Olvidémonos de su apellido, de su apariencia, quizás incluso de su función dentro de la Administración de justicia, centrémonos en que se trata de sólo un hombre. Nos encontramos ante una persona retratada dentro del paradigma kafkiano de las persecuciones absurdas (o mejor dicho, sesgadas), alguien perseguido, vilipendiado, denostado hasta la saciedad y cuya integridad física se encuentra en constante amenaza. No hace falta bautizarle con un nombre, sencillamente nos bastan los datos que tenemos para comprender que se está cometiendo una soberana injusticia, puesto que nadie debería ser sometido a tal via crucis.

Isabel Coixet nos muestra a esa persona, en blanco y negro, para que no nos perdamos en los colores (quien sabe si políticos) que adornan su historia. Durante cerca de 85 minutos dejamos de oir un rumor para escuchar al protagonista, que da su versión de los hechos sin pelos en la lengua y sin nada de ocultar. No cae en el efectismo de Michael Moore, agobiando al espectador con toneladas de datos intaercalando divertidos gags para que no termine por desconectar. Todo lo contrario, la directora sabe lo que quiere, y es retratar la injusticia que está viviendo un tal Baltasar Garzón, por el mero hecho de investigar a quien no debía.