No se puede negar que la película posee un mensaje valioso y vigente, que consigue momentos dramáticos de profundo calado y que una cierta originalidad en la puesta en escena le confiere el valor de lo que merece ser bien considerado.

Pero hay que añadir que el largometraje resulta descaradamente lento, por momentos aburrido y que algunas situaciones incurren en esa flagrante reiteración que tanto daño hace a la fluidez narrativa.

Como consecuencia, los más de ochenta minutos de su duración se convierten en un metraje desmesurado.

¿Pero quién lanzará la primera piedra?
La adecuada interpretación del elenco, la idoneidad de su banda sonora, la limpieza de su trama argumental y su carácter de pionero le otorgan un crédito adicional.

Lenta, convencional -también tediosa y deslavazada- película que se convierte en encuentro de estereotipos marcando un territorio. Da la impresión de que todos quieren sentirse a gusto y poder pronunciar sentencias que muchas veces tienen más de cursi que de trascendente.

A lo forzado de su argumento -por mal fabulado- se une un torpe trazo en la descripción psicológica de los personajes que se manifiesta en cambios de tono interpretativo y en reacciones hiperbólicas y exageradas.

Nos encontramos ante un largometraje muy poco convincente en el que ni siquiera haber sido estrenado en 1955 puede esgrimirse como atenuante.

Ni costumbrismo, ni reivindicación, ni crónica social.

Cuando a un producción no le cabe mayor densidad de tópicos por metro cuadrado, o lineal, de celuloide no se le puede sino censurar su falta de acierto.
Si, además, resulta monocorde, reiterativa y simplona uno puede echarse las manos a la cabeza o ponerse a llorar.

Cualquier cosa menos ver la película.