Una familia, temerosa del mundo, se halla refugiada en una mansión con la única compañía de varios robots-sirvientes. La hija, aburrida de ese estilo de vida, sueña con salir afuera.

Otro ejemplo de la fascinación por los robots que ha sentido siempre la ciencia ficción. Aquí se incorpora un concepto que seguramente resultaría novedoso para la época –la noción de los implantes de memoria-, y se mezcla con otras constantes de la serie -la sombra de la Guerra Fría, el pesimismo sobre la condición humana, el aislamiento-, lo que da lugar a un capítulo muy interesante.

Es el primero de seis episodios producidos en un formato más barato -los otros son “The Night of The Meek”, “The Whole Truth”, “Twenty-Two”, “Static” y “Long Distance Call”-. Esto se traduce en menos movimientos de cámara y en una calidad de imagen inferior a la habitual.

El noir entra de nuevo en escena en la dimensión desconocida con la historia de un delincuente de poca monta al que le encargan un asesinato. Todo transcurre en una habitación, por lo que parte de la efectividad depende del partido que le pueda sacar el director a tan reducido espacio; por otro lado, el peso de la trama recae en los hombros del protagonista, que compone con dignidad sus monólogos. A ratos se logra un clima claustrofóbico y una atmósfera asfixiante, pero también se intuye la misma molesta moralina de los peores capítulos, y que tan mal envejece.

Las segundas oportunidades vuelven a presentarse en la serie. El camino de la redención comienza con una mirada al espejo.

El penúltimo episodio de la primera temporada se centra en la historia de un robot llamado Casey que posee un talento innato para el béisbol. Así, estamos ante una comedia deportiva mezclada con ciencia ficción. Tiene diálogos más o menos graciosos, y la premisa resulta más o menos original, pero el capítulo peca de naif. Está protagonizada por Jack Warden, en su segunda aparición en la serie, aunque estaba previsto que el papel recayera en Paul Douglas (“Carta a tres esposas”), quien de hecho rodó una primera versión del episodio antes de morir de un infarto.

Episodio que aborda el subgénero del boxeo, que tantas alegrías ha dado al cine, y que nos presenta un argumento archiconocido -viejo luchador acabado que goza de una segunda oportunidad gracias al cariño de un niño que lo idolatra-, trama a la que, cómo no, se le añade el toque fantástico.

El resultado es un capítulo melodramático y ñoño, a ratos algo pesado, en el que sólo destaca la música de Jerry Goldsmith; un capítulo que importa más por su aspecto sociológico -fue el primer y único capítulo de “The Twilight Zone” protagonizado por actores afroamericanos, en un momento histórico convulso, con la lucha por los derechos civiles en auge- que por su valor intrínseco.

Tercer episodio dirigido por Mitchell Leisen. Relato acerca de dos astronautas y su viaje espacial, embarcados en una búsqueda/exploración de lo desconocido, contiene grandes dosis de sarcasmo.

La primera parte nos introduce en las dudas y temores de Sam Conrad, quien acaba encerrado en una nave atascada en Marte y queda paralizado ante la evidencia de que algo espera fuera. La segunda parte nos prepara para la irónica sorpresa final, imbuida de pesimismo.

Lo peor: el vestuario de los marcianos, por un momento pensé que los protagonistas habían viajado a la Antigua Grecia.

Lo mejor: La visión desencantada del universo y de los seres vivos; la reclusión dentro de la nave, cargada de suspense, con esos interesantes ángulos de cámara; el trabajo de Roddy McDowall (“El planeta de los simios”, “Noche de miedo”, “¡Qué verde era mi valle!”), interpretando a un astronauta poco amigo de aventuras.