Recuerdo haber llenado, quizá comenzando la EGB, mis bolsillos de piedras. Al llegar a casa mama las encontraba en el pantalón y se deshacía de ellas, no sabía porqué estaban allí.
A Robert Mulligan le gustan los pequeños objetos -como los que deja "Boo" Radley en el hueco del árbol (Matar a un ruiseñor)-; le gusta sacar de ellos su pequeña magia, amontonarlos con delicadeza -al igual que hace por la noche el hombre en la luna- hasta que el puzle está completo. "Pero esas cosas son de niños. Nosotras ya somos mayores", dice la pequeña de las hermanas.
Cuando un objeto narrativo, como es un filme; también cuando un pequeño objeto narrativo, como es el filme de Mulligan, llega a nuestras manos, se abren ante nosotros tantas posibilidades de lectura como miradas podamos generar. El diálogo entre sujeto y objeto juega aquí un valioso papel -aún intensificado cuando hablamos de espectador y filme- en tanto que la actitud del primero se verá fuertemente determinada por las características del segundo. Tanto es así, que puede darse -sólo en fantásticos casos- la ocasión en que nuestra mirada se mimetice con lo observado, dándose una reciprocidad en la que igual participamos del objeto que él lo hace de nosotros. Con Un verano en Louisiana, aceptamos mantener un diálogo abierto y sincero, desplegar una mirada inocente -entendida como delicada y abierta a un mundo infinito de posibilidades- que al fin y al cabo no hace sino impregnarse de las características inherentes al propio objeto. Con esta película aceptamos por fín extender nuestra mirada cinematográfica, dejarnos engañar como niños por la magia -las grandes mentiras- de los pequeños objetos.
Las piedras que mi madre tiraba a la basura eran para mí un pequeño tesoro, como lo es esta película. Mulligan resuelve el puzzle mientras dormimos.