesar de sus obvias debilidades. Y es que posee Bates Motel un extraño encanto que hace que sus imperfecciones sean de sobra contrarrestadas por sus virtudes.

De entrada, la propia premisa argumental es bastante absurda. Sus responsables han definido esta historia como una “precuela contemporánea” de 'Psicosis', una etiqueta ciertamente peculiar. Para entendernos, se nos muestra a Norman Bates y a su madre (Norma) mudándose a un pueblo de California y emprendiendo la aventura de abrir un hotel de carretera… Solo que la acción transcurre en nuestra época, pese a presentar los antecedentes de una historia que originariamente se desarrolla en 1960. ¿Cómo se come esto? Pues con muchas tragaderas y predisposición a dejarse engatusar y a pasarlo bien.

El resultado de esta extraña mezcla es una ambientación anacrónicamente kitsch en la que los protagonistas usan internet pero visten como en los años 50, o tienen un smartphone pero conducen coches antiguos. No hay ni una sola referencia a la actualidad sociopolítica o cultural, de ahí que la serie se mueva en una especie de seductora atemporalidad en la que construye su propio mundo. Todo muy en la línea de la última temporada de 'American Horror Story (Hotel)', serie con la que 'Bates Motel' tiene numerosos puntos de encuentro pero también notables discrepancias.

El motel y la casa son réplicas de los que aparecen el clásico de Hitchock (quien a su vez para la vivienda se inspiró en un cuadro de Hopper) y, al formar estos ya parte del imaginario colectivo, contribuyen a crear una atmósfera inquietante desde el inicio. Lo llamativo en este caso es que este aire escalofriante va de la mano de un tono considerablemente cómico, sin que ninguno de los dos efectos sea anulado por el otro sino más bien mutuamente potenciados. Es precisamente aquí, en su capacidad para arrancar la sonrisa o la carcajada al tiempo que lo que ocurre en pantalla nos da muy pero que muy mal rollo, donde reside el mayor mérito de 'Bates Motel'.

Mucha culpa de todo esto la tienen Vera Farmiga y Freddie Highmore, que están inmensos. A ambos pertenece por entero una función en la que el resto de integrantes del reparto sirven de meras comparsas catalizadoras o explicativas de acontecimientos. A veces, también de adorno, como el sheriff y sus imposibles pestañas (¿son de verdad suyas?).

La actriz de 'Up in the Air' o 'Expediente Warren' encarna a la progenitora sobreprotectora y muy mal de la azotea cuyo rasgo más característico es una alarmante propensión al histrionismo que incita a gritarle aquello de “Paca, bájate del escenario” que Fermín Trujillo le espeta tantas veces a Estela Reynolds en 'La que se avecina'. Solo que, reconozcámoslo, es sobre el escenario que ella misma monta donde Norma brilla con su modo teatral de afrontar sus no pocas desventuras. El contraste entre su tendencia a tomarse a la tremenda situaciones que hasta un niño de diez años gestionaría con más madurez y su afán por quitar hierro a circunstancias objetivamente preocupantes es para un servidor lo más hilarante de la serie. Una auténtica “loca del coño”.

Norma es además, para bien y para mal, profundamente humana, y sin duda bienintencionada, por lo que es inevitable empatizar con ella y comprender hasta cierto punto sus desconcertantes reacciones. Como remate, la buena señora cae una y otra vez en una contenida (¿e intencionada?) provocación sexual que le aporta aún más complejidad y profundidad. La espléndida composición que Vera Farmiga realiza con este personaje de veras merece ser vista.

Y, ¿qué decir de Freddie Highmore? El joven actor está igualmente colosal como hijo de Norma y esquizofrénico en ciernes. Su obsesión por su madre es tal que si Edipo viera la serie se llevaría las manos a la cabeza y diría “Este chico está muy mal”. En él el contraste es entre su genuina candidez (esa sonrisa tímida e inocente desarma a cualquiera) y unas idas de olla que a veces acaban con algún cadáver de por medio. El modo en que su creciente locura -porque el chaval va de mal en peor- se combina con su ingenuidad es realmente siniestro, y Highmore posee por añadidura esa cualidad que tanto buscaba Hitchcock en sus personajes de resultar aterrado y aterrador al mismo tiempo. El maestro del suspense se habría relamido con este pedazo de interpretación.

Y si por separado tanto Norma como Norman son personajes fascinantes, las escenas que comparten son con frecuencia lo mejor de cada episodio. Con una interdependencia enfermiza no exenta de una fuerte carga de erotismo soterrado, la relación entre ambos madre e hijo es tan acojonantemente tóxica –de aquellos polvos vienen estos lodos- que no es de extrañar que Norman se encamine hacia un futuro (pasado) poco alentador en el que, como todo espectador familiarizado con la obra de Hitchcock sabe de antemano, acabará regentando el motel familiar a las afueras del pueblo de un modo singular.
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Hitchcock10
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