Adam Anders nos presenta la clásica historia bíblica adaptada con unas técnicas y un estilo más actual, pero preservando los elementos originales, la fe y valores religiosos. Cada personaje se presenta desde un principio con una preocupación individual que funciona como conflicto para el desarrollo de su trama personal. Maria debe enfrentarse a la confianza en su fe y mantenerse firme ante aquellos que la ponen en duda; mientras que los reyes magos tratan de impedir que el malvado Rey Herodes encuentre antes que ellos al hijo de Dios y acabe con él.

Asimismo, el elenco ofrece actuaciones pertinentes y propias de una película Disney, pero manteniendo un tono cristiano. La inclusión de múltiples secuencias musicales también es un acierto, aunque a veces son muy largas o se abusa demasiado de ellas, hecho que podría desencantar a aquellos que no son devotos del género.

El visionado es ameno y oportuno para los más pequeños, a quienes les permitirá entender de una forma entretenida y sencilla la historia del nacimiento del niño Jesús. Además, se incluyen diversos momentos cómicos que suman y quedan bien integrados en la cinta. A parte de algún aspecto de realización poco pulido o la inclusión de efectos en postproducción con un acabado cutre, en conjunto resulta una opción correcta para una versión modernizada del relato clásico.

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El filme nos acerca al desconocido mundo de la justicia restaurativa, un sistema que permite el diálogo entre delincuentes y víctimas bajo la tutela de profesionales. Se trata de un enfoque que se centra, no en el castigo, sino en las necesidades de las personas de uno y otro perfil, que van mucho más allá de lo dictado por una sentencia judicial.

Este es el marco en el que se desarrollan dos historias duras pero hermosas: por un lado, Gregoire, Nawelle y Sabine, víctimas de robos con violencia, participan en una serie de encuentros con autores de delitos similares. En estas sesiones salen a la luz las graves consecuencias que se derivan de experiencias traumáticas muy breves: las fobias, la incapacidad de salir del hogar, la sensación de ser un mal padre o madre, incluso el alcoholismo.

Por otro lado, Chloe recupera el contacto con su hermano mayor, que la sometió a abusos sexuales durante toda su infancia. La justicia restaurativa le ofrece a la joven el espacio para que pueda marcar sus límites al perpetrador pero, sobre todo, para poder manifestar su dolor y comenzar el camino hacia la curación emocional, cosa que el juicio penal no logró en su día.

A lo largo de las conversaciones, en uno y otro caso, asoman una serie de circunstancias que suelen acompañar a las caídas en la delincuencia: familias desestructuradas, prejuicios raciales, el atractivo del dinero fácil frente a la precariedad laboral… Sin profundizar y, sobre todo, sin justificar, la película trata de mostrar la complejidad de las acciones humanas, en las que nunca nada es blanco ni negro.

Las dos caras de la justicia es una película sin estridencias, discreta a todos los niveles: en su música, en su paleta de colores, en los personajes que la protagonizan a coro, sin que ninguno de ellos acapare la atención; encarnados por un elenco maravilloso que derrocha naturalidad. Una obra pausada y sencilla, donde prima el diálogo y aun este es escueto, pero dice todo lo que hay que decir.

Aunque aparecen temas muy oscuros, como los abusos sexuales en la infancia, el filme no cae en el morbo ni incomoda al espectador. Antes al contrario, nos deja una serie de mensajes muy alentadores: existen las segundas oportunidades, las heridas del alma se curan, el rencor se puede mitigar.

Las dos caras de la justicia no ofrece ninguna lección moral, ni acusa ni absuelve a nadie; solo pretende arrojar un poquito de luz y de esperanza, y lo logra desde el realismo y la sencillez.

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Al comienzo de la película se indica cómo la colaboración con solicitantes de asilo en la República de Irlanda y las experiencias reales de varias personas han sido cruciales para su realización. Esto acaba viéndose reflejado en una historia filmada con tacto y desde el absoluto respeto, además de en la inclusión de algún momento cercano al documental que permite afianzar en nuestra realidad cercana la veracidad de los hechos mostrados.

"Aisha" se configura con un marcado componente social y político que puede llegar a recordar al cine de Ken Loach –pese a sus marcadas diferencias–. Desde su primera escena, se marca el tono que mantendrá durante todo el metraje. En ella, una expulsión del aula donde se estaba practicando una clase de danza sirve casi como símil del trato hacia inmigrantes y refugiados: la ausencia de un espacio donde ser y permanecer. Eso se va desarrollando a través del entorno de Aisha y, lentamente, desde su propia experiencia individual, con una cámara que cada vez se le acerca más y unos planos más centrados en su semblante preocupado. Poco a poco, la película va desvelando la falsa caridad de la burocracia, la superioridad moral frente a la mínima insubordinación, el trato de desigualdad y, sobre todo, la imposibilidad de muchas personas en busca de una nueva vida de ser dotadas con opciones de futuro.

Frank Berry consigue no caer en un drama emocionalmente edulcorado y aproximarse desde una voluntad casi testimonial, a pesar de la dureza incuestionable de la temática planteada que, asimismo, se maneja desde un uso hábil del fuera de campo. Además, ese mismo respeto e interés, que se transmite con el relato, emana también de las actuaciones protagonistas de Letitia Wright y Josh O’Connor. Ese vínculo de amistad, que evoluciona hacia el romance, equilibra un constante diálogo entre ciertas problemáticas sociales que afectan sendas vidas con una bondad esperanzadora e inspiradora.

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El film cuenta con una trama predecible y llena de clichés propios de películas de sobremesa. Muestra a una mujer, Juliane, buena y comprometida con su trabajo y su familia. Sin embargo, se encuentra apática debido al aniversario de la muerte de su hermana.

Por otro lado, su marido, a pesar de decir quererla profundamente, la engaña con una mujer más joven. Y para rematar con el dramatismo, salen a la luz una serie de secretos familiares que tampoco dejan lugar a la imaginación pues siempre es traición por pasión.

Algo un tanto curioso es la elección del deporte que practica Juliane: el tiro con arco, como modus operandi de su venganza. Parece que intentan erróneamente que parezca una versión épica y heroica, con el pelo recogido al estilo de Katniss Eberdeen de Los juegos del hambre.

Por desgracia, se confunden cuáles son las intenciones que el director y guionista Jean-Paul Civeryriac quería darle a la protagonista. Si pretendía mostrar a una mujer fuerte y luchadora que no se rinde ante las adversidades, consigue todo lo contrario ya que solo se ve a una persona abocada a la venganza, llena de ira por la traición de sus allegados. Eso, más allá de permitirle salir reforzada, la hace parecer débil, irracional y lunática.

Sus emociones internas y una subtrama independiente desatan una serie de ensañamientos reprimidos tras un cúmulo de situaciones que han explotado. Pero el conjunto resulta mediocre y de fácil olvido.

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Bruno Chiche deja de lado la comedia para dirigir un drama –ligero de ver– aderezado con grandes piezas musicales. De todas maneras, aunque Maestro(s) se ambienta en el universo de la música clásica, no llega a profundizar en la profesión del director de orquesta, sino que centra toda la atención en la relación entre los dos protagonistas, padre e hijo.

Con el foco en ese vínculo paterno-filial, la cinta sigue los anhelos, diálogos, aspiraciones, remordimientos y reconciliaciones de sus personajes, sin perder de vista nunca la trama principal, ni siquiera a causa de los secundarios. De este modo, queda un film correcto y agradable, con una magnífica banda sonora, como era previsible.

Por otro lado, los veteranos Yvan Attal y Pierre Arditi hacen un gran trabajo y, gracias a alguna escena conmovedora, dejan en el auditorio una sensación satisfactoria.

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