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Críticas de Luis Guillermo Cardona
Críticas 3.333
Críticas ordenadas por utilidad
9
18 de septiembre de 2015
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La novela “El sirviente” (1948) fue escrita por Robin Maugham, un sobrino del grandioso escritor, W. Somerset Maugham, que heredó las inclinaciones sexuales de su tío. El actor, Dirk Bogarde, también era bisexual y solo una vez en su vida pensó en casarse con Capucine, la actriz con la que apareciera en “Song without end” (1960). De hecho, es uno de los actores que más ha representado roles de homosexuales en el cine: “Victim”, “Muerte en Venecia”…

Durante la primera mitad del siglo XX, la homosexualidad seguía siendo marcadamente estigmatizada y quien tuviera tales inclinaciones se arriesgaba a toda suerte de resquemores, maltratos, repulsas y deshonra. Pero llegada la década de 1960, la liberalidad ganaba nuevos espacios, la rígida censura al arte comenzaba a ceder terreno, y algunos directores se atrevieron a tratar aquellos temas que hasta entonces eran tabú en la industria cinematográfica.

Pero el concepto, explícito, todavía no cabía en estos materiales, así que, los realizadores, tenían que ingeniárselas para sugerir con gestos, ademanes, palabras soterradas, objetos de decorado… aquello que querían manifestar, guardando la esperanza de que, los más avisados, lo comprendieran. Como esto no se avenía con la inteligencia media que requería de materiales tipo compota, sus obras tendían a ser de regular acogida en las taquillas, pero, curiosamente, su inventiva en la construcción de imágenes, ha hecho que estas películas trasciendan, merecidamente, como arte.

Quien vea, “EL SIRVIENTE”, de la misma manera que se ve “El liguero mágico”, saldrá con tantos vacíos, que le llevarán a ‘despotricar de toda una familia con sólo ver a sus miembros pasar una vez por la puerta de la casa’. Losey se ha preocupado por hacer un filme integral en el que, el ambiente, el decorado, la iluminación… y cada plano, han sido pensados con rigor para complementar lo que sucede en cada escena, y con frecuencia, lo que se ve tiene más significado que lo que se dice o lo que se hace. Así que, cada imagen tienes que verla plena, si aspiras a comprender lo que significa realmente la historia.

Surgen entonces, caudales de preguntas:¿Por qué la lluvia o la nieve en esta y en aquella escena?, ¿Qué querrá decir esa estatuilla de un hombre musculoso que vemos entre Tony y Hugo mientras conversan?, ¿Por qué Barrett irrumpe en la sala cuando Tony pretende tener relaciones íntimas con Susan?, ¿Qué nos sugiere esa sólida llave que gotea cuando Tony mira lascivamente a la joven Vera?, ¿Ese gran picado de la escalera mientras amo y sirviente juegan a la pelota querrá decir algo?, ¿Esos barrotes que dejan ver de lejos a Hugo, y luego a Tony, tendrán algún significado?, ¿Las velas encendidas en las mesas o los recipientes erguidos en el bar, serán algún tipo de metáfora?... Y frases como “Necesito que se ocupe de Todo” o “No sé lo que haría sin usted”… ¿Querrán decir algo más?

“EL SIRVIENTE”, reclama un uso activo de la inteligencia porque, vista en una amplia perspectiva, juega además como metáfora de fenómenos sociales: La decadencia de la burguesía, la prostitución femenina (en este sentido es claramente misógina y es su único punto débil), el sexo como instrumento de degradación… Pero, en general, lo realizado por Losey -perfectamente emparentado con el expresionismo alemán- es de un virtuosismo absolutamente decantado, porque él bien que llegó a entender que, una manzana es una fruta, pero puede servir para ejemplificar la vida.

Bogarde, James Fox y Sarah Miles, perfectamente en su sitio en esta adaptación de Harold Pinter, la cual invitaría al director, guionista y actor principal, a reunirse luego en “Accidente”.
Luis Guillermo Cardona
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9
17 de julio de 2015
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Originario de Boston, Massachusetts, en la segunda década del siglo XX, Stephen Fermoyle, es un sacerdote con grandes aspiraciones que ahora se ocupa de escribir un libro con el que espera sorprender a sus superiores en Roma. Apreciado por el afable cardenal Quarenghi, y por el “duro” cardenal Glennon, los buenos modales, la sinceridad y el compromiso que despliega Fermoyle, pronto le abren el camino a la superación… pero durante un viaje a los EEUU para reencontrarse con su familia, una serie de incidentes va a poner en tela de juicio los preceptos que maneja la iglesia católica… y en la mente de Fermoyle, entrarán serias dudas sobre el sacerdocio.

¿Volverá a ponerse la sotana? ¿Vale la pena seguir en una institución con preceptos e intereses que van en contravía de lo que dicta el corazón? ¿Es la ambición o es el propósito de servir sinceramente al pueblo lo que motiva al sacerdocio? ¿Es justo que, para poder servir a Dios, deba el hombre prescindir del amor de una mujer? Estas y otras preguntas pasarán por la mente de un hombre que pretende ser digno, ubicado en un mundo donde, definir lo que es justo y lo que Dios realmente aprueba, no es tarea fácil.

El libro homónimo del estadounidense, Henry Morton Robinson (1898-1961) publicado en 1950, fue la base para esta película que ha servido al director, Otto Preminger, para adentrarse en las intimidades de una iglesia cuyo historial ha despertado incesantes suspicacias. En Robinson se adivina su marcada simpatía con la iglesia, y Preminger se encarga de poner sobre la balanza las dos pesas bien equilibradas, para que, al final, seamos nosotros quienes determinemos si vale la pena seguir siendo adeptos a la institución de Roma o debemos apartarnos para contribuir a su ocaso.

Temas como la obligatoriedad de estar matriculado, el aborto en caso de riesgo de la vida de la madre, el ejercicio del sacerdocio sin afán acumulativo, la relación Iglesia-Estado, el papel de la iglesia ante el racismo… están aquí muy bien desarrollados y es admirable la manera como, Preminger, los va hilvanando en una historia familiar, religiosa y socio-política del más alto interés.

Todo en el filme está hecho con gran altura, y su historia es de esas que hay que masticarlas bien despacio para poder degustarlas, y sobre todo, para poder captar el fondo ideológico que es bastante denso. Cada personaje, cada diálogo, cada escena por sí sola o concatenada, guarda su propio significado, y a Preminger se le aplaude su confianza en la inteligencia del espectador, puesto que se atreve a darnos un profundo tratado sobre algo tan trascendental como la fe que profesamos.

En la historia, que dura 175 minutos de plena sustancia, hay personajes entrañables como Mona (Carol Lynley), la hermana del sacerdote que lo único que tiene claro es que quiere vivir con el hombre que ama; Ned Halley (Burgess Meredith), el anciano sacerdote que nunca quiso aceptar que iglesia y prosperidad económica deban ir unidos; Gillis (Ossie Davis), el cura afroamericano que, contra todo atraso y aún contra su propia vida, está dispuesto a defender su templo y la dignidad de su raza… y aún, Harry Glennon (John Huston), el cardenal que juega a ser duro, pero preserva una sensibilidad que pugna por salir a flote.

Tom Tryon, escritor (como Thomas Tryon) cuyas novelas dieron lugar a las importantes películas, “El otro” de Robert Mulligan y “Fedora” de Billy Wilder, tiene aquí su punto más alto como actor, recreando a un sacerdote que, bien atento a las lecciones que le da la vida, escudriña en el fondo de su alma para seguir su destino con plena conciencia… Y así es la clase de gente que reclama este bello mundo.

En definitiva, creo que “EL CARDENAL” es de esa clase de cine hecho para trascender.
Luis Guillermo Cardona
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9
11 de marzo de 2015
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Tuve la desgracia de no haber conocido a mis padres, Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado junto a mis hermanas al cuidado de nuestros abuelos paternos”. Así comienza el recuento de sus primeros años, el gran líder revolucionario y presidente de México, Benito Juárez, en su autobiografía, “Apuntes para mis hijos”, que escribiera en 1857.

Muertos los abuelos, Benito tendría que vivir con un tío muy dado al licor los fines de semana, pero quien supo ayudarle para que aprendiera a leer, al tiempo que lo animaba a aprender el español convenciéndolo de que, de esta manera, podría prosperar. Dotado desde pequeño de una gran cordura que lo llevaba a hablar solo cuando sabía, exactamente, lo que iba a decir, Juárez fue un hombre con tendencia a la soledad, pero al mismo tiempo era un hombre solidario y preocupado por los problemas de su gente.

En el mismo año en que se declaraba la Independencia de México (1821), se matriculó como estudiante externo de un seminario, y trece años después, cuando ya se había iniciado en la carrera política, se licenció como Doctor en Leyes… y desde entonces, un sendero que, muy pocos conseguirían trasegar, se convirtió en su destino: Rechazo, discriminación, exilio, temporadas en la cárcel, líder de una Guerra Civil, declarado enemigo de las potencias invasoras, diversos atentados contra su vida… y generador de grandes cambios en el pueblo mexicano hasta convertirse en un caudillo político y casi un líder espiritual.

De lo que ocurre a partir de 1864, cuando Francia reemprende la dominación de México, y con un falso plebiscito impone en el poder al archiduque Maximiliano de Austria (dignidad que ostentó por su filiación con la llamada Casa de Habsburgo), va a ocuparse esta gran película que ha dirigido el alemán, William Dieterle, con una emocionante historia que dejará muy bien plantada la suerte de líder que fue Benito Juárez, al tiempo que se limpiará, con mucho tino, la imagen de aquel aristócrata que sirvió de títere manipulado al imperialismo napoleónico.

Paul Muni, se pone en la piel de Juárez, recreándolo con una verosimilitud admirable y logrando que, con palabras precisas y con actitudes de la más elevada cordura, emerja como un líder revolucionario de nunca olvidar. Por su parte, Brian Aherne, impone una gran altura a su personaje de Maximiliano, logrando dignificarlo con los matices de su voz, su excelente porte y su apreciable apariencia física, que, no por nada, lo convertiría en numerosas películas en “el americano ideal por su encanto inglés”. Bette Davis, tiene aquí un corto pero significativo papel como la esposa que, cada que habla, determina el rumbo que tomará su marido. Y Claude Rains es Napoleón III, el hombre que mueve las cuerdas de la dominación y el arrasamiento, sin poner nunca su propio pecho.

El filme tiene momentos de gran fuerza dramática, como cuando Benito Juárez explica a su comandante Porfirio Díaz (John Garfield) el profundo significado de aquella palabra (Democracia) que “es lo único que nos separa”, según expresa Maximiliano. Muy bello también el momento cuando Carlota confiesa a su marido el aprecio que tiene por la canción “La paloma”. Y de gran fuerza política, la llegada de Juárez para confrontar públicamente al nuevo presidente Alejandro Urabi.

Magnífico guión de John Huston, Aeneas MacKenzi y Wolfgang Reinhardt, según la novela “The Phantom Crown” (1934) de la alemana Bertita Harding (1902-1971); y excelentes composiciones fotográficas las que, Tony Gaudio, consigue en numerosos momentos.

“JUÁREZ” es, sin duda, otro gran éxito que se le suma a la extensa obra cinematográfica de William Dieterle.
Luis Guillermo Cardona
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7
5 de septiembre de 2014
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Si los hombres nos casáramos con quien realmente merecemos, estaríamos llevando una vida miserable”. – Escribía Oscar Wilde - y ¡cuanta razón en sus palabras! Porque muy pocos hombres se merecen a la mujer que ahora tienen... Pero surge entonces la otra pregunta ¿Cuántas mujeres se merecen al marido que ahora tienen? Yo creo que todas. Algunas por necias y otras por sabias.

Creo que pocos autores han sabido extraer del lenguaje tanto encanto, tantísima sabiduría, tantas paradojas, sátiras y deliciosos halagos, como el irlandés Oscar Wilde. Pocas cosas son tan entretenidas y halagüeñas como leer sus escritos y, especialmente sus obras teatrales, son de un gracejo y de una elocuencia fascinante. “UN MARIDO IDEAL” también cumple a cabalidad con el buen gusto y la exquisitez de este grandioso dramaturgo que sufrió lo indecible a cuenta del oscurantismo que se padecía a finales del siglo XIX.

La obra tiene un propósito muy claro: Demostrar que no hay hombres ni mujeres perfectos y que, la idealización, es una torpeza que ya ha causado bastante sufrimiento, incontadas decepciones y muchísimos fracasos. Con una historia precisa, planeada con el rigor y la gracia de un recital de Les Luthiers (herederos suyos de alguna forma a los que se me antoja recordar), Wilde se pasea por la aristocracia inglesa para mostrar, cómo un error del pasado muy pasado, facilita el chantaje, da lugar a un posible nuevo error que conduciría al descarrió… y motiva el desencanto de otra mujer de aquellas que, por capricho propio, ha puesto a su terrenal marido en un altar.

Pero Wilde es un hombre optimista, y lo que va a ocurrir, va a dar lugar a que tenga sentido algo que no se utilizó en el filme (les estoy dando un motivo para que se den el estupendo gusto de leer el libro) y es lo que simboliza el tapete que, basado en un dibujo de François Boucher, aparece en el salón de recepciones de los Chiltern.

El húngaro Alexander Korda, hace un filme -rodado en Inglaterra- muy fiel a la obra original, añadiendo unos pocos exteriores para ambientarla cinematográficamente, eliminando unos cuantos diálogos para dar prioridad a la imagen, y editando pequeños detalles para adecuar la historia al tiempo prudencial. Como suyo, agregó la escena del discurso de Arthur Chiltern, al tiempo que le dio la ocasión de quemar él mismo lo que tanto ansiaba. La actuación de Paulette Goddard como la ambiciosa señorita Cheveley es muy acertada. Michael Wilding nos ofrece también una simpática recreación del muy agudo Arthur Goring. Y muy bien luce, Diana Wynyard, como la muy pulcra Gertrude Chiltern.

En resumidas cuentas, la película resulta agradable y entretenida, pero creo definitivamente que es mucho más grato leer la obra, porque te da la ocasión de masticar muy despacio cada frase y cada palabra, ya que en ella todo resulta con-sentido.

Título para Latinoamérica: “UNA MUJER EN MI PASADO”
Luis Guillermo Cardona
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10
28 de agosto de 2014
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
¡Qué comedia! ¡Qué protagonistas! ¡Unos diálogos inolvidables!, ¡Unas situaciones desternillantes! ¡Una puesta en escena de absoluta sobriedad! ¡¿Quién pide más?!

Todo comienza con la obra “Die Zarin: schauspiel in drei aufzügen” (La zarina: espectáculo en tres ascensos) (1912) de Lajos Biró y Menyhért Lengyel, que, el director Ernst Lubitsch, había llevado al cine en 1924 (tiempos del cine silente) con el título “Forbidden Paradise”. A la película le fue muy bien en su momento, porque la historia de entrada se sostiene sola… y por aquello, bastante habitual, de: “Bueno, ya estamos en el sonoro, tenemos nuevos recursos y una nueva generación. Creo que vendría muy bien hacer otra versión del filme tal… con el que triunfamos en el año tal…” se pensó entonces en un remake.

Lubitsch, que sabía la gema que tenía entre sus manos, entregó la obra a un nuevo guionista, Edwin Justus Mayer, y él mismo luego, decidió asumir las veces de productor y director, a sabiendas de que su salud no andaba en los mejores tiempos. Pero se sentía tan animado dirigiendo a ese portento de actriz llamado Tallulah Bankhead -que aquí ofrecerá la que es, probablemente, la mejor actuación de su vida-, que Lubitsch lo dio todo… hasta que su corazón estalló de nuevo y tuvo que retirarse del rodaje, el cual dejó en manos de su compatriota y amigo Otto Preminger, quien accedió a que Lubitsch -convaleciente-, supervisara cada escena -lo que hizo con la mayor dedicación- y que también su nombre figurara con el crédito de productor.

Aunque acreditada a Preminger, “LA ZARINA” al final es puro Lubitsch, con su picardía… sus puertas… sus diálogos mordaces y de doble sentido… su ambiente sofisticado… y con ese eterno aroma a palacio –con emperatriz, militar y canciller a bordo- donde las trapazas, las marrullas, los complots y otras menudencias, están aquí al orden del día. Y el resultado nos deja más que satisfechos, porque el filme se sostiene de cabo a rabo con una gracia inolvidable.

Estamos en tiempos de Ekaterina Alekséyevna (Tallulah Bankhead), emperatriz de Rusia desde 1762 hasta su muerte, acaecida en el año 1792, y en aquellos días en que la zarina –según reza el filme- “no era madre ni precisamente grande”. Un día, a palacio llega el teniente Alexei Chernov (William Eythe), quien, con gran premura, solicita ver a “la madre de todas las Rusias”. Ante las barreras que se le anteponen, él se las ingeniará para infiltrarse hasta los aposentos de la zarina, y por fin consigue comunicarle que una traición se planea contra ella… pero terminado su cuento, el socarrón y pícaro canciller, Nikolai Illytch (magnífico Charles Coburn), lo dejará como un necio, explicando a la emperatriz los pormenores de como ese caso ya ha sido resuelto. No obstante, al ver al joven, guapo y leal oficial, y al conocer los sacrificios que hizo en su afán de protegerla, la emperatriz, ¡que sabía bastante de mantener ocupado el lecho! decide ofrecer sus favores al leal militar –y como solía hacer en la vida real con sus protegidos-, cada que lo saluda le hace un ascenso… con lo que, el sorprendido oficial, no tardará en subir como la espuma.

La película es inmejorable, productor y director se gozan cada momento de la realización, de tal manera que, Lubitsch, queda tan recuperado que, enseguida, emprenderá solo la también estupenda “Cluny Brown”… y consiguió terminarla apuntándose otro gran éxito.
Luis Guillermo Cardona
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