Cuando Stanley Kubrick decidió adaptar a mediados de los sesenta la novela El Centinela de Arthur C. Clarke, era consciente de que afrontaba un proyecto especialmente complejo y ambicioso.

Complejo por las reflexiones filosóficas que encerraba y ambicioso por el importante despliegue técnico que requería en aquella época.

La apuesta del director por nombres ilustres en campos técnicos determinantes como la fotografía, a cargo de Geoffrey Unsworth y adicionalmente de Douglas Trumbull, supuso una de las bazas decisivas del proyecto, otorgando una consistencia visual a la película impactante aún en nuestros días.

El uso de piezas de música clásica acompañando algunas escenas, también significó un punto clave a la hora de otorgar un elemento diferenciador e innovador a la película, a pesar de que el compositor Alex North viera como su gran trabajo (editado por cierto en CD por Varese) fuera finalmente descartado.

Mucho se ha hablado de las interpretaciones que encierra el film, desde el confrontamiento del hombre con las máquinas, el nexo entre ciencia y teología, etc., pero lo cierto es que aunque todo ello puede verse reflejado,de algún modo, el metraje encierra un magnetismo especial por sí mismo, que trasciende cualquier debate intelectual convirtiéndose en una gran experiencia para los sentidos.

Han sido contadas las ocasiones en las que el cine nos ha brindado esa combinación de pequeños detalles dotados de un singular estado de gracia. "Matar a un ruiseñor" aglutina todas esas premisas que permiten a algunas obras trascender lo puramente cinematográfico.

La película parte de la adaptación de la obra homónima de Harper Leer, galardonada con el premio Pulitzer en 1960 y está elaborada con unos mimbres particularmente extraordinarios; entre otros, una contenida pero elegante dirección de Mulligan, una soberbia interpretación de Gregory Peck en el papel del inolvidable Atticus Finch, una magnífica fotografía de Russell Harlan y una de las partituras más cautivadoras de la historia del cine a cargo de Elmer Bernstein.

Un compedio de ingredientes que conforman una auténtica e imperecedera lección de vida.

El cine de Jean-Pierre Jeaunet en ocasiones es difícil de definir.

Sus películas se basan en personajes diferentes, quienes en lugar de girar alrededor de un universo definido, parecen hacer girar ese universo alrededor de sí mismos.

Amelie atrapa al espectador desde el principio, cuando una voz en off nos introduce en la particularmente desdichada vida de una joven parisina establecida en el barrrio de Montmartre, mientras suenan las bohemias notas de Yann Tiersen.

El desencadenamiento de acontecimientos que supone el resto del argumento es un brillante catálogo de personajes y situaciones vitales impregnadas con dosis de comedia, romanticismo y melancolía.

La película además supone una experiencia visual fascinante, con un Paris especialmente radiante bajo la mirada de Jeaunet.

La música de Yann Tiersen, curiosamente no compuesta en su mayoría para el proyecto sino fruto de trabajos anteriores, se adapta perfectamente a ese universo mágico que desprende el metraje.

Por su parte Audrey Tatou es capaz de otorgar al personaje que da nombre al film el alma propia necesaria para convertir su papel en uno de los más brillantes y deliciosos del reciente cine europeo.