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España España · madrid
Críticas de benigno
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Críticas 12
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
21 de octubre de 2021
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El plano final de Dolor y gloria consigue que se recoloquen todas las piezas y que en este rompecabezas vital el público llegue a conectar con la necesidad de representación de un cineasta como Almodóvar.

El artificio y lo cinematográfico ensamblando un paradigma almodovariano donde podemos reconocer ciertos personajes, películas, actores y momentos de la vida del cineasta pero al final entiendes que lo usa como excusa para hablarnos de celuloide. En el fondo es el cine y no Almodóvar el gran protagonista de Dolor y gloria. Los protagonistas filman, hablan sobre películas, ven películas, se hacen retrospectivas de películas, se recuerdan películas, se echa de menos hacer películas y aman las películas. El actor, el amante, la madre y el primer deseo.

El dolor como modo de vida de sufrimiento crónico, sólo aliviado por el cine. El amor olvidado en un cuarto de montaje y revivido en un monólogo escrito por un guionista que termina siendo representado por un actor que participó en una película suya hace 32 años. La madre representada en el cine y revivida como una añoranza, como el origen de su pasión por los colores del technicolor y de los cromos coloreados de las estrellas de Hollywood. Y por último el motor, el aliciente de la vida, en este caso recreando el primer deseo. El sueño febril de un despertar sexual que recobra el sentido del deseo. Ese deseo que vibra dentro y mueve la vida. Una ensoñación con la voz de Mina de fondo y que vuelve al presente en forma de acuarela.

Antonio Banderas consigue que nos olvidemos de él (un actor siempre estrella que hasta ahora dejaba su presencia en los personajes) para ser la representación del director de la película. No es él, no se parece, ni siquiera le imita, únicamente algún ademán suelto está presente y el equilibrio entre la persona dentro de las paredes de una casa a oscuras adornada con cuadros enormes de museo y de la figura pública que proyecta al icono consigue emerger entre los fotogramas, el antiguo enfant terrible del cine español, hoy consolidado como un maestro. Y sin que parezca esforzarse, ves a Almodóvar y notas su presadumbre. Ha creado un personaje maravilloso desde la contención y desde una referencia que tiene enfrente dándole instrucciones. Tiene momentos de verdadera excelencia. Desde su enorme trabajo (nominado al Oscar) comprendes y entiendes que él mismo es el vehículo que nos hace ver el cine como un modo de vida.

El beso entre dos cincuentones consigue que una película preciosa y luminosa siga creando una senda que avanza. El lienzo en blanco de la pantalla sigue siendo un lugar que llenar de color. Y el viaje merece la pena. La plasticidad de lo representado y el paso del tiempo son las ideas principales de una de las obras culmen del cineasta. Los recuerdos tienen tanto peso en la vida transcurrida que a veces el día a día no nos deja ver el devenir que fabrica los nuevos. Todo esto es dolor y gloria, una película que gana por su hermosa hondura e invadida intimidad.

Almodóvar nos quiere decir que la ficción es más verdad que la realidad, que la vida alimenta al cine y que ojalá el cine fuese más verdad que la soledad.
benigno
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7
10 de octubre de 2021
10 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
La discordia nunca se crea por la verdad, ésta no tiene remedio. La tierra germina y termina reverdeciendo sin pensar en su vientre, pero ésta nos devuelve a su cavidad. La esterilidad de una tierra seca y desarmada no tiene la capacidad de ayudar a olvidar, por eso es necesario conocer tu pasado para poder seguir adelante con el conocimiento necesario para equivocarte lo menos posible.

En esta película los personajes intentan soslayar a la verdad para huir hacia delante. Pero el mañana que no ha entendido el ayer, no puede ser hoy. El tiempo quiere olvidar, como se olvida de una flor fugaz o del ardor de una llama que se apaga con la lluvia. Pero sin la flor y sin el fuego, no hay aroma ni ceniza. No hay poso que nos amarre.

Almodóvar quiere sanar a una Matria que ha sufrido que su padre castigue a sus hijos a no entenderse y que además se sabe resiliente de batallas perdidas y de luchas sin voz. Para ello crea una metáfora inconsistente que se crece ante su dificultad y se pierde entre la intimidad y el dolor de un país. Un país que se sabe perdedor y habitantes oprimidos que pierden la esperanza, sometidos a la opresión que ha callado a su gente y que quiere mantener ese silencio para seguir siendo abusador. Una sociedad que cada día crece ante el miedo que se apodera del débil. Una vez más, por esa insistencia en olvidar y en crear a personas maleables. Personas que necesitan sentirse pertenecientes de algo sin conocer el origen de ese horror y seguir sintiendo un privilegio vacuo.

Así es Madres paralelas: Janis es una madre soltera que vive su sexualidad libremente y que de manera consciente, pero también casual, decide seguir la tradición familiar de traer hijas al mundo sin contar con el progenitor. Ella es la madre que celebra su germen. Ana es la juventud desubicada y asustada que se adapta a las formas de relacionarse de su generación sin saber siquiera cómo se hace, aguantando que su dolor no pueda ser denunciado porque su padre quiere evitar el escándalo. Aterrorizada, no sabe y no le corresponde saber si quiere o no ser madre. Teresa es la madre que nunca quiso serlo, que tuvo que someterse a un hombre para salir de su casa, tuvo a una hija por mera inercia y nunca sintió ese deseo maternal. Una mujer que no por ello está menos realizada, sobra decir. Una mujer que reivindica, como los demás, que su vocación profesional sea el motor de su vida. Porque las mujeres de Madres paralelas son distintas entre sí y tienen aristas. Mujeres feministas que no se juzgan entre sí y se equivocan sin miedo a ser sentenciadas.

Los dilemas empiezan a desbaratar el relato, las dudas y el desasosiego están presentes en una excelente Penélope Cruz que llena y vacía las cuencas de sus ojos de lágrimas, acongojada y desconsolada pero nunca perdiendo los estribos del melodrama. Una de las interpretaciones de su carrera. Copa Volpi a la mejor actriz en el último Festival de Venecia.

La ciudad encierra la narración. Ésta está incómoda encorsetada en una empresa compleja. Al fin llega el campo. Esa vereda que significa dolor y esa cuneta abandonada llena de muerte con miedo y anhelo de ser llorada, expropiando a sus ocupantes de un lugar de remanso. Y llega la hora del desapego de una trama que el director ha utilizado para hablarnos de otra cosa. Esas mujeres infatigables son el motor de la película, pero los testimonios de los perdedores son los que le van a dar hondura a Madres paralelas. Y el plano final demuestra que no es cosa del pasado, que esos huesos son tangibles y que somos nosotros los que aún no hemos desenterrado a los desaparecidos. Esa herida está abierta.
benigno
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9
9 de abril de 2016
22 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una mujer transita por su vida. Utiliza gafas de sol, se las quita como nadie y vaga abatida por la ciudad buscando lo que no ha encontrado, lo que perdió, y lo que recurre en su pensamiento día tras día desde que el dolor se instaló en su mirada. Escribe una carta para revivir su historia y atraer de manera ilusa esa ausencia a su lado. Así es Julieta, el último gran drama de Almodóvar. No hay espacio para el humor, la elipsis marca un guión milimétricamente trabajado basado en tres relatos de Alice Munro. El lirismo poético de lo pequeño, lo diminutamente humano se instala en el universo del excesivo color de Almodóvar. Le sienta bien a ambos formatos esa comunión.

La protagonista tiene dos faces distintas, una madura que da entidad a la película y nos deja desolados, creando una empatía con el espectador brutal y pronunciando una de las mejores frases de la película (*). Ella es Emma Suárez, una actriz excelente que aquí ofrece uno de sus mejores trabajos y además nos deja hipnotizados con su expresión y su caminar. La otra es la que vuelve a la vida mediante la memoria, la Julieta joven que va marchitando su existencia por la fatalidad, la culpa y el sufrimiento. Adriana Ugarte consigue recorrer ese arco dramático de manera asombrosa, desde la luz de el enamoramiento más físico y salvaje hasta la depresión más feroz, en algunos momentos consigue que confunda a las dos Julietas, porque son una, aunque mute en la otra y ya no haya vuelta atrás. En ese momento me estremezco, y me dan ganas de aplaudir.

A su lado Rossy de Palma, Michelle Jenner, Inma Cuesta, Susi Sánchez, Pilar Castro, Nathalie Poza, Blanca Parés, todas ellas mujeres distintas, defendiendo sus personajes con garra, abrazando a Julieta que es el centro de toda la película. Daniel Grao y Darío Grandinetti, representantes de lo masculino, sin maniqueísmos. No hay tramas satélites que desvíen nuestra atención, no hay salidas de tono, solo hay un coro ante la tragedia clásica de esta ensoñación con tintes mitológicos y literarios de la que sales aletargado y roto, como en un limbo de sensaciones.

El silencio, la contención, y la batuta del Almodóvar más clásico y comedido que recuerdo, en una de sus mejores versiones. No encuentro lágrimas en la pantalla, se llora silenciosamente y para adentro, y duele profundamente. No pasa nada, Julieta nos va a acompañar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
benigno
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9
4 de enero de 2016
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Carol es un melodrama femenino delicado y plástico. Esa artificialidad no merma en ningún momento su poder de seducción o la fuerza de un relato sutil basado en la novela "El precio de la sal", luego homónima, de Patricia Highsmith.

En todo momento vemos una película de personajes, que habla mediante los pensamientos y la acciones de dos mujeres atraídas por la fascinación irremediable que ejercen la una sobre la otra. A la vez, y sin darse cuenta contextualiza a una sociedad, la americana de los años cincuenta, y al mismo tiempo es una película moderna contemporánea aunque esté ambientada en el pasado. Es la película imposible que habría rodado Douglas Sirk o John M. Stahl con Bette Davis o Marlene Dietrich en el papel de Carol y Audrey Hepburn en el papel de Therese. También es una película fuertemente inspirada tal y como ocurría con su referencia más directa, el clásico Breve encuentro de David Lean, en los suspiros callados, en la fugacidad y el temperamento del enamoramiento, en la sensatez en contrapunto con la pasión.

Para ello Todd Haynes ha sacado el máximo partido a su esteta estilo, a su oficio de artesano genial que planifica y ofrece los puntos de vista más bellos y estilizados pero dando todo el sentido dramático a los nada casuales planos que hacen el visionado de Carol una auténtica delicia. El amaneramiento, en el mejor sentido de la palabra, demuestra su visión por una historia, por las miradas desde las posiciones de cada personaje y aunque presa de todo ese artificio, Carol se impone como un film clásico instantáneo de los que ya no se hacen. Al contrario de como ocurría con la también espléndida Lejos del cielo, donde el género era quien regía la narrativa y el uso del aspecto visual, con esos colores brillantes tan exagerados. En este caso, los reflejos en los cristales de los coches, los objetivos de las cámaras y sus fotogramas están llenos de clase pero también de lenguaje visualmente narrativo.

Cate Blanchet y Rooney Mara están perfectas en sus personajes, la primera desde la más sofisticada clase, al principio con maneras de elegante diva de los cincuenta hasta llegar a la psique de Carol, la segunda como la pequeña y tímida muchacha que va creciendo y observando como su affair se le va de las manos y aportando toda la angustia, el proceso de madurez y el refinamiento más natural en los ojos de la actriz. Las dos son un acierto total de casting y componen unos personajes antológicos. La música de Carter Burwell crea una atmósfera magnífica, en una partitura densa, casi tangible que a veces recuerda al Phillip Glass de Las horas de Stephen Daldry pero que va adecuándose a su propio estilo para encontrar su sitio de manera rotunda y sobresaliente. La fotografía de Edward Lachman en el mejor trabajo de su carrera, añadiendo textura a su habitual determinación por la belleza y la armonía, ya demostrada en anteriores trabajos con Haynes.

El recorrido de la mirada de una persona a otra, puede cambiar el rumbo de la vida, aunque para ello se trastoque todo lo que tenías asimilado anteriormente o tu existencia pueda romperse en pedazos.
benigno
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7
11 de mayo de 2015
20 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
El nada desdeñable academicismo formal que caracteriza a “Suite francesa” confirma lo difícil que resulta contar nada nuevo y sobre todo de forma novedosa cualquier historia ambientada en la Francia de la segunda guerra mundial. La confortable predictibilidad de conocer lo que se va a contar o la tranquilidad que adquiere la mente ante lo ya escuchado y lo ya percibido hacen disfrutable la experiencia de observar esta enésima historia de amor imposible.
Lo que la diferencia de algunas conmovedoras y expuestas anteriormente crónicas románticas es la sutileza y matizada mirada de Saul Dibb en la concatenación de lo acontecido manteniendo la frialdad en el ritmo del amor subyacentemente abrasador entre los protagonistas. También esa reflexión entre la tesitura de la bondad o maldad humana de los bandos enemigos, que diferencia y acerca las posturas según el ojo con el que se mire y lo cerca que estemos los unos de los otros. El odio y el rechazo inevitables como contrapunto al deseo y curiosidad que sienten los personajes obligados a convivir bajo el mismo techo en una situación ridículamente espantosa que obliga a doblegar a los sometidos bajo las normas de la tiranía avasalladora. El director de “La duquesa” adopta maneras de buenos maestros ingleses como James Ivory o el más reciente Stephen Daldry en esta película que lejos de arriesgarse se deja amilanar por la comodidad de lo que ya ha funcionado, persiguiendo así la redondez del producto bien hecho y huyendo de cualquier atisbo de valentía para evitar así abismos aunque el resultado no logre aportar nada innovador.
El papel de la mujer en la sociedad de la época acomete aquí uno de los puntos fuertes de la cinta. Distintos personajes femeninos afrontarán la invasión y ocupación alemana de manera distinta y todas ellas, resistentes habitantes de una tierra conquistada y huérfana de hombres, simbolizarán los avances renovadores y los recovecos conservadores de los distintos roles en el entorno rural de una Francia herida y en la que sus soldados combatientes ganaban terreno en el territorio enemigo mientras su tierra sangraba vergüenza de la resignación ante el nazismo. Todas ellas defendidas por excelentes actrices, ajustadas al milímetro en esta ocasión. Michelle Williams, la protagonista, sombría y luminosa a partes iguales, dependiendo del momento por el que atraviesa Lucile, la protagonista que descubre el amor ante el hombre equivocado y que sueña con una fantasía mientras las demás viven la hostilidad. Ruth Wilson como la vecina del marido impedido, que conviven en una granja humilde y sufren la tiranía de su invitado forzoso. Kristin Scott Thomas, la elegante suegra de Lucile, llena de fiereza y amargura y Margot Robbie, la sensual y ligera joven que se deja seducir por la única forma de amor que puede conocer en su difícil contexto. A su lado Matthias Schonaerts, el hierático y misterioso protagonista al que conocemos mediante los ojos de Lucile y que vemos según su punto de vista, quizá deformado por el furor latente que siente desde que escucha las primeras notas de un piano que nos hará sumergirnos en ésta relación pasionalmente silenciosa, de ojos esquivos y piel erizada bajo los uniformes y los vestidos acordes a la compostura y el decoro. Exquisita ambientación que camina recta en la lineal andadura del diseño de producción que no se salta una coma de lo que se espera de su cometido y destellos de luz en el diseño de fotografía del catalán Eduard Grau. La película gana a medida que pasan los minutos y nunca llega explotar porque prefiere sentirse cómoda en su parsimonioso y gélido ardor.
Contado en los carteles concluyentes, al más puro estilo de los hermanos Weinstein, como ya hicieron con la reciente “The imitation game” de Morten Tyldum, al final nos cuentan lo más interesante de una historia quizá autobiográfica, la publicación del libro y la andadura de su autora (Irene Nèmirovsky), una escritora judía francesa que dejó inacabada la novela, arrestada y deportada a campos de concentración como Auschwitz, donde murió. El manuscrito fue conservado por sus hijas y fue publicado en 2004, tal y como lo denominan sus descendientes más que una venganza, es una victoria.
Por eso, aunque mil veces oídas y vistas, hay historias que merecen ser contadas. Historias vivas de muertos y heridas antiguas, que cicatrizan cada vez que resuenan en nuevos espectadores, lectores, oyentes y que conforman una memoria común.
benigno
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